El serial killer introdujo una variante hermenéutica en
el policial. Como se sabe, el género tiene su origen en una estabilización de
la visión burguesa y racional del mundo. La transgresión de las leyes de ese
mundo, sean jurídicas, científicas o morales, se combate con su explicación.
Nada puede carecer de sentido. El crimen, extremo de lo gratuito, se reduce por
su carácter de medio para un fin. Este afán de incorporar lo anómalo llega a su
clímax cuando lo inexplicable se estabiliza con el recurso a la locura. Es la
explicación razonable de lo que carece de razón. No deja de ser paradójico que
el primer relato policial proponga a un simio como autor de los crímenes: el
enigma que inaugura el género no es por qué lo hizo, sino cómo
lo hizo. El fundamento de un género razonable está en la explicación de una
serie de crímenes no razonables, pero que pueden conjugarse construyendo un
sentido.
El
crimen gratuito no puede formar parte del género. Más aún: la postulación del
género implica una concepción del mundo en el que el crimen debe estar siempre
motivado. Una salida de esta situación es la del serial killer. En
el policial de crímenes normales, el detective opera como hermeneuta: tiene que
descifrar el sentido de esos actos transgresores y ese desciframiento trae
consigo la revelación de la identidad del asesino. Si el criminal estuviera
loco, lo que el relato revela es la relación significativa entre locura y
asesinato, como en Psicosis de Hitchcock. O bien el criminal
conoce el sentido de sus actos, pero ese sentido se orienta a un fin; o bien
los desconoce, pero la Razón puede explicarlos por él. Es esto lo que se pone
en crisis con el serial killer: aquí el enigma que se propone a la
hermenéutica es inmanente al acto criminal. Los asesinatos seriales demandan un
desciframiento que atañe a ellos mismos. Para arrancar la transgresión del
orden de las razones del mundo no se puede apelar a la gratuidad o al azar. No
es por falta de sentido que el crimen pone en jaque el orden de la ley, de la
razonabilidad y de la moral, sino por exceso: en la serie, se propone un enigma
cuya resolución es autónoma, pues implica pensar la repetición y, en
consecuencia, no remitirlo a otra cosa, sino a sí mismo.
Entre
la realidad y la ficción, parece que a los asesinos seriales se los cataloga
como tales en los años setenta, en Estados Unidos, como una innovación del FBI.
Es de resaltar el poder de fabulación de las agencias norteamericanas que
combaten el crimen. ¿Existieron los asesinos seriales? El problema carece de
importancia para nosotros, ya que parecen un fenómeno de las sociedades así
llamadas del Primer Mundo. El motivo, en todo caso, alimenta una narrativa de
entretenimiento que rápidamente se replica en el cine, con novelas como El
silencio de los corderos de Thomas Harris o American Psycho de
Bret Easton Ellis, que se publican a finales de los ochenta pero cuyas
historias o bien transcurren a finales de los setenta o bien se basan en
supuestos asesinos seriales de los sesenta. Sea como fuere, la invención
policial del asesino serial preside la literario-cinematográfica y parece
destinada a psicotizar al criminal. En los años noventa, una
novela y una película convergen en el serial killer como
revitalizador del género porque lo cuestiona desde su interior: La
pesquisa de Juan José Saer (1994) y Seven de David
Fincher (1995). ¿Es casualidad que sean contemporáneos? No lo parece, en la
medida en que las similitudes rebasan la mera manipulación de un recurso.
En la
novela de Saer, el asesino serial se dedica exclusivamente a matar ancianas.
Aunque pueden darse una serie de variaciones, cada crimen repite un modus
operandi. El arma utilizada es un cuchillo de cocina, a veces eléctrico. La
anciana sufre tortura antes de su muerte y después su cadáver es objeto de
destripamiento, descuartizamiento, decapitación. A veces, la víctima accede a
tener relaciones sexuales con el asesino antes de que se le revele como tal y
otras veces el cadáver es objeto de vejámenes. Como la historia policial de la
novela empieza cuando los últimos crímenes están a punto de producirse, la
investigación policial ya está en marcha y lo que se propone al lector es el
caso una vez que los asesinatos ya han sido catalogados como seriales.
