El insufrible predicamento del “estado de la
cuestión” nos impide a los críticos algunos placeres y nos impone condiciones
desmesuradas. Siempre hay algún referato que te amonesta si no citás a
Fulanito. Inútil objetar: conozco el trabajo de Fulanito y me parece malo, por
eso me doy la libertad de no citarlo. Pasmosamente sucede con las firmas
rutilantes o con la señalada bibliografía obligatoria. Importa poco si no viene
a cuento de la argumentación: lo que cuenta es la vigilancia de la
exhaustividad, “la policía de las pequeñas distracciones” (Borges). Para peor,
no tenemos la compensación que equilibraría la balanza: dedicar un artículo
completo a refutar lo que dice un colega sobre tal texto o autor. Ninguna
revista lo publicaría. Así que tenemos que citar al Prócer de rigor y, si lo
amonestamos como de pasada en una piadosa nota al pie, siempre habrá alguien
(el famoso evaluador) que nos lime las asperezas.
Entonces, ¿cómo me voy a perder la oportunidad de
hacerlo con Präuse? Cuanto más porque Byron Vélez Escallón sostiene la
sugerente tesis de que si Aira habla mal de Cortázar es porque su fantasma lo
acecha, como el del padre a Hamlet:
Aprovecharé
este espacio para manifestar algo al respecto de una literatura que no siento
que me pertenezca, y de la cual no soy, ni de lejos, un especialista. Trataré
de hacerlo en los términos de Aira, tal vez hablando un poco mal de él.
De las muchas cosas urticantes de este texto,
la primera es la de su modestia. En primer lugar, está claro, Escallón, que esta
literatura no te pertenece: habría que decir, más bien, que vos no pertenecés a
esta literatura, ni falta que hace. Sos el guardián del cortazarianismo
asediado. Bien por vos. Sucede que, acá en Argentina, hace rato que estamos
dándole una cordial despedida a Cortázar, así que este no es un asunto (solo) de
Aira. En segundo lugar, es de mala fe la denegación “no soy un especialista”.
La literatura de Aira no pide especialistas, sino lectores fervorosos y
lecturas inteligentes. No ser especialista no es excusa para exhibir ese grado
de superficialidad en el abordaje de la obra, ese grado de desconocimiento,
pasmosamente reflejado en la bibliografía, que sin embargo abruma con las
referencias teóricas, porque no podés hacer el trabajo sucio sin ampararte en
los grandes (tal vez tu juventud es un atenuante, pero también el signo de
cierto estado del espíritu de nuestros jóvenes críticos: celebro que le caigas
a un consagrado, como la chica esa que habló mal de Saer: lo que deploro es la
liviandad de los argumentos). Voy a hablar mal de Aira (o sea: voy a hablar mal
de un grande, vean qué atrevido soy) pero “no soy un especialista” obedece a la
pérfida estrategia de la apertura de paraguas. Si acertás sos Escallón. Si
batís fruta, no sos un especialista. Así ganás siempre.
En efecto, el artículo es un sesudo y erudito
examen de la maledicencia aireana sobre Cortázar y una trabajosa demostración
de que tal saña tiene su origen en una especie de parricidio disimulado o
sentimiento perturbador que Aira tendría respecto de un presunto modelo (admito
que la tesis no es inverosímil). El tour
de force (parodio tus solemnes galicismos) incluye un sinnúmero de
referencias teóricas innecesarias o excesivas y una serie de entimemas tan
enrevesados que por momentos atenta contra la paciencia y la predisposición del
lector. El origen de este complejo edípico lo sitúa Escallón de este modo:
En Continuación
de ideas diversas (2014), César Aira ha dicho de Cortázar que es un autor
al que admiraba de adolescente, principalmente los cuentos “El perseguidor”
(1959) y “Reunión” (1966), por anticipar “las decisiones que habría tomado [el
propio Aira] si estuviera escribiendo es[os] cuento[s]”. Es decir, esa
escritura fue un objeto de deseo, respondía a lo milagroso de encontrar hecha
la propia obra, que aún no existía; pero al releer esos textos, treinta años
después, Aira los encuentra “sublimemente malos, […] malos al punto de lo
impublicable” (2014, p.78-79). Es decir, esa relectura regresa al escritor a un
punto potencial de su biografía, al deseo previo a la realización, al lugar de
lo inacabado, pero ese lugar ahora parece no gustarle. ¿Por qué ese cambio de
opinión? ¿Será una opción por la propia obra en detrimento de la escritura
inacabable o en curso?
