Finalizaba la década de 1990, el
siglo XX y el Segundo Milenio después de la venida del Redentor. Hay quienes
auguraban el Fin de la Historia, el Apocalipsis, el Colapso de la Economía o
algún otro escenario de devastación y ruina para una humanidad cansada ya de su
propia autosuficiencia.

 

En este modesto país del Cono Sur,
llegaba el fin del Menemato y todo auguraba que no iba a desentonar en nada con
el cataclismo a escala mundial.

 

Corrían esos años de incertidumbre
cuando César Aira, completamente ajeno o, tal vez, completamente consciente del
ocaso humano, terminó de escribir una más de sus novelitas. La tirada fue breve y el libro quedó perdido en la vorágine de su literatura, olvidado,
convertido en mito. El texto original llevaba estampada, como momento cúlmine,
la fecha del 24 de enero de 1998; pero no fue hasta el año 2000 que finalmente
salió de imprenta.

 

Apenas un poquito más de 20 años
después, en un acto poco común en él (al menos que lo sepamos, o lo haya
dicho), el libro volvió a ver la luz en una edición revisada y corregida por el autor (y ahora sí editada a gran
escala). La fecha final estampada para esta revisión fue el 24 de mayo de 2018.

 

¿Por qué decidió Aira publicar revisado y corregido este libro y no
otros de sus obras inhallables, inconseguibles, incunables? ¿Qué tiene este
librito que no tengan los otros, para merecer una nueva oportunidad? 

 

Una conjetura se me revela en sueños:
¿no será Aira profeta de un nuevo momento apocalíptico? ¿Es nada más que una
coincidencia que el libro haya sido publicado en el fin del ciclo neoliberal
menemista y vea otra vez la luz en el final del neoneoliberal macrista? ¿No
será la publicación una solapada declaración política? ¿Será, por el contrario,
un pálpito cabalístico? ¿Tal vez, un deseo cifrado? Como dicen, la historia
ocurre primero como tragedia y luego como farsa.

 

Lo más obvio

 

Debo reconocer dos cosas:

 

1- Compré este libro no sólo por ser
de Aira, sino también porque venía con la leyenda “novela de ciencia ficción”
bajo el título (aunque ahora pienso que, tal vez, forma parte del título). Como
aficionado no fanático al género, me sedujo el dato que, por cierto, es más una
trampa que una afirmación cierta. Que las novelas de Aira sean o no novelas, ya
se ha discutido mucho; no es el momento para extendernos en eso. Que esta obra
en particular sea (autodenominada) de ciencia ficción vuelve a plantear el
debate sobre qué define un género que es tan abarcativo como inestable. Lo
cierto es que, como era de esperarse, las características genéricas (viajes al
espacio exterior, ubicación futurística, sistemas informáticos aún no
existentes, sociedades humanas evolucionadas (lo que no siempre significa,
mejoradas) están más al servicio de una reflexión sobre el arte, la escritura,
el hombre, que de un intento por innovar o continuar en la tradición del sci-fi. Eso parece.

 

2- El título del libro es un evidente
homenaje a “La guerra de los mundos” de H. G. Wells. Lo cierto es que a esta no
la leí. Ni tampoco vi las películas que la adaptan. Nada más puedo evaluar
sobre los parecidos y las diferencias entre estos dos libros. No faltarán
generosos investigadores especializados en literatura comparada para llenar
este vacío.

 

Fuera del tiempo

 

Es sabido que uno de los tópicos
recurrentes de la ciencia-ficción es la puesta en evidencia (o en conflicto) de
nuestra comprensión temporal. Relatos en futuros, generalmente, apocalípticos
como los clásicos de Bradbury, Orwell o Huxley; relatos que se valen del
recurso contrafáctico para contar qué
hubiera pasado si…
como sucede en El
hombre en el castillo de Philip K. Dick;
relatos que escapan a nuestra
lógica temporal y proponen una confluencia de las tres instancias del tiempo
lineal (pasado-presente-futuro) como El
fin de la eternidad
de Isaac Asimov, o Matadero
5
de Kurt Vonnegut.