En la
película de Fincher, en contraste, el manejo de la intriga implica el recorrido
cuidadoso de la serie: solo a partir del segundo crimen, el detective Somerset
comprende que se trata de un serial killer. El primer muerto es un
obeso que fue obligado a comer hasta morir. El jefe de policía todavía puede
verosimilizarlo, aunque a Somerset el asunto le huela mal: “Alguien tenía un
problema con el gordo y decidió torturarlo” (y había visto La gran
comilona de Ferreri). Pero un gordo que muere comiendo ya plantea un
sentido suplementario porque hay un isomorfismo: es como “La muerte y la
brújula” de Borges, en el que Lönnrot pretende que el asesinato de un rabino
tenga una explicación rabínica. En el segundo crimen, el mejor abogado de la
ciudad es desangrado. El asesino lo obligó a cortarse a sí mismo en una
truculenta alusión a El mercader de Venecia: “Una libra de carne.
Ni más ni menos. Sin cartílago, sin hueso. Sólo carne”. Somerset comprende: va
a revisar la escena del primer crimen y encuentra la palabra “gula” escrita con
grasa detrás de la heladera (no detrás del piano ni del placard). No solo la
película va proponiendo los eslabones que permiten la deducción del carácter
serial de los asesinatos: es el criminal mismo quien sigue este esquema de
intriga para un espectador difuso que termina siendo la pareja de detectives,
el veterano y local Somerset, y el joven vehemente y recién llegado a la ciudad
Mills.
Lo que
en la novela al principio aparece como un modo retórico de hablar o una
comparación ilustrativa se va convirtiendo en un sentido inquietante por
literal. Los tormentos y asesinatos de ancianas tienen las características de
una obra de arte. La escena del crimen es en efecto una “puesta en escena” y su
sentido, pletórico, no puede ser descifrado más que por quien la propuso, o por
quien tenga la clave. El asesino es un “artista que trabaja la carne”. La
anciana número veintiocho es atada a una mesa y abierta del pubis a la garganta
con un cuchillo eléctrico. El asesino agarra los bordes del tajo y los vuelve
hacia afuera: el resultado es que el cuerpo se asemeja a una gran vagina. El
detective no sabe si esta ilusión estuvo en la intención o fue un resultado no
previsto. El trabajo con el cuchillo es escultórico y también lo es el modo de
recepción de la obra: el espectador (el detective) se enfrenta con una escena
en la que predomina lo tridimensional en el recorrido espacial. La
transfiguración que sufre el cuerpo hace que sea difícil pensar en algo como la
muerte porque es difícil pensar en algo como la vida: la acción previa
destituye a la anciana su humanidad y su organización vital. En este punto, la
concepción artística del crimen bordea otra dimensión, que en la película está
explicitada, vuelta programa del asesino.
La
concepción artística del crimen también puede pensarse en Seven. En
primer lugar, por ese carácter no arbitrario del signo: el modo de morir figura
el modo de vivir, un gordo muere por comer, un perezoso por inmovilidad, una
engreída por quedarse sin cara. Cada asesinato es una obra de arte conceptista.
En la película no hay un narrador que pueda comparar el asesinato serial con el
arte, como en la novela, símil que puede quedarse en lo meramente ilustrativo o
retórico, para tranquilizar a quienes el acercamiento les resulte chocante.
Tampoco a los detectives se les ocurre hacerlo, aunque al final confirman la
sospecha de que el criminal maneja toda clase de referencias literarias y, como
se dice cuando aparece, se trata de un tipo refinado y culto. El que puede
hacerlo es un personaje contingente. Para el asesinato de la prostituta
(obviamente, la Lujuria), el serial killer se hace fabricar un
cinturón con un dildo en forma de hoja cortante. El fabricante, un personaje
oscuro del under, se excusa ante los detectives: “Creí que era uno
de esos performers. Ya saben, la clase de tipo que en un teatro mea
dentro de un vaso y después se lo toma”. Ninguno entiende, porque Mills
es un iletrado y Somerset un adorniano insobornable.
Tanto
la novela como la película hacen irrisión del último reducto que le queda al
racionalismo para integrar la transgresión anómala: la medicalización del
criminal. En La pesquisa, el recurso a la explicación
psicoanalítica, de la que el relato se distancia por medio de la ironía (y,
finalmente, por la puesta en cuestión de la hipótesis tranquilizadora
precisamente porque normaliza, porque pone las cosas en su lugar), vuelve al
asesino inimputable. Es de notar que es el exceso, tanto cuantitativa (veintinueve
víctimas) como cualitativamente (la puesta en escena, la tortura, los detalles
que “adornan”, la hazaña de la repetición, el desafío a la policía que ubican
los logros del serial killer en el ámbito de lo deportivo), lo
que reclama una explicación: si en los pormenores de la repetición sistemática
de la tortura y asesinato hay un “exceso de sentido”, la razón debe poder
asignarle uno solo, debe poder contener el desborde. Que el origen
de los crímenes sea psicológico tranquiliza porque sustrae a los actos el
componente social y epocal que tienen. Lo mismo sucede en Seven. La
paradoja –que sea el exceso lo que vuelve inimputable al asesino– la explicita
el abogado defensor. Para que los detectives accedan a la búsqueda final, el
acusado se ofrece a firmar una confesión: si rechazan la oferta, se declarará
insano. Ante la indignación de los policías, el abogado argumenta: “Sabemos que
por la naturaleza extrema de sus crímenes podría lograr ser exonerado”. Aunque
no haya una explicación psiquiátrica sometida a irrisión, ahí está el personaje
de Mills para traducir ese sentido común: “Cuando una persona está loca, como
vos claramente estás, ¿sabés que estás loco? Quizás estás leyendo algo,
masturbándote en tu propia mierda, y de repente te detenés y te decís: ‘Guau.
