(Leyenda: texto leído en el panel “El Ser de
Saer. Cómo lo sagrado viene al lenguaje” el 13 de agosto de 2022, organizado
por Fundación Centro Psicoanalítico Argentino).

 

En 1994, Juan José Saer publica su décima
novela, La pesquisa. En ese entonces, a los lectores de esta obra pudo
haberlos desconcertado. Un lector que no conociera su obra podía disfrutar del
policial y tal vez aburrirse de la parte específicamente saeriana del relato,
que en apariencia era una historia desvinculada de la trama de enigma. Un
lector saeriano, en contraste, se impacientaba con el relato de género y
respiraba tranquilo cuando el policial se absorbía en la historia y el universo
propios del escritor. La crítica habló de parodia, de deconstrucción, de
alegoría, de lectura política, subordinando la trama de enigma a la
indecidibilidad característica de esta obra.

En efecto, tomarse el policial en serio y
desprenderlo de la trama propiamente saeriana parecería algo ingenuo. No
obstante, puede hacerse. En primer lugar, porque la historia policial no
necesita de la otra historia para plantear problemas propios de la poética del
autor. En segundo, porque la historia misma posee una dimensión que, si se la
atiende, rebasa el género. En la historia policial, un serial killer asesina
ancianas. Las tortura, las viola y las descuartiza. El sentido de los crímenes
seriales puede desentrañarse si se apela a la clave psicoanalítica, que la
novela misma ensaya al final. La locura es la explicación razonable cuando no
es posible establecer un sentido a una serie de hechos extraordinarios.

Ahora bien, los asesinatos seriales pueden
tener otro sentido, tal vez más inquietante. Para ceñirlo, es necesario tomar
literalmente lo que, a causa de la voz narrativa del relato, a cargo de uno de
los personajes, puede parecer en principio como un modo retórico de decir. En
este registro, el asesino es un animal, un demiurgo, un dios, una sombra… El
proceso de tortura y descuartizamiento, un ritual. El asesinato, un sacrificio.
Los sueños de uno de los posibles culpables convocan una serie de diosas
antiguas de la mitología griega. Esas diosas pueden evocar psicoanalíticamente a
la Madre pero también pueden implicar una dimensión arcaica que desborda al
sujeto individual e incluso humano. No solamente son diosas femeninas, sino
también pre-olímpicas: Quimera, Caribdis y Escila, Gorgona. Es decir, diosas
que evocan una anterioridad respecto de los dioses masculinos de la Razón y del
Imperio. No casualmente la novela empieza con el rapto y la violación de la
ninfa Europa a manos de Zeus convertido en toro blanco.

El individuo de la ciudad europea y moderna,
entre los cuales el asesino elige sus víctimas, es sometido a una especie de
sarcasmo. La historia transcurre en París poco antes de Navidad. Los europeos
son descritos como sujetos atrapados por el mercado y la televisión, que han
convertido la fiesta religiosa en una inauténtica divinización del Capital. En
este contexto, el serial killer es un enemigo de la sociedad establecida. La
novela dice que el asesino vive en una dimensión contigua al de las apariencias
de este mundo. Patologizarlo es lo más fácil: pensar que esa dimensión es la
locura. Pero sabemos, por lo menos desde Michel Foucault, que la locura no es
una dimensión otra. La última anciana asesinada se llama Madame Mouton, es decir,
“cordero”. Esa otra dimensión puede ser entonces sagrada. Mientras la
sociedad europea moderna vive en un mundo profano, un mundo de utilidad y de
cálculo, de sentido y de razón, el serial killer vive en un mundo sagrado, de
gratuidad y de gasto, de sinsentido y de destrucción. Él mismo no se afirma
como individuo: no es nadie, es una sombra, una fuerza inhumana, desaparece en
su acción, no se afirma en ella sino que más bien se arruina, se dilapida, se
borra. Como el asesino de Nadie nada nunca, publicada catorce años
atrás, es Nadie.

