Mucho antes de que me interesasen como
objetos de estudio e investigación, como temas para la composición de ensayos
críticos, las escrituras de vidas reales (los géneros autobiográficos) me
atrajeron como lector, intensamente. Me aficioné a la lectura de diarios,
correspondencias, memorias y autobiografías, como otros a la novela policial o
a la ciencia ficción, con entusiasmo siempre renovado. Tanto es así que hasta
mis elecciones profesionales más significativas respondieron al influjo de
estas pasiones lectoras. El interés por el ensayo, como tema y “método” de
trabajo, estuvo ligado, desde un comienzo, a la idea de que, en el campo de las
humanidades, el saber procede según su forma, pero también al costado
autobiográfico del género: el ensayo como testimonio y rememoración de lo que
ocurrió mientras leíamos, como tentativa de revivir, con los recursos de la
teoría y la argumentación, los afectos implicados en los encuentros con la
literatura. Que después de un tiempo de ejercicio profesional, me terminara
convirtiendo en “especialista” en las escrituras del yo, fue menos el resultado
de una decisión estratégica, que la consecuencia inevitable del interés por
responder, mientras escribo, a lo que vigoriza mis módicas posibilidades de
pensar y sentir. (Las comillas irónicas de las que pende “especialista”,
permiten que me identifique con una profesión de fe que deslizó Fernando
Savater en su autobiografía: “Nunca me especialicé, o mejor dicho, nunca dejé
de permanecer especializado en mí, en lo que me emocionaba, divertía o
estimulaba”).
Mi interés en las
escrituras del yo, como crítico que recuerda e interroga las lecturas que lo
conmovieron, no es ajeno al valor documental del que suelen cargarse los textos
autobiográficos, pero reposa sobre todo en la dimensión performativa del acto
de escribir la propia vida, en las transformaciones que sufren los procesos
vitales por la intervención de las escrituras de sí mismo. De un diario o unas
memorias, me atraen sus posibilidades de registrar y narrar vivencias
personales, proyectando sobre la esfera de lo público la luz sutil que brota de
lo privado, pero lo que en verdad me conmueve y me arroja a las venturas de la
imaginación conjetural, son los modos en que una notación circunstancial
o el recuerdo de una escena pueden manifestar las experiencias íntimas que los
recorren casi imperceptiblemente. Parafraseando una sentencia del filósofo
español José Luis Pardo, se podría afirmar que las inclinaciones íntimas
del autobiógrafo, secretas e intransferibles, son lo que ni la notación
ni el relato de las vivencias personales pueden capturar directamente porque
son la fuerza impersonal que mueve a un sujeto a escribirse. De la presencia
misteriosa de lo íntimo dependería entonces el efecto de autenticidad de una escritura
autobiográfica (más allá de su verdad documental y de las inevitables
imposturas a las que nos expone el narcisismo), la certidumbre que gana al
lector de que la vida es eso que las palabras no pueden pero querrían decir.
Escribir la propia
vida puede ser también una forma de vivirla. Para abrirse a lo desconocido y
perderse en lo indeterminado, o para preservarse idéntico a través de la
objetivación. Estas dos tendencias coexisten en todas las escrituras
autobiográficas, las distingue la mayor o menor fuerza con que se ama el
devenir de la vida, y lo que antes identifiqué como efecto de autenticidad
dependería de la preeminencia del primer impulso sobre el segundo. Un ensayo
notable de María Zambrano sobre el género de la confesión –encontrarlo fue
providencial para el desarrollo de mi trabajo– expone los alcances éticos de
esta diferencia. Zambrano propone una teoría de los géneros literarios que
remite sus diferencias a las distintas necesidades de la vida que les dieron
origen. “No se escribe ciertamente por necesidades literarias. Sino por la
necesidad que la vida tiene de expresarse”. Y no son las mismas necesidades las
que se manifiestas a través de una novela autobiográfica o una confesión. En
este contexto, la confesión es la máxima acción que se puede ejecutar con
palabras ya que apunta al encuentro de vida y verdad, es decir, a la
transformación de quien se confiesa, de quien se expone activamente al
encuentro con algo verdadero sí mismo, hasta entonces desconocido o denegado
(su íntima diferencia, como si dijésemos, su propia impropiedad). Lo esencial
es que para Zambrano la verdad pura, despojada de falsificaciones, tiene la
capacidad de enamorar y hacer más activa la vida, no la de limitarla o
inhibirla. La vida en curso de transformación y ampliación radical de sus
posibilidades es un proceso impersonal, ya que presupone el goce por la pérdida
de sí mismo. En este sentido, porque revela cierta complacencia consigo mismo,
Zambrano opone al impulso confesional la voluntad de “novelarse
autobiográficamente”, una de las más “graves” decisiones artísticas, ya que el
arte tiene que ser salvación de narcisismo, y la objetivación estética de uno
mismo sería puro narcisismo y aniquilación de lo posible.