 

El juego de los mundos se propone desde el comienzo mismo
como una revelación de lo ficcional de nuestra lógica temporal (o
temporal-lingüística), destruyéndola incluso
desde la primera oración de la novela:

 

“En una época remota del futuro se había puesto de moda…”.

 

Veo a varixs colegas, profesores de
Lengua, corriendo a buscar sus picas, sus antorchas y tridentes, alzándose en
armas por tan evidente falla en la coherencia interna de la oración. Si el
futuro es lo que viene después de ahora,
entonces ¿por qué el verbo está en pasado? Tal parece que, en este relato, el
futuro no es más una posición relativa del tiempo: el porvenir, lo que sólo
existe en los cálculos y proyecciones, sino que el futuro es un horizonte que
ya ha sido alcanzado y superado.

 

De algún modo, el tiempo, tal como es
comprendido por nuestra sociedad, fue abolido. Pero de manera distinta a la que
podríamos leer en otras obras. No se trata del tiempo circular o cíclico de
algunas culturas; tampoco se trata de la simultaneidad temporal de Matadero 5; ni mucho menos de la
eternidad entendida como un pasadizo espacial con acceso a cualquier época,
como en la novela de Asimov. En este caso, la nueva comprensión temporal es
deudora de una revisión de la dimensión espacial:

 

“La inmensa complejidad del futuro me
abrumaba. (…) El gran avance científico que nos arrancó del pasado y del
presente se desencadenó a partir del descubrimiento de que el planeta Tierra,
en el que nuestra especie había vivido siempre, era mitad cóncavo y mitad
convexo. Y que las dos mitades estaban superpuestas. La mente humana no pudo
asimilar el concepto, era demasiado abstracto.”

 

¿Es acaso tan sencillo para cualquier
de ustedes asimilar el concepto de tiempo tal como hoy lo concebimos? Pareciera
más fácil imaginar un espacio sin tiempo (aunque preveo la objeción de que solo
los Cielos, Vallhalas y otras estancias divinas entrarían en esta categoría),
que de imaginar un tiempo sin espacio. La evidencia de que hay una dimensión
temporal sería la huella que en el espacio deja la sucesión (o iteración) de
acciones (deliberadas o inmotivadas), antes que una percepción aislada de su
existencia.

 

Quizás por eso, lo que hace tan
desconcertante la lectura de la obra es el recuerdo constante (por medio del
oxímoron gramatical de oponer el pasado del verbo a la palabra futuro) de que nuestra comprensión del
tiempo, nuestra percepción de la Historia –el edificio de nuestra sociedad, que
nos permite tomar decisiones en el presente para influir en lo que vendrá– todo
eso, está construido sobre cimientos irreales.

 

“Como esto sucedía en un futuro muy
remoto, debo dar algunas explicaciones para algún eventual lector del pasado.”

 

 

Galeano en negativo

 

El relato es narrado por un padre que
intenta comprender la fascinación que despierta en sus hijos, y en los demás
adolescentes, El juego de los mundos,
un entretenimiento “que se jugaba sobre los sistemas de RT (Realidad Total),
[y] consistía en trasladarse a un mundo poblado por una especie inteligente,
declararle la guerra y vencerla. El objetivo era lograr la aniquilación de la
especie que había ganado el dominio de ese planeta.”