La narrativa de Saer explora diferentes formas
de experiencia sagrada. En Cicatrices y en Responso, se trata del
juego. En la primera, el jugador o ludópata, Sergio Escalante, un ex abogado
peronista, contrasta con su amigo, el abogado comunista Marcos Rosemberg. Éste
encarna la dimensión profana en el sentido de un mundo de fines y de medios. Lo
que significa que el mundo profano no es necesariamente algo indeseable sobre
lo que recae la crítica, algo a lo que es menester restituirle su dimensión
perdida. Aquí no es el mundo de los seudo-individuos de La pesquisa. Por
el contrario, es un mundo que se concibe en términos de transformación
político-social. Para Rosemberg, como para cualquier comunista de los años
sesenta, se trata de herramientas y de objetivos. El fin es uno solo, la
transformación de las relaciones sociales y económicas. Para Escalante, en contraste,
no hay medios ni fines. El juego no es un medio para un fin; por ejemplo, ganar
dinero. Cualquier jugador auténtico sabe que no se juega para ganar. El juego
es un fin en sí mismo: se juega para jugar. No se distingue el medio del fin. Este
sentido de la palabra “juego” (la “timba”) guarda la connotación del juego
infantil o del juego de azar. El jugador, en todos estos sentidos, no se
pregunta por qué juega. En el juego, el sujeto es simultáneamente objeto, o no hay
ni sujeto ni objeto. Jugar es no tanto ejercer una acción como entregarse a la
acción de una fuerza extraña, ajena.

Hay un momento en la novela en el que Escalante
describe y analiza dos modos de jugar. Uno, racional. El otro, irracional. El
racional consiste en establecer series probabilísticas que disminuyan el azar. En
una ruleta, si compruebo que sale el rojo durante, digamos, diez jugadas, es
muy probable que en la decimoprimera o en la decimosegunda salga el negro. ¿Cuántas
veces, en efecto, puede salir, de manera seguida, el rojo? El modo irracional,
en cambio, es puramente intuitivo. Se maneja por corazonadas o pálpitos,
implica la simpatía o antipatía de los que mueven la baraja o la ruleta, atiende
a la apreciación subjetiva del entorno.

Ahora bien, después de esta descripción, el
mismo Escalante concluye que, al fin y al cabo, los dos modos de jugar son
irracionales. Porque podría pasar que el rojo en la ruleta saliera durante mil
jugadas, podría suceder que no volviera a salir el negro hasta el fin de los
tiempos. ¿Es probable? No, no lo es. ¿Es imposible? Tampoco. Porque la
alternancia entre rojo y negro no es necesaria, sino contingente.
Esta conclusión no borra, de todos modos, esas misteriosas leyes provisorias
que el jugador se da para que el azar lo favorezca. Es decir, el primer modo de
jugar, aunque no puede ser llamado racional en sentido estricto, tampoco es
irracional. Abre, dentro del mundo de leyes racionales, es decir, humanas, un
mundo paralelo, en el que otras leyes, que también lidian con el caos, son las
que rigen (en los juegos de azar eso se llama “martingala”, pero en el deporte
se habla, significativamente, de “cábala”). Para el que no juega, el mundo al
que se entregan los que juegan carece de sentido. “No entiendo nada de tu vida”
le dice Rosemberg en una escena. Para el que no juega, los que juegan pierden
el tiempo. En el niño es tolerado, pero la actividad lúdica de un adulto es
vista como algo patológico o anómalo. Para valorarlo hay que dotarlo de sentido.
Si el adulto juega un deporte, es correcto, porque es sano, hace bien al cuerpo
y a la mente. Si juega en sus ratos de ocio, es bueno, porque permite
desconectar, desenchufarse del día y, actualmente, de los dispositivos
electrónicos: por ejemplo, practicar un juego de mesa, que muchos terapeutas
hoy recomiendan.

Pero esta defensa sigue estando del lado del
mundo profano. Por el contrario, cualquier jugador admitiría el reproche, pero le
invertiría su valor negativo: en efecto, jugar es perder. De eso se
trata. Perder el tiempo, el dinero, la subjetividad. Incluso aunque el juego se
vuelva espectáculo. Cualquier hincha de fútbol sabe lo que sabe el ludópata:
que se sufre más de lo que se disfruta. O, mejor, que se trata de una
experiencia en la que el placer y el sufrimiento se dan mezclados, en la que no
se trata de placer y de dolor, sino de intensidad. Y así como el hincha de
fútbol desprecia al mero simpatizante (aunque comprenda al que no le interesa
el fútbol), así el jugador auténtico desprecia al jugador calculador (aunque
comprenda que mucha gente no esté interesada en el juego). En efecto, el verdadero
jugador no se retira de la mesa por haber ganado mucho dinero. ¿Qué ley dicta
que no puede retirarse? El honor. Pero ¿de dónde sale el sentido del
honor en un ludópata? Este valor permanece como un enigma.  