El deseo de
configurar, con los recursos casi siempre torpes del ensayo crítico, los actos
autobiográficos en los que un sujeto se desdobla y, sin dejar de ser él mismo,
se convierte en otro, más verdadero, por abrirse a la afirmación de lo
indeterminado que condiciona su existencia; este deseo propio de un crítico
moralista fortaleció el interés por las formas y las funciones del diario
personal, el género que mejor se prestaría al cumplimiento de actos
confesionales, aunque –o tal vez, porque– es el más favorable al cultivo del
egotismo. Antes de que despuntase con fuerza este interés crítico, los diarios
de escritor ya se habían impuesto como mi género autobiográfico preferido por
dos razones asociadas con los placeres de la lectura: porque su forma
discontinua produce un efecto de autenticidad autobiográfica potente (mayor que
el de la autobiografía y las memorias) y porque en su escritura se enlazan
ética y estética, las rutinas de la ejercitación literaria y la discreta
intensidad de los ejercicios espirituales.
Cada género
autobiográfico propone, por su misma forma, una determinada imagen de la vida,
un modo de comprometer afectivamente al lector a través de la identificación
con lo que presenta esa imagen. Transcribo una entrada del diario –ligeramente
irónico– que llevé en Facebook entre noviembre de 2014 y diciembre de 2015, con
algunos apuntes que aluden a la capacidad que tiene este este género de
hacernos sentir las pulsaciones de lo viviente a expensas de la integridad del
autobiógrafo:
8
de octubreMientras
preparo la charla de esta tarde sobre las deseables tensiones entre lo
confesional y lo novelesco en las escrituras autobiográficas, miro en YouTube
una larga entrevista a Francis Bacon (la charla está organizada por un taller
de artistas visuales: quise hacer los deberes). Bacon concede a la casualidad
un rol decisivo en el proceso de su vida y de su obra y reconoce varias veces,
sin imposturas, con lúcida aceptación, que nunca logró lo que perseguía:
representar –o presentar– los colores que se combinan en el interior de una
boca (la boca tensionada por el grito es, como se sabe, uno de los rasgos que
individualizan la obra de Bacon). Mientras preparo la charla, después de ver el
documental, me gana la certidumbre de que la narración o el registro de una
vida sólo pueden transmitir la sensación de algo viviente –como si dijésemos,
sensación de posibilidad–, si la escritura o la conversación que la tienen en
cuenta profundizan, o al menos señalan, la intimidad entre la idea de
«existencia humana» y las de «indefinición»,
«azar» e «incumplimiento». De lo contrario, porque se ama
más a la persona (auto)biografiada que a la vida, se cuela la idea de
«destino», asociada a las de «permanencia», «continuidad»
y «logro», y se terminan narrando o registrando existencias
ejemplares –vidas paradigmáticas–, que lo único que pueden transmitir, más allá
de lo que representan, es sensación de cosas muertas.