Es increíble lo jodidamente loco que estoy’”. Más precavido, Somerset trata de
encontrar la contradicción de su accionar dentro de la lógica de su propio
sistema: si sus asesinatos son una prédica porque es solo un instrumento de Dios,
¿por qué disfrutó haber torturado y asesinado? Es esta la
cuestión inquietante. Lo mismo en el caso de La pesquisa: nada de
desdoblamiento, el asesino actuó perfectamente consciente, le gustaba matar
ancianas, eyaculaba antes o después de hacerlo.
La
singularidad de ese demiurgo, sombra, monstruo o animal contrasta con la
uniformidad de la sociedad ordinaria y profana, la del capitalismo neoliberal y
la industria cultural, cuyos seres están cortados por los mismos patrones y
carecen de individualidad. Para el cazador, la presa no es ninguna víctima
inocente, sino el ejemplar de una especie, que no vale como tal, sino como
encarnación o representación de una idea. En los dos relatos la víctima tiene
connotaciones sacrificiales: ese orden contiguo al de las apariencias de este
mundo es sagrado. De nuevo, si en la película es un sentido heterogéneo que el
criminal le da a sus actos (la prédica), en la novela aparece como una
metafórica que se va disolviendo en una experiencia de ese “otro mundo”. En efecto,
Somerset, la otra singularidad que escapa a la uniformidad profana de la gran
urbe moderna, vive apartado y reticente, en contradicción con el mundo: “A la
gente no le interesan los héroes –le dice a Mills hacia el final–. Le interesan
las hamburguesas, la televisión y la lotería”. John Doe, el
asesino-predicador, escribe en diarios su desprecio por la sociedad, su
imposibilidad de vivir en ella como un individuo. Lo que propone el criminal de
la novela, aunque no haya prédica, pareciera apuntar a la restitución de una
experiencia sagrada: la infancia del protagonista es a su vez el estadio
arcaico de la humanidad, y en ese mundo desaparecido se yuxtaponen la ciudad
soñada, los dioses no antropomorfos que reptan en la penumbra, y el demiurgo
que propicia la víctima sacrificial. Ese sentido sagrado no está en ninguna de
las dos historias de la novela, sino que es como un injerto entre ambas: la
fuerza desencadenada del asesino es el arcano del sujeto occidental, inmunizado
y estable. En La pesquisa también queda claro que a la gente
le interesan solo las hamburguesas y la televisión. La pérdida del sentido
sagrado de la vida se comprueba en la transformación de la Navidad en una
apoteosis del neoliberalismo y del conformismo consumista. El asesino propone,
como John Doe, una reactivación de ese gran sacrificio ritual: la última
anciana se llama Mme. Mouton (es decir, señora Cordero). Tanto el artista como
el demiurgo niegan el mundo estatuido y proponen otro mundo, regido por leyes
misteriosas, en el que la vida se pone en juego.
También el lector y el espectador se
ponen en juego. Ambos relatos proponen un resquicio o sugieren con sutileza que
suspendamos un instante el juicio (lógico, moral y de gusto) y consideremos la
posibilidad de que en efecto los asesinos no estén locos. Es como si la plétora
de sentido, el derroche de lo sagrado, fuera lo único que permite restituirle
al mundo un sentido que perdió no sabemos cuándo. Los mundos propios (es decir,
impropios) son más reales que el único que nos propone el capitalismo global.
Son más intensos, se imponen con una fuerza de la que la realidad carece. Pero
esta constatación no puede ser una certeza crítica, un mero medio de
desenmascaramiento. Tiene que ser una inquietud y un espanto. No debe provocar
adhesión, sino vértigo, temblor, horror. El arte está siempre del lado del Mal.