Leyendo
El odio a la música y Las sombras errantes de Pascal Quignard
recordé de pronto el poema “Anámnesis”, de Silvina Ocampo. Está publicado en Los
días de la noche
, de 1970. Las sombras errantes comienza así: “El
canto del gallo, el amanecer, los perros que ladran, la claridad que se
expande, el hombre que se levanta, la naturaleza, el tiempo, el sueño, la
lucidez, todo es feroz. No puedo tocar la tapa colorida de ciertos libros sin
que ascienda en mí una sensación de dolor” (2014:7).

 

Rápidamente
evoqué el poema. Esa escritura de la misma sensibilidad enfática, de una
ultra-sensibilidad. “Anámnesis”, del griego ἀνάμνησις, significa reminiscencia,
un intenso recuerdo que vuelve a traer al humano la visión de la verdad, de lo
que verdaderamente es, y cuyo impacto deja fuera de sí a quien lo experimenta.
Así lo entiende Platón, en el Fedro, diálogo de la sensibilidad
escrituraria. Y también significa la información aportada por un paciente y por
otros testimonios para confeccionar su historial médico. Ocampo reúne ambos
sentidos en el poema.

 

Igualmente,
nos encontramos con una “paciente” cuya sensibilidad, su memoria son
extravagantes, infatigables (2012:127), de una fragilísima emoción que la
abruma: “Cualquier pluma la mortifica severamente”, diagnostica su médico,
narrador del texto. Un hombre la mira y la mata, “un perro que la sigue la
esclaviza / un niño que la busca la obnubila /un durazno maduro la hipnotiza /
una tumbergia en flor la vuelve loca”, se entrega en forma aparente tanto a sí
misma como a cualquiera, y se ama como Narciso por sobre todas las cosas (130).

 

Ernesto
Montequin nos advierte en las notas a los textos del primero de los libros
póstumos publicados, de los cuales es editor, Las repeticiones y otros
relatos inéditos
(2006), que uno de los relatos compilados en ese volumen, “Silencio
y oscuridad”, se encuentra escrito en dos hojas mecanografiadas en cuyo reverso
se hallaban versos de “Anámnesis” (288). El relato póstumo, datado entre 1969 y
70 describe un lugar, una especie de teatro donde se realiza un espectáculo que
poco a poco, para no herir la sensibilidad, “no impresionar demasiado
bruscamente al público” (51), alcanza el total silencio y la total oscuridad.
Así, el ruido va disminuyendo paulatinamente mientras se oye el “canto
infinitesimal de los grillos (…) hasta que el oído se habituase de nuevo a
oírlo”. En la entrada del teatro había mapas del mundo indicando lo sitios
donde podía oírse mejor el silencio y otros que indicaban los sitios donde se
podía obtener la oscuridad perfecta (51). Clinamen es la personaje que quiere asistir
a ese espectáculo para saber si siente amor por su novio. No lo sabe. Su sentir
es una incógnita. “El mundo se ha vuelto agresivo para los enamorados” (52),
dice. Pero el novio no quiso presenciarlo de modo que nunca supieron si se
amaban.

 

A
Silvina le gustaban los opuestos conviviendo. Aquí, las hojas ofrecen en su
anverso y reverso el anverso y reverso de esa sensibilidad. Una anula a la
otra, una intensifica a la otra, la materialidad de las dos escrituras en el
mismo soporte es temática y experiencia de los textos. Nos encontramos con una
escena escrituraria donde podemos leer estas voluptuosidades del contraste, como
las llama Montequin. “Silencio y oscuridad” parece disminuir la fuerza, el
impacto, la insoportable pasión de la paciente de “Anámnesis”; alivianarla
proporcionándole una posibilidad de medicina alternativa: la suspensión de los
sentidos. Al menos su corazón, único órgano perfectible de su cuerpo, según el
diagnóstico médico, tal vez su “aguda vista” (2012:133), o su capacidad
ampliada de oír hasta con los pies y las axilas (78). El texto póstumo
tranquiliza la sensibilidad extrema y, a la vez, por contraste, la intensifica.
Mutuamente, los lados de dos hojas, las escrituras como dos caras de una moneda
visibilizan la tensión, se calman y se alteran. Porque “Anámnesis” también
parece venir a despertar con vehemencia esa indiferencia dudosa de los sentimientos
de los novios. Y el exhaustivo saber del médico a contrastar con la ignorancia
de sí misma de Clinamen.