Las autobiografías
casi siempre fracasan en el intento de reanimar el pasado, porque operan
retrospectivamente, desde un presente de impostada fijeza (la conformidad del
escritor con lo que fue y está siendo su vida, a la que considera algo digno de
ser contado). Ni siquiera la infancia, que es por definición el reino de lo
indeterminado y las metamorfosis aleatorias, queda a salvo de la inmovilidad:
la apropiación autobiográfica solo repara en lo que anticipó el porvenir como
consumación de un destino memorable. Incluso si fueron escritas con ánimo
expiatorio, para reconstruir las condiciones que desviaron la existencia por
caminos errados, las autobiografías apuestan en principio a despertar la
admiración del lector, ofreciéndole el espectáculo de la integridad moral –la
honestidad, el coraje– de quien rememora. (Es el caso de Regreso a
Reims, de Didier Eribon, por mencionar una lectura reciente.) Los diarios,
en cambio, al presentar la vida como un proceso in medias res,
pautado por la dinámica del recomienzo incesante (la insistencia de lo que no
tiene causa ni fin), absorben el interés del lector hacia una experiencia en la
que importan tanto las continuidades significativas, como lo que se deshace, se
pierde o se olvida, a veces porque sí, sin trascendencia.
Un ejemplo: el
joven Tolstói concibe la práctica del diario íntimo, que en su caso toma la forma
del examen de conciencia, a la manera de un ejercicio de la verdad destinado al
autoperfeccionamiento, a la constitución de sí mismo como sujeto moral. A veces
el registro seriado de las faltas se convierte –antes los ojos del
lector, que pueden ver más y más lejos que quien vive– en un medio para que el
diarista experimente la no-verdad de lo que considera verdadero, la
indeterminación extramoral de los impulsos que lo gobiernan. Durante los
primeros meses de 1855, casi todas las mañanas, después de haber consignado las
pérdidas alarmantes de la última noche, Tolstói anota su firme propósito de no
volver a jugar, como si en la jornada anterior no hubiese quedado registrado lo
mismo. Así, el “cuaderno de debilidades”, que puso al servicio de su imperecedera
y siempre inobservada voluntad de corrección, se convierte en un testimonio de
cuánto lo apasiona dilapidar los bienes familiares, más acá de la sanción y el
propósito de enmienda, y también en un recurso para experimentar el goce
incomprensible de otros despilfarros, los del tiempo y la convicción moral
necesarios para escribir cada entrada.
Cuenta Julia Ramón
Ribeyro, en la nota que precede a La tentación del fracaso, que se
aficionó a la lectura de diarios íntimos en la adolescencia, cuando descubrió
el de Amiel en la biblioteca familiar. La pasión no declinó con el tiempo y lo
terminó convirtiendo en coleccionista y un buen conocedor del género. Recuerda
que siempre leyó cuanto diario caía en sus manos: “diarios de poetas, de
pintores, de músicos, de políticos, de viajeros, así como de cortesanas, de
policías o de rateros”. Como presunto “especialista”, estos recuerdos de
Ribeyro no puede menos que incomodarme: con excepción de los de Samuel Pepys,
algunos artistas plásticos y una ex-paciente de Lacan cautiva de la sugestión,
solo leí diarios de escritores, a veces de escritores cuyas obras desconocía o
no me interesaban. Lo que me atrae de un modo casi excluyente es cómo se
implican en lo privado, según las inclinaciones íntimas que definen una ética
existencial, literatura, vida y vida literaria. El horizonte más
general para lo que ocurre en un diario de escritor lo delimita la
institución literatura -en la que el diarista busca hacerse o
conservar un lugar imaginario-, con su historia, sus taxonomías, las
condiciones culturales de su práctica, los debates en los que se confrontan
criterios de valoración antagónicos. En el corazón secreto de cada entrada, si
el lector entra en intimidad con la intimidad de quien la escribió, se pueden
escuchar las pulsaciones de la vida, la prosecución de los impulsos
de supervivencia que expanden o contraen al cuerpo en estado de escritura. Los
rastros de esas pulsaciones le dan una coloratura afectiva, un matiz ambiguo, a
las imágenes de sí mismo que construyen los escritores-diaristas para responder
a expectativas institucionales (como los rastros de la malquerencia que
debilitan y vuelven encantadoras las imágenes heroicas de Ángel Rama en pose de
intelectual latinoamericano; o el brillo misterioso que la confianza ciega en
sí misma le da a las figuraciones de Rosa Chacel como escritora fracasada). El
registro de la vida literaria, la pública y la privada, es lo primero que
vuelve interesante un diario por el hecho de que quien lo lleva sea un
escritor. Este registro expone los plegamientos y las desarticulaciones entre
el dominio institucional, que es donde el escritor se individualiza en términos
sociológicos y formales, y la insistencia de las inclinaciones afectivas.
