Una
voluminosa cantidad de manuscritos de Osvaldo Lamborghini se encuentran fácil
en la web, para consulta del que quiera curiosear, en el Archivo IIAC de la
UNTREF. De los de César Aira, en cambio, no hay ni rastros. Entrega sus cuentos
de hadas dadaístas a sus editores en archivos digitales. Los manuscritos, dice
en una entrevista, los tira a la basura. Ambos, escribas de ley, se dan a la
práctica de la máquina de vaciar con útiles con algo de anacrónicos. Uno con lapiceras
baratas, el otro con una Vuitton emparchada en piel de cocodrilo, el obstine
por darle a la mano como chicos o chinos ciegos con pincel es el mismo.
Del
manuscrito lamborghíneo, Aira anota que “era menos una escritura que una
caligrafía, una «puesta en página» de índole pictórica”, así como los postrer
cuadernos arrastraban más allá, a “una «puesta en libro» en busca de la tridimensionalidad
que le faltaba a la página”. Ya instalado definitivamente en Barcelona, pedirá
a Hanna Muck, su última mujer, útiles de los que usan los chicos en la escuela.
Aira, en cambio, declara tener “una colección de Montblancs, otra de Oma, hasta
una Louis Vuitton de cuero de cocodrilo”. Podría ser una boutade, pero,
¿qué más serio que Aira usando de pluma un cocodrilo? Aunque
cuando se trata de los muchachos estos una ya no sabe si hablar de pluma o de
pincel. Se escriba con baratijas o joyas, el resultado es análogo: “A veces he
pensado si lo mío no se parece más al dibujo que la escritura”, concede Aira en
una entrevista, y sigue: “Todo lo mío tiene un componente visual muy grande (…)
Al final de cuentas me parece que estoy haciendo un dibujo cada día”.
La política
del manuscrito está en malos términos, aparentemente, con la publicación. La
edición “anulaba el tiempo del proceso, lo comprimía hasta congelarlo en imagen
mental”, borrando toda la “carga de presente” y la “rara belleza” del
manuscrito, dice Aira sobre Lamborghini. Pero, cuando se trata de hablar sobre
él, afirma que, una vez escrita la obra y procesada en un ordenador, tira los
manuscritos. Entrevistado por María Moreno, retoma esta aparente paradoja:
Es curioso, ahora que me lo hacés pensar, yo sostengo que en el trabajo
literario, o artístico en general, lo que vale es el proceso, no el resultado.
Y, sin embargo, me ocupo de borrar metódicamente las huellas del proceso,
haciendo desaparecer todas las notas y manuscritos. Quizás no sea
contradictorio, si la intención es hacer que todo sea proceso, sobre todo el
resultado, y que nada distraiga de eso. (2009)
Dos
modalidades: el presente como proceso y el proceso como resultado. En cualquier
caso, lo fundamental, para Aira, es “el papel y la mano”. Argumenta: “yo pienso
que la escritura manuscrita es la base de la civilización” (2017). Pero a
Moreno (“sé que mentís y, encima, decís que mentís de acuerdo a la invención
del momento”) le dice que “la escritura siempre ha sido un gusto”. Y a Alan
Pauls, que “el ejercicio neuropsicomotor de la mano con la lapicera lo hace
todo por mí”. Habla de sus cuadernos: lisos, sin renglones, espiralados,
proveídos por la Casa Wussmann, la misma que fabrica los billetes para la Casa
de la Moneda, que elige porque su papel “hace que la tinta corra bien”, de modo
tal que pueda, él, escabullirse en la tardanza.
Desde
noviembre de 1984 hasta su muerte en noviembre de 1985, Lamborghini se dedicará
casi exclusivamente a confeccionar cuadernos artesanales que con la asiduidad
del ritual dejará, de forma casi invariable, vacíos. Apenas un requecho, un
polvillo: un par de líneas de literaturgia que ya no arranca, algún dibuyecto
(los términos son del autor). Desde que comenzar era un lamentable seguirla,
Aira se desentiende de los finales. La frecuencia de su publicación está regida
por el tempo de la balacera interminable. Los dos, el sino empecinado de la
vida dedicada a eso. El nuevo arte de deshacer libros.