 

De
un examen de fondo de ojo el médico de la paciente, dice, logró identificar “un
dije de plata minúsculo / con una figura grabada que no descifró” (132). Tal
vez, la escena material de escritura pueda ser una especie de pista: da a ver
su contraparte. Ese grabado puede ser “Silencio y oscuridad”.

 

En
ambos textos existe la importancia de un saber, clínico, por un lado,
sentimental por otro. O quizás, el mismo misterioso origen de los síntomas
humanos que padece la sensibilidad. En cualquier caso, la lectura de la escena,
la recreación de una escena a partir de la descripción material de los textos
por parte del editor nos permite realizar un montaje donde la misma
materialidad se nos ofrece como clave incierta. No solo las temáticas nos afectan, sino que los papeles enlazados nos hacen ver la escritura y no verla, sentirla y no escuchar una voz. La voz autorizada de un único autor. El cohabitar material de escrituras que
Ocampo/ Montequin nos exponen, nos permiten construir montajes y, también,
experimentar con la paciente y la novia. Nos encontramos, así, envueltos en la
lectura y reescritura de una apertura que comienza en una materia, es decir, en
la pura posibilidad de recibir formas.

 

Tal
vez Ocampo, con su descuidado y a la vez apegado guardado de sus papeles que
creía serían mejorados por otros con el tiempo, como afirma en una entrevista,
nos deja señales también en estos procedimientos poéticos.

 

Como
Quignard me recordó a “Anámnesis”, “Silencio y oscuridad” me recordó a John
Cage. Un músico ligado al silencio. Había leído hace poco, tentada por el
título Indeterminación, una compilación de charlas que dio Cage contando
anécdotas. Una de ellas narra la siguiente historia, la copio tratando de
imitar su escritura:

 

Fue   después   de   haber   llegado     a     
Boston

     que    
fui     a    la

cámara   anecóica       en la universidad

 de Harvard.

Todos   los  
que me        conocen   conocen

  Esta   
historia.

  La   
cuento   constantemente.

                              De todos modos,

              en   esa   
habitación   silenciosa,

                    escuché   dos  
sonidos,

                          uno   agudo              y

  uno  
grave.

Después   le  
pregunté   al   ingeniero  
a

   cargo            por qué,   si  
la   habitación

   era  
tan   silenciosa,

había  escuchado    
dos    sonidos.

                       Él     dijo,

          “Descríbalos.”           Lo

Hice.                                   Él    dijo,

                            “El    agudo

           era  
su   sistema    nervioso

        operando.

            El grave              era

su    sangre               circulando”   (2013:73)

 

Algo
de “Anámenis” y de “Silencio y oscuridad” se juega en este texto. Existe aquel
teatro del relato como cámara anecóica pero igualmente se oye, con la
sensibilidad de la paciente del poema, con el furor de Quignard. Cage se enlaza
también a los dobleces de los papeles de Ocampo. Nos hace ver la escritura y no
verla, en esos grandes espacios, vemos lo no escrito, vemos, de alguna manera, el
no ver.

 

Cage
y Quignard tal vez compartían el deseo de no sentir, no escuchar, sin embargo,
en ese lugar preciso, la cámara, si el diagnóstico del ingeniero era verdadero,
se seguían oyendo su sistema nervioso y su sangre corriendo. Es decir, seguía
persistiendo la imposibilidad de la desafección, el inconveniente insoslayable
de la pasión humana.

 

Me
gusta hacer montajes cuando leo, se me aparecen; y armar esas constelaciones es
como filmar una película de escrituras. Las letras se mueven, los contrastes
tienen tonos, luces, escenas en blanco y negro.