Comprende realidades diversas, como los hábitos y los rituales propios del
oficio, los recursos para resolver las tensiones entre el deseo de repliegue y
la búsqueda de sociabilidad, los avatares de la escritura de la obra y las
incidencias de su recepción, las solidaridades y los conflictos entre las
búsquedas literarias y los ejercicios intimistas.
La necesidad de
darle una coartada teórica a la obstinación en una preferencia, me llevó
a acuñar el concepto de diario de escritor, a atribuirle a esta
expresión descriptiva un alcance conceptual que pudiese orientar el trabajo
crítico en determinadas direcciones. Cuando veo que otros colegas la usan
y mencionan alguno de mis ensayos como referencia, siento satisfacción, pero
también incomodidad, aunque el uso de pruebas de su eficacia, como si
estuviésemos en presencia de un equívoco, por haberse tomado demasiado en serio
algo que no fue más que una ocurrencia.
Por diario
de escritor entiendo un cuaderno en el que el registro de lo privado y
lo público aparece iluminado, de tanto en tanto, por una reflexión sobre las
condiciones y las (im)posibilidades del encuentro entre notación y vida, una
reflexión que el diarista sitúa desde un punto de vista literario. La
interrogación a veces se circunscribe a cuestiones retóricas (¿cómo nombrar un
matiz?, ¿cómo fijar el vértigo de lo circunstancial?), pero otras moviliza una
deliberación de alcances múltiples sobre qué tan eficaz puede resultar el
hábito (¿disciplina, pasión, manía?) de anotar algo en cada jornada. Incluso cuando
la relegan a los márgenes de su actividad y no la consideran parte de la obra,
la práctica del diario les plantea a los escritores problemas específicos de
técnica literaria, ligados a la conciencia que han adquirido de los poderes y
los límites del lenguaje cuando intenta presentar fragmentos de vida. Como el
horizonte de la publicación, y no necesariamente póstuma, siempre está
presente, al diarista-escritor también se le plantean inquietudes, propias de
un autobiógrafo, sobre las posibilidades o los riesgos de la autofiguración: ¿a
través de qué imagen se lo reconocerá, cuando se publiquen sus cuadernos, la de
un egotista impenitente, un moralista anacrónico, una asceta del estilo o un
experimentador –según la trillada metáfora del diario como laboratorio?).
Al hablar de punto de vista literario, pienso a la vez en exigencias
institucionales determinadas históricamente (no era lo mismo llevar un diario
de escritor en los años 60 del siglo pasado, como lo hizo Rodolfo Walsh,
presionado por la moral del compromiso revolucionario, que llevarlo en estos
días de egotismo triunfante, en los que hasta un profesor universitario se
atreve a publicar el suyo), y en los requerimientos del deseo de literatura
(deseo de un encuentro inmediato entre vida y lenguaje) que liga secretamente
al escritor con su obra.