Escabulléndose
la pasaban, Aira y Lamborghini, cansándose en partidas, dedicados a publicar lo
que nunca escribirán. Porque si la escritura, como dice Aira, “es el puro
ejercicio”, el darle a la maño como Niño Taza es todavía más radical: raye
físico por la mera inscripción. Nuestros contemporáneos mejores son, como
corresponde, los más antiguos. Vanguardia mediante, su praxis es el lento
desmantele de las paredes de las cuevas de Qumrán. El astiye.
En su
prólogo a la primera edición de Novelas y cuentos, Aira llama la
atención sobre un “dedo señalando hacia arriba, entre fálico y tipográfico”,
presente en diversas figuraciones en la portada de El fiord (1969) y Sebregondi
retrocede (1973). Menciona también una novela, Las hijas de Hegel (1983).
Entre paréntesis, apunta que Lamborghini “no se preocupó siquiera por
mecanografiarla”. Lo acota en función de señalar que no se preocupó por su
publicación. Pero una, arreada por la madrina de tropilla del corte, se ve
tentada a sugerir, a secas: “lo acota en función de señalar”.
En otra
parte, Aira, escribiendo sobre el alumbramiento de la palabra “tento” en el Sebregondi,
señala que reposaba en un diamantino líquido amniótico dominado “menos
por el agua que por el alcohol”, de aquellos acontecimientos definitivos en que
“se conjugan la fluidez y la fijeza, y lo hacen en el brillo” (9). Sabemos, con
Héctor Libertella, que el agua es mucho más beatífica para el manuscrito que la
luz estúpida del sol de la interpretación.
Como los
puentes se tienden de cualquiera manera, hay uno entre 1988 y 2014. En el
prólogo de Novelas y cuentos Aira habla de “un viejo obrero jubilado”
(10), Antonio Porchia, que, acota Lamborghini, “estaba loco”. En el texto de El
sexo que habla las cosas van de lo mismo a lo mesmo. Partición del
porchia-designio, allí Aira refiere a “el obrero despedido de la fábrica, o el
jubilado que se aburre” y “se pone un tallercito” (26). Esta vez, el mismo
Osvaldo. Para inscribir ese raro artefacto titulado Teatro Proletario de
Cámara.
De este
volumen dice Aira algo que quiero suscribir. Dice: “el acento está puesto sobre
la visibilidad hardcore”. Visibilidad hardcore es un hallazgo a
todas luces brillante para aludir a esas imágenes de porno ultrasoft y
teatralero. Porque precisamente lo hardcore está en la presencia
imponente de esos cuerpos exentos de la tensión que toda la obra de Lamborghini
labró a partir del uso de la violencia. Pero hay algo más. Aira señala que en
el Teatro Proletario “han desaparecido los niños”. Pero hay un niño,
creo, que está allí. Esperándolo. A él, digo. Precisamente.
Es el niño
de la última imagen que cierra el volumen. Es un dibujo hecho con lápiz negro.
El niño abraza a una mujer. La ropa de la mujer, sobre todo la manga, exhibe
unos incrustes circulares en lapicera. La cosa granderedonda no tiene nada que
hacer aquí. Son esferas dadas a la irregularidad de una pedrería incierta, con
algo de fósil marino. Donde “se conjugan la fluidez y la fijeza, y lo hacen en
el brillo”. Como si el brazo ortopédico del marqués de Sebregondi hubiese
cambiado de sexo y, en la volteada, se tornara orgánico.
La manga
se detiene en una mano redondeada, blanca, con un índice de corto alcance que
señala, no ya al cielo, como en las portadas de los primeros dos libros de
Lamborghini, sino al suelo. Pero, a diferencia del retrato de la Duquesa de
Alba, pintado por Goya, la duquesa lamborghínea no señala el nombre del autor.
Tal vez sí la arena. La arena de verdad. Esa que pisan los camellos.
Quizá esa
sea la materia de lo que los escribas inscriben. Brillo de fluidez y fijeza. O
nada: esta espuma.