Es lamentable que el texto proponga las citas
de Aira de forma que sirvan solo a la demostración, porque el posterior examen
del problema de la “juventud” habría resuelto esta perplejidad de nuestro
crítico. Antes que nada ¿por qué no se puede cambiar de opinión? Terrible sería
tener siempre los mismos juicios, cuando se es un joven que lee a Cortázar
(todos lo fuimos) y cuando se es un maduro escritor que lo relee con pasmo. El
cambio de opinión, parece, debe ser siempre sintomático:
no puede ser simplemente lo que es. Lo extraño es que Escallón no perciba la
ironía de Aira cuando la practica (como en la cita de Continuación) y crea percibirla cuando Aira no es irónico. Pues si
de adolescente Aira “habría tomado esas mismas decisiones”, pero está leyendo
un relato de madurez como es “El perseguidor”, eso significa que toda la obra
de Cortázar es adolescente. Pero Escallón no percibe la ironía de la cita.
La manera más económica de probar de cualquier
modo una conjetura es leer superficialmente, salteándome directamente la obra,
para andamiar un argumento saturado de opiniones, máximas y citas de autoridad.
De este complejo edípico, Escallón pasa sin solución de continuidad a una
curiosa lectura de El congreso de
literatura: como Aira clona a Carlos Fuentes para vengarse (?) de él porque
el mexicano lo comparó con Cortázar, entonces Escallón va a buscar clones de
Aira en la propia obra y va a derivar de ahí que Aira puede ser también
clonado, porque, como Cortázar, puede ser un escritor “de iniciación”. Dejo de
lado la tesis de que Aira pueda ser un escritor de iniciación (que me parece equivocada,
pero que me tomaría mucho espacio discutir) y me detengo en el soslayamiento de
la novela. Quien conoce mínimamente la obra de Aira (pero Escallón no es
especialista, así que hay que perdonarlo) comprende bien que si el sabio loco bondadoso
de El congreso de literatura clona a
Carlos Fuentes es porque se trata de un Buen Escritor, es decir, de un escritor
respetable, “serio”, que cumple una función social (y cuya imagen es
independiente de su obra, perfectamente autónoma respecto de él, y que a Aira puede
o no gustarle, es harina de otro costal). La ironía es entonces para con la
función social y moral del escritor en una sociedad que necesita justificar su
presencia por el lado de los valores culturales. A ningún sabio loco bondadoso,
como el de la novela, se le ocurriría clonar a Bataille o a Lamborghini. Pero
¿a quién le importa la novela? Lo que importa es el clon y el curioso
funcionamiento que tiene la figura en la curiosa argumentación, lo que si no
fuera pueril parecería directamente irrespetuoso: “¿Y si clonásemos a César
Aira?”
Recuerdo el argumento: en su Diccionario de Autores Latinoamericanos, Aira
afirma que Cortázar es un escritor para la adolescencia, de iniciación, cuya
obra nunca maduró y que toda ella permanece con un aire de perenne juventud. Es
verdad que hay ironía. Pero la ironía siempre en Aira es resbaladiza. Uno puede
decir también que, como el narrador de Fragmento
de un diario en los Alpes con Verne, Aira rescata lo bueno de un autor que
le parece regular. La ironía, como en tantos momentos del Diccionario, no impide que el “erudito” le dé a Cortázar lo que le
corresponde. Pero no, Escallón insiste con leer lo que quiere:
Es decir, en el intervalo de rigurosos treinta
años, parece que Cortázar se mantuvo en la pubertad, pero Aira envejeció. Es
algo característico de toda Querelle des
anciens et des modernes: los modernos ven en sus antecesores
Nombres-del-padre a matar, pero paradójicamente se los anula por inmaduros, por
truncados, por adolecer de una cierta incompletud.
Pero basta leer Un tal Lucas y Diario para un
cuento, libros tardíos de Cortázar, para ver que en efecto los cuentos de Bestiario son superiores. También se
echa de menos una lectura de Cortázar, con la que Escollón amaga, pero a la que
en definitiva no se anima. Bestiario
tenía la simplicidad de lo ingenuo y lo no teorizado. Las citas frívolas de
Derrida en Diario para un cuento y de
vulgatas filosóficas en Un tal Lucas
le dan a esos textos un aire de adolescentes en talleres literarios porteños
que cursan literatura en Puan y se atragantan con teoría literaria. Aira no
envejeció, Escallón, maduró, que no es lo mismo. El que envejeció es Cortázar,
sin haber madurado.
El corolario: Aira es un clon, no de Cortázar,
sino ¡de Oliveira! Escallón lo llama OlivAira (?). Y acá me salteo la
soporífera parte en donde, con Lacan, Derrida, y demás nueces, Escallón explica
que el clon no da por resultado lo idéntico, sino la diferencia:
Entonces la clonación no es la repetición de
lo mismo, sino que puede abrirle a lo diferente un espacio en el lugar que la
expectativa le hacía a lo consabido. Transformarse en el otro no es ser
absolutamente ese otro, sino tender hacia él a partir de emergencias
singulares. La ficción de algo que se desea, como tan bien nos lo enseñó Borges
(y Caillois, y Lacan, y Benjamín, etc.), no es solamente una copia de la
realidad sino que puede ser la creación de la realidad.