8
de enero [de 1960]Relectura
de mi diario, un poco a vuelo de pájaro deteniéndome aquí y allá. Empecé por el
cuaderno más viejo: el del año 1950. (…)…es casi ilegible, salvo cuatro o cinco
páginas que no he tarjado. El cuaderno verde de Paris es interesante, pero
tiene mucha basura. (…) Las páginas de Mortsel están mejor. Sólo entonces
comencé a darme cuenta de que el diario formaba parte de mi obra y no solamente
de mi vida. Los mejores son los diarios de Berlín y de Lima a mi regreso. En
ellos creo haber encontrado el estilo del diario íntimo: un estilo apretado,
expresivo que interesa no solamente como testimonio sino también como
literatura. Si continúo por el mismo camino creo que mi diario, de aquí a algunos
años, será probablemente la más importante de mis obras. Esto no me alegra,
ciertamente.
Hay al menos dos
cosas para subrayar en esta entrada del diario de Ribeyro. La primera es que,
para un escritor, el estilo de los apuntes que registran vestigios de una
jornada supone un arte literario que, como cualquier otro, es cuestión de
aprendizaje. Los efectos de ligereza y espontaneidad, con los que se busca
transmitir la sensación del tiempo que pasa al margen de compromisos y
obligaciones, se consiguen después de años de ejercicio y casi siempre a través
de la práctica de un ascetismo sintáctico. Para conquistar un estilo literario
que no violente, con excesos retóricos, la discreción del transcurrir, el
diarista debe renunciar muchas veces a los recursos –laboriosamente adquiridos–
de la literatura. Lo hace, por lo mismo que lo define como escritor: el deseo
de capturar el paso de la vida a través del lenguaje. Algunos diarios de
escritor lo consiguen con una intensidad que muchas narraciones añoran. Pienso
en el caso de Rosa Chacel: lo que no siempre consiguió con las técnicas
exigentes de la novela moderna, lo alcanzó gracias al estilo apretado y la
estructuración discontinua e iterativa del diario: imprimirle al registro
circunstancial un “acento” o una “tónica” que muestran, más acá de los que las
palabras testimonian, el proceso de la vida como “cosa informe, trabada,
estrangulada” (25 de diciembre de 1956).
Lo otro para
subrayar en los apuntes de Ribeyro es la existencia del conflicto entre obra y
diario que se le plantea a casi todos los escritores-diarista. Están los que se
resisten infructuosamente a dejarse atraer por el deseo casi injustificable de
llevar un diario, para no dilapidar el tiempo y las fuerzas que deberían
dedicar a la obra. Toman notas para amonestarse por estar haciéndolo, o en
tiempos de sequedad creativa, para mantenerse flexibles y vigorosos. No es raro
que en algún momento los sobresalte la evidencia de que el ejercicio
compensatorio se convirtió en una vía propicia para la distracción, incluso
para el abandono, y vuelva a amonestarse. (Barthes escribió que el personaje
del diarista siempre en un “loco”; Piglia, que es un “clown”.) Por otro lado
están los que, como Ribeyro, aceptan que el diario forma parte de la obra,
porque también es literatura, pero lo hacen con resignación, como si fuese un
consuelo por no haber sabido resistirse, más que una auténtica convicción. No
es raro entonces que igual se encarnicen con el género, porque sustituye la
búsqueda de impersonalidad por la autocontemplación, como lo hace el propio
Ribeyro, que en otra entrada de su diario, la del 27 de noviembre de 1960,
llama al diario “enano maléfico y devorador”. Se diría que los únicos diaristas
más o menos conformes con la prosecución del ejercicio son los que, como
Virginia Woolf, sin desconocer su dimensión literaria, le atribuyen funciones
poco pretenciosas, meramente higiénicas, “como rascarse; o, si todo va bien,
como tomar un baño”. En su caso, el diario se convierte en obra casi por añadidura,
a través de un salto del registro chismoso a la imaginación extravagante, sin
haber padecido maltratos ni encarnizamientos.