 

¿No es ese, el deseo de dominar todo,
de poseer todo, de destruir todo lo que se oponga a nuestra superioridad, uno
de los deseos más profundos de la humanidad? Permítanme plantear con liviandad
una teoría que requeriría varios papers, unas cuantas tesis doctorales y un par
de videos de YouTube para desarrollar en profundidad:

 

Quienes han dedicado el tiempo de sus
vidas a desenterrar huesos de homínidos y analizar los genes en los restos
hallados, aseguran que la especie humana (el viejo y conocido homo sapiens) convivió en un pasado
lejano con otras especies de homínidos (neandertales
y denisovanos
, principalmente) que eventualmente se extinguieron. Las
teorías sobre las razones de la supervivencia de una y la extinción de las
otras son variadas y claramente inestables, teniendo en cuenta que todo se
realiza en base a deducciones (¿o acaso el ejercicio de la historia, la
paleontología o la antropología no tienen algo de detectivesco?). Hay incluso
quienes aseguran (pruebas genéticas mediante) que neandertales, denisovanos y
sapiens no se fijaban mucho en la pureza racial antes de acostarse con su
vecine. Como sea, lxs especialistas coinciden en que, aún habiendo
hibridaciones varias, la especie sapiens se
quedó con el dominio del planeta, en algún momento incierto de la historia.

 

Tal vez, y este es el centro de mi
teoría improvisada, la explicación se nos escapa por evidente: no hubo cambios
climáticos, ni erupciones, ni falta de ingenio para alimentarse que hayan
provocado la extinción de nuestros primos, sino que la prevalencia del sapiens como especie dominante del
planeta fue producto de su intrínseca propensión a la violencia, su innata
capacidad para elegir el camino del sometimiento; en fin, nuestro deseo
congénito de querer romperle la cabeza a todo ser que se oponga a nuestros
intereses.

 

Hay quienes dicen que la diferencia
del humano con las otras especies animales con las que cohabitamos la Tierra es
nuestra capacidad de raciocinio. Quizás haya parte de verdad en este planteo,
aunque hay un colofón olvidado en la hipótesis: los seres humanos (los sapiens) podemos usar la razón… para hacer sufrir a lxs demás, deliberadamente. Quienes triunfamos en
la cadena evolutiva de los homínidos no fuimos los más aptos ni los más
fuertes, sino los más taimados.

 

El juego de los mundos es la última escala de la voluntad
destructiva del humano. Ya no por necesidad económica, ni por deseo de poseer
lo que era del otro, ni por demostrar superioridad intelectual, física o moral;
“la civilización que habíamos creado” –dice el narrador– “había llegado a ese
punto, de encontrar descartable la población innumerable de los mundos, y
ponerla a merced de la industria del entretenimiento.” El juego de los mundos es la violencia expuesta a su manifestación
más frívola, la de un simple pasatiempo. 

 

A nadie más que al narrador, le
preocupan los mundos destruidos por los adolescentes que juegan, mundos que son
tan reales como el propio, civilizaciones de miles de millones de años que se
ven de pronto arrasadas por criaturas aburridas en otra parte del Universo. La
objeción es previsible: ¿cómo justificar la eliminación de culturas, especies,
historias y saberes acumulados durante tanto tiempo? ¿Cómo justificar que todo
ocurra para diversión de unos mocosos indolentes?

 

Lo que no es tan previsible es la contraargumentación:
para poder destruir esos mundos primero hay que conocerlos a fondo, estudiarlos
en profundidad, repasar todos los detalles –hasta los más mínimos– para que
nada escape a la aniquilación y así triunfar en el juego. Así planteado, los Jugadores
eran los únicos en tomar en serio los mundos que destruían; para el resto de
nuestra especie, la existencia de éstos era recibida con total y absoluta
indiferencia.

 

En un breve texto (El descubrimiento que todavía no fue),
Eduardo Galeano propone que los europeos del siglo XV no descubrieron América,
no solo porque no se podía descubrir lo que hacía miles de años ya había sido
“descubierto” por sus habitantes originales; sino, también, porque jamás
pudieron ver lo que habían encontrado
en sus viajes. Cegados por sus costumbres, sus ideas, sus tradiciones, jamás se
detuvieron a dilucidar las de esos otros humanos que habitaban en un territorio
hasta ese momento desconocido para ellos. Hicieron todo por destruir sin saber
muy bien por qué, para qué o incluso qué destruían. La única manera de
descubrir al otro, asegura Galeano, es poder verlo, no desde la
superioridad, tampoco desde la inferioridad, sino que hay que hacerlo ‘de igual
a igual’.