 

Imagino,
como dice mi amigo Joaquín Melero, que es músico, a Quignard diciéndome debajo
de una mesa tapándose los oídos, porque como dice en El odio a la música,
los oídos no tienen párpados, que quisiera asistir a todos los lugares donde
impera el silencio, quizás a la cámara, aunque fallida, a la que concurrió Cage,
quizás a los enumerados en la entrada del teatro de “Silencio y oscuridad”. Le
contaba este gusto mío a Julia Musitano, mientras trabajábamos y ella anotó un
lugar en esa lista ocampiana de sitios silenciosos: Uyuni, en Bolivia, “recuerdo
– me dice Julia- que el silencio era aterrador”. Entusiasmadas, seguimos el
tema y Julia tuvo otro recuerdo: el proyecto soviético de Kola (KSDB) o SG-3
llevado a cabo entre 1970 y 1989 por la Unión soviética, que buscaba
profundizar en la corteza terrestre para investigar la litosfera. Lo que
importa aquí, lo que nos importaba a Julia y a mí, eran las habladurías acerca
de El Pozo Superprofundo de Kola. Se trataba de cavar, dicen, un pozo tan
profundo en la tierra de manera que pudiera alcanzarse y demostrarse la
existencia del infierno. En efecto, se logró llegar a una profundidad de 12226
metros, según algunos informes, otros afirman que la perforación había superado
los 14400. Cualquiera fuese el caso, decidieron hacer descender un micrófono
resistente al calor y escucharon gemidos, gritos, lamentos: los gritos de los
condenados en el infierno. Pueden escucharlos aquí.

 

Hipotetizamos,
entre otras cosas, que los sonidos eran efectos técnicos del micrófono en esas
profundidades, pero, finalmente, preferimos preguntarnos ¿serán los ruidos del
silencio y la oscuridad?, ¿será el infierno que vivía la paciente de “Anámnesis”, que transformada en presencia humana por el micrófono irrumpiendo en ellos hacía oír la indetenible afección de todo mortal? ¿Serán, el silencio y la
oscuridad infernales y la pasión humana una especie de protección, una
contrapartida, un cielo?

 

Imagino
a Quignard, a Cage, a la paciente y a Clinamen deseando ese descenso. Volviendo
una y otra vez a esa indeterminación.

 

Hay
algo que resta en los papeles mezclados de Ocampo, como la sangre circulando
del sistema nervioso de Cage. En esos espacios de escritura. Como los ruidos
del pozo. Y eso me place. Por eso, tomé con arrebato de la librería el libro Indeterminación.
Porque me pasa lo que dice Darío González en El arte como interrogación:

 

“El aficionado es aquel que retorna en busca de ese objeto (…) Es de alguna manera un amante o
un enamorado. ‘Afición’ es esa especie de amor que hace que alguien vuelva una
y otra vez a visitar la misma casa, a leer la misma línea de un poema, a
escuchar una misma frase musical. El simple ‘esto me place’ sería la expresión
de aquel sentimiento. Pero la inevitable indeterminación del ‘esto’ lo obliga a
reiniciar su búsqueda o a frecuentar los lugares en los que podría producirse
su irrupción (2020:14).

 

Mi
afición por esas inminencias podría continuar con otra escena de montaje que
también involucra a Ocampo con Quignard y Cage. Se trata de la novela póstuma Lo
mejor de la familia
, también compilada en Las repeticiones y otros
relatos inéditos,
y el relato “La música de la lluvia” de Y así
sucesivamente
(1987). Como Cage, los pianistas de estos textos colocan
papeles de seda en los martillos del piano antes de comenzar a tocar. Como a
Quignard, su sensibilidad les pesa extremadamente de diferentes maneras. Sin
embargo, me gustaría dilatar esta vuelta, retornar a esta experiencia en otro
escrito y seguir, entre exaltada y silenciosa, enamorada de la indeterminación.



 

 

 

Bibliografía

Cage,
John (2013). Indeterminación. Buenos Aires. Zindo & Gafuri.

González,
Darío (2020). El arte como interrogación. Estética y meta-estética.
Rosario. Nube Negra.

Ocampo,
Silvina (2012). Los días de la noche. Buenos Aires. Lumen.

—.
(2016). Las repeticiones y otros relatos inéditos. Buenos Aires. Lumen.

Quignard,
Pascal (2014). Las sombras errantes. Buenos Aires. El cuenco de plata.

—.
(2021). El odio a la música. Buenos Aires. El cuento de plata.