 En su interrogación
antropológica, la experiencia sagrada de la obra saeriana es, desde luego, El
entenado
. Trata de un huérfano que se conchaba como grumete y llega a la
América recién descubierta. Vive diez años con una tribu caníbal y cuando
vuelve a Europa se siente melancólico y aislado. Aprende a leer y a escribir
gracias a un cura y al final de su vida escribe sus memorias. Los colastinés,
la tribu americana, nos cuenta el antiguo grumete, hace su fiesta todos los
veranos: sale de cacería, regresa con un grupo de cuerpos humanos (excepto uno
al que dejan vivo y devuelven al año), preparan un asado de carne humana,
realizan una gran comilona, se escabian y tienen una gigantesca orgía. El resto
del año, después de curarse de los daños colaterales de esta práctica, se comportan
con pudor y hasta con gravedad, mucho mejor que un europeo civilizado.

Es interesante que el narrador afirme no haber
comprendido a los colastinés y, en efecto, no los comprende. Creo que es el
gran mérito de esta novela, que Saer haya concebido un narrador que pusiera en
escena la incomprensión de su propia historia y la volviera experimentable. El protagonista,
un asceta, un puritano, que casi no practica el sexo, que no participa de las
orgías, que acumula dinero en la última etapa de su vida, que, siendo entenado,
forma a su vez una familia adoptiva, este narrador, valoriza la vida austera de
los indios durante el otoño, el invierno y la primavera, y se muestra angustiado,
conmovido, por la vida de la tribu durante el verano.

Es esto lo que escapa a su comprensión: él
piensa que la orgía estival apuntala la vida austera del resto del año y que
esa existencia es más humana que la inhumanidad del individuo europeo,
colonizador y genocida. Pero se equivoca. Es al revés. Es el tiempo de
privaciones, el tiempo profano, lo que apuntala la experiencia sagrada de la
fiesta, en la que la dilapidación es, ante todo, un gasto de subjetividad, una
restitución de la comunidad. Por supuesto que tampoco los colastinés lo
entienden así. No lo entienden de ningún modo: como el jugador, no se plantean
ninguna pregunta por el sentido. Ni siquiera parecen planearlo, porque no obedecen
al orden del proyecto. En un sentido político, los colastinés constituyen una
comunidad precisamente porque no se cierran como sociedad. No tienen jefes, son
cazadores y recolectores, no tienen religión, no practican artes, están
desnudos. No constituyen ningún gobierno ni Estado, no someten a otras tribus.

Esta apertura de la comunidad es lo que explica
la presencia cíclica de un extranjero. No es que el narrador sobreviva para
poder contar la historia de los que después van a desaparecer. Esta interpretación
testimonial solo puede hacerla un civilizado, un europeo. Es eurocéntrica y
narcisista, porque el entenado es el único europeo que goza de la hospitalidad.
Todos los otros son indios de otras tribus y ellos no van a contar después
nada, ninguna historia, porque también van a ser aniquilados. La supervivencia
del cautivo, que tanto intriga al narrador, es solamente la prioridad que la
comunidad le da a la alteridad. El otro, incluso el enemigo (sobre todo
el enemigo), se incorpora como una parte de la comunidad. Se lo incorpora
comiéndolo, pero también permitiéndole vivir, incluso dándole una estancia
fastuosa.

Los indios practican una hospitalidad sin
condición. No piden pasaporte ni le preguntan al entenado de dónde viene. Por
el contrario, celebran su llegada. Se arriesgan a la visitación, lo que puede
amenazar y destruir su mundo, lo que finalmente sucede. Al narrador, además, lo
sorprende la actitud altiva de todos los otros cautivos. Es parte de la misma
incomprensión. Si se muestran intratables, es porque los colastinés depositan
en ellos la soberanía que gastan en cada fiesta estival. El cautivo o, mejor,
el huésped, es el rey que los colastinés nunca tendrán, porque renuncian a toda
erección cefálica, incluso la de cada uno de ellos como individuo aislado y
separado. Sin darse cuenta, el narrador, al fin y al cabo un europeo, un sujeto
civilizado, un individuo, en el alba del sujeto moderno, al escribir sus
memorias, revive cíclicamente la experiencia comunitaria, porque la escritura
también es una experiencia sagrada. El libro, el que se entrega a la imprenta
(el narrador les enseña ese oficio a sus hijos), es el producto profano, lo que
va a circular como objeto de intercambio, mientras que la escritura, la
repetición ritual de cada noche, es lo irreductible a la representación y a la
trasmisión, siendo más bien la respuesta a la experiencia comunitaria.