 

El argumento de los adolescentes del
relato aireano parece proceder del mismo hilo de pensamiento que el de Galeano,
excepto por un detalle: donde éste dice, ilusamente, ‘descubrir’; los otros
dicen, sabiamente, ‘destruir’.

 

PD: Pareciera que ni Aira ni Galeano
hayan leído jamás a Stanisław Lem. Tal vez lo recuerden de obras como Solaris (la adaptación al cine de
Tarkovski es la única que vale, la de Soderbergh es una porquería protagonizada
por el Dr. Ross), esa hermosa novela en la que el ser humano tiene que viajar
media galaxia para descubrir lo poco que sabe de sí mismo y del Universo que lo
rodea. Pero no solo allí, en toda su obra hay una idea recurrente: el contacto
con el otro, el verdaderamente otro, el radicalmente otro– es, como mínimo, imposible de
lograr; siempre que primero se haya podido llegar a aceptar que hay un otro ahí delante por conocer.

 

La culpa es de Dios

 

Se han cansado de escribir en las
reseñas e incluso lo adelanta la contratapa que, en cierto momento, el narrador
de la historia, el padre preocupado por la actitud indolente de sus hijos,
tiene una revelación: el camino al que conduce el juego de sus hijos es al
retorno de la idea de Dios, como el retorno a la idea de ese ser omnipotente y
caprichoso respecto de su creación, que tanto puede disponer de su existencia
como de su destrucción. Tal vez, agrego yo, más cercano al Dios del Antiguo
Testamento, ese Dios que engendra las criaturas a su imagen y semejanza a
partir de la materia inerte y les brinda todo su amor y sabiduría; pero también
que es rencoroso y sanguinario, y no duda en mandar un diluvio de proporciones
catastróficas o una lluvia de fuego y azufre haciendo desaparecer ciudades
enteras con sus habitantes. Ese Dios que, tristemente, fue edulcorado en el
segundo volumen de sus aventuras, convirtiéndolo en un treintañero militante
social con poderes mágicos más convenientes para una noche de fiesta (convertir
el agua en vino, multiplicar la comida, levantar a los ebrios de su letargo)
que para lograr la redención de la especie humana. Una especie de Grabois con
una pizca de Radagast.

 

Sin embargo, pienso que esta lectura
ha errado el análisis: el regreso de la idea de Dios no sería el regreso de la
potencia totalizadora. El regreso de Dios, no significa para nuestra especie el
regreso de la totalidad creadora/destructora, sino que es el retorno de la
culpa, esa culpa que fue eliminada de raíz en los hijos del narrador,
habitantes plenos del futuro. La displicencia con la cual niegan la culpa
paterna por destruir mundos enteros, es la tranquila conciencia de quien hace
sus propias normas morales, y no debe rendirle cuentas a ninguna figura
paternal que podría castigarlos y dejarlos sin postre (o vida eterna, que es lo
mismo).

 

That’s all folks

 

Por qué es esta una de las pocas
novelas en la bibliografía de Aira en merecer una revisión y republicación,
probablemente sea una pregunta que jamás obtendrá respuesta. Si alguna vez
Bruno concreta la entrevista en la que le preguntará por el Diccionario de
Autores Latinoamericanos, le pediremos que también le pregunte por esta obra y
el motivo de su republicación. Por el momento deberemos contentarnos con
conjeturar que fue esta la manera en que el autor encontró para participar de
algunos de los debates de los últimos años: el futuro de la humanidad, la
relación con las demás especies y el cinismo del gobierno macrista, tan
parecido a los niños indolentes destructores de mundos solo por diversión.

 

Nobleza obliga: por lo menos, los
chicos de la novela se preocupaban por conocer a fondo a los seres que estaban
por arrasar.