En un ensayo sobre
el género, que lleva el sugestivo título de “Diálogo con un interlocutor
cruel”, Elias Canetti se pregunta “¿Qué sentido tiene [llevar un diario] para
quien lo escribe, es decir, para alguien que de todos modos escribe muchísimo,
porque su profesión es escribir?”. La principal estrategia crítica de la que
eché mano, una y otra vez, para ensayar lecturas de diarios de escritores
consistió en mantener abierta esta pregunta, activos el asombro y la curiosidad
que alientan su enunciación. ¿Qué acciones y qué pasiones despierta la práctica
del diario cuando la sostiene alguien que “escribe muchísimo”? Más que lo
específico de un género en el contexto de las llamadas “escrituras del yo”, lo
que siempre me interesó es la figura del diarista como alguien, o algo, que el
ejercicio de la notación incidental va componiendo, hasta darle la consistencia
de un carácter, mientras secretamente lo deshace en el flujo misterioso de lo
impersonal, cuando sus actos cobran, para quien los lee, valor de contraseñas.
En Canetti, la
pregunta por el sentido de los diarios de escritor es una artimaña retórica
para exponer el elogio, disfrazado de teoría, de la que él supone es su actitud
diarística. “En el diario uno habla consigo mismo”, para aligerarse de las
tensiones cotidianas y para alcanzar una conciencia lúcida de los procesos
interiores que oriente la acción; el yo imaginario al que se dirige el diarista
es tan paciente como insobornable, escucha con verdadera curiosidad, no
interrumpe, y como su papel es custodiar lo verdadero y censurar las
motivaciones espurias –la vanidad, la arrogancia-, desactiva drásticamente el
deseo de mentir. Basta con una cita del nada pretencioso Diario de Lord Byron:
el que busca ser sincero “se engaña a sí mismo más que a los demás”, para
impugnar la anacrónica ingenuidad de Canetti. No alcanza con no mentir para
decir la verdad; la falsificación es el destino y no una alternativa, opuesta a
la franqueza, de cualquier escritura de sí mismo. Y sin embargo el mito de la
sinceridad resiste, incluso entre quienes lo someten a los cuestionamientos más
rigurosos, porque acaso las posibilidades del intimismo dependan de su
supervivencia, más allá de lo que la razón filosófica o psicoanalítica
dictamine con argumentos irrebatibles.
Barthes dedicó uno
de sus mejores ensayos, “Deliberación”, al examen de las razones por las que ya
no resultaría conveniente apostar a la transformación del diario personal en
obra literaria. Según su juicio, “el intimismo del diario es hoy en día
imposible”, porque los escritores modernos reniegan del estatuto psicológico
del yo y se resisten a hablar de sí mismos en primera persona. La mención de
los nombres de John Cheever, Rosa Chacel y Julio Ramón Ribeyro, tres diaristas
extraordinarios, activos en el momento en que Barthes ensayaba su deliberación,
desbarata de un solo golpe el carácter evidente y reivindicable de la supuesta
caducidad del género. Los cuatro corrieron los riesgos de la autocomplacencia y
la impostura, a veces con placer, a veces con espanto, porque creían en
la necesidad del ejercicio autobiográfico aunque les sobraran
razones para encarnizarse con sus virtudes espirituales y temerle a su
prosecución. Lo mismo en lo que creyó el propio Barthes, mientras llevó un
diario de duelo después de la muerte de su madre. Al margen de cualquier
deliberación, la forma del diario se le impuso como la más apropiada para un
registro de las fluctuaciones anímicas que pudiera servirle para cuidar de sí
mismo, sin ánimo de reducir su aflicción, pero sí de alivianarla de
sentimentalidad. El ejercicio melancólico del diario le permitió ceñir la
rareza del duelo, examinar en detalle, hasta extrañarse de sí mismo, las
alternancias y las simultaneidades de emotividad y reserva, de ligereza y
desconsuelo. Le permitió vivir la aflicción activamente, no para hacer
literatura (la idea lo atemorizaba) sino para someter el dolor a la prueba
transfiguradora de lo literario.