De ese pasado arcaico, al individuo
contemporáneo, además del arte, no le queda mucho. El asado argentino bien
puede guardar un resabio de aquella experiencia. No es casual que en la obra saeriana
suela conectárselo con connotaciones rituales, religiosas y míticas. En El
limonero real
, el cordero de Año Nuevo alude al sacrificio de Abraham, así
como al duelo imposible por el hijo muerto. En Glosa, los moncholos a la
parrilla evocan el telurismo del habitante del campo y de las islas, una
nostalgia que los citadinos, aunque irónicos, parecen sentir. En Nadie nada
nunca
, que también cuenta la historia de un serial killer, pero de
caballos, se sugiere, oníricamente, un asado tabú, el del animal tótem en el
que recae la violencia de la tortura y la aniquilación.

En la ciudad moderna, aunque se trate de una
pequeña ciudad de provincia (o justamente porque se trata de una pequeña
ciudad), la comunidad ha sido reducida al grupo de amigos y, como corresponde a
su época, amigos varones. En “Algo se aproxima”, el último relato del primer
libro de Saer, el asado, la conversación, el mero estar en compañía, de los dos
amigos, deja afuera a las dos mujeres, que asedian en vano. La conversación no
lleva a ninguna parte, está hecha de sobreentendidos y de hilachas, de lagunas
y de silencios. En la primera novela que Saer escribe, La vuelta completa,
el individuo solitario deambula por la ciudad, sin ninguna finalidad más que el
deambular mismo. La comunidad masculina, o bien es sedentaria y charlatana, o
bien es nómade y silenciosa.

En Glosa, Saer hace coincidir el
deambular y la conversación. Esta superposición de dos actividades gratuitas,
de puro gasto, que estaban hasta entonces separadas, constituye la originalidad
de esta novela, que narra eso, una caminata de dos personajes por la ciudad
saeriana durante veintiuna cuadras y cincuenta y cinco minutos. En este punto,
es necesario distinguir la caminata del paseo. En el paseo, hay un fin, así sea
recreativo o contemplativo, terapéutico o turístico. La caminata saeriana no es
un paseo, en el sentido de que no recorre una ciudad con la mirada del sujeto
distendido o extranjero, sino que constituye un ejercicio de habitación de lo inhabitable,
una trasmutación del espacio familiar en lugar extraño. En Glosa, la
caminata es una excusa para la conversación y la conversación, una excusa para
la caminata. Confluyendo, una dispensa a la otra de su porqué, de su sentido,
de su motivo. La novedad respecto de las otras conversaciones zumbonas entre
personajes masculinos es que en esta novela los protagonistas no son amigos. Esto
los libera de la cerrazón sectaria del código fraterno, que amenaza cerrar la
comunidad abierta en una sociedad que expulse la alteridad. De ahí la oposición
entre Ángel Leto, el joven e inexperto, desprolijo e inseguro, y el Matemático,
fuerte, atlético, plantado, maduro. El encuentro, que no tiene antes (ellos
apenas se conocen de vista o de oídas), tampoco tiene después. Esas veintiuna
cuadras compartidas constituyen un acontecimiento. Ninguno llega a conocer al
otro y, sin embargo, tampoco permanecen extraños. Nada se funda y, sin embargo,
o por eso mismo, la caminata permanece como la experiencia por antonomasia, lo
que escapa al orden del proyecto, de lo conocido, y lo que no pudo reducirse
como ningún saber, ningún objeto que pudiera ser dominado.  

En la obra de Saer, esto instantáneo y cada vez
perdido se identifica con la felicidad, que nunca se da en presente. Es un don,
pero uno que no da nadie, solo dado en cuanto perdido, una voluntad de suerte,
o de chance, como la que asedia la novela posterior: La ocasión. La
condición paradójica de la ocasión es que no se da nunca. Como la felicidad, es
retrospectiva: tuve la ocasión porque no la tuve, porque no la aproveché y solo
lo supe después, cuando pasó y ya no es. Borges lo ha escrito con toda acuidad:
“Solo se pierde lo que realmente no se ha tenido”.