Borges, Caillois,
Lacan, Benjamin… ¿etcétera? Ahí podemos seguir metiendo: Derrida, Deleuze,
Butler, Haraway, Viveiros de Castro y todo lo que se nos ocurra. El manejo de tu
bibliografía teórica carece por completo de responsabilidad, Escallón. Todo te
parece lo mismo, ¿dónde está la diferencia?
… la escritura de Cortázar lo encorpora (el
término es de Viveiros de Castro)…
¿Era necesario hablar del espectro derridiano,
desangrarte en citas de Nietzsche, volver a los sambenitos lacanianos? Sucede
que cuando se es tan abstracto, tan general, todo encaja, todo sirve de
“ejemplo” para teorías que no son tales sino solo vulgatas de pensamiento muy
diferentes entre sí (es curioso: metiendo todos estos tipos juntos, como ese
joven estudiante de doctorado, sos vos es que fabrica clones, exactos, sin
ninguna “diferencia”):
Cuando uno lee textos como “El santito”
(2013a), de Aira, en que se deconstruye de manera impresionante la figura
arquetípica del gaucho honorable y de la prosa que lo narra, nota también un
principio de transformación lúdica del texto, también al nivel de los gestos; o
cuando se lee algo como “La gallina” (2013a), Cómo me hice monja (1993), Yo
era una niña [SIC] (2005), o Las
noches de flores [SIC](2004): todos ellos textos metamorfos, al menos en lo
que toca a los varios géneros o a las formas de representación de que participan
sin pertenecer.
Y claro. “Deconstruir la figura arquetípica del
gaucho” (¿de manera impresionante? [???]), hipótesis de trabajo práctico para la
carrera de profesor de literatura, es algo que hacen quinientos textos en la
literatura argentina. Eso de Aira no dice nada. Lo de la “transformación lúdica
del texto” y los “textos metamorfos” mejor pasarlo por alto. Si hubieras leído
las novelas que citás, no habrías cometido erratas en los títulos, porque
sabrías los años de la niña y que Flores va con mayúscula porque es un barrio
de Buenos Aires. ¡El barrio de las novelas de Aira! Pero te admito la honestidad:
Más que entrar en detalle en esos textos, que
sin duda merecerían ese tipo de atención, me interesa ahora destacar una serie problemática,
que viene del psicoanálisis: no hay imagen abierta sin Nombre-del-padre, ni
identidades dadas, sino apenas procesos de identificación interminables, porque
“lo real” no se sustenta sin lo imaginario ni en la ausencia de lo simbólico.
Y sí. “Esos textos”, como vos decís, merecerían
análisis, no ser ejemplos meros de abstracciones. Si no, se puede decir
cualquier cosa. Para empeorarla, leés ironía donde no la hay:
Tomemos, a ese respecto, un ejemplo de Nouvelles impressions du Petit Maroc: “lo
falso no se remite a una moral de lo auténtico, sino más bien a la ficción, en
la que conviven lo verdadero y lo falso, valen lo mismo al mismo tiempo y se
transforman uno en el otro. De hecho, si uno se decide por la literatura es con
ese fin: salir de una lógica de exclusión de los contrarios que califica de
falso a uno solo de los miembros del par. No para hacerlos falsos o verdaderos
a los dos sino para ponerlos en una teoría falsa que hace irrelevante la
clasificación. Por eso debemos hacer teorías”. (2011a, p.35). Por el uso y
abuso de la ironía, para fijarnos por el momento en un detalle, Aira podría
llamarse aquí OlivAira. OlivAira –llamémoslo así siquiera por esa mordacidad
suya que a veces parece molestarlo– es también un perseguidor, en los términos
en que lo hemos colocado: una ficción que persigue sentidos que, de inicio,
sabe inexistentes fuera del significante.
Sin comentarios. O uno solo: No ha lugar.
Después te parece que, como Pizarnik escribió
sobre Cortázar, y Aira habla bien de Pizarnik, y Pizarnik era una eterna
adolescente, ¡Eureka! Dejo de cazar los dibujos de tus asociaciones libres y me
detengo un poco en el resbaladizo argumento de la juventud, para pensar un par
de cosas.
Antes que nada, Aira valora la juventud. Habría
sido mejor estrategia pillarlo en contradicciones (que a él, por otra parte, le
resbalan y en las que, como buen artista, nada como un pez) o señalar la
similitud de los proyectos narrativos de ambos (algo con lo que también amagás
a propósito de Morelli pero tanto la embrollás que terminás sin hincarle bien
el diente). Sucede que, para Aira, la juventud implica una modalidad
ontológica: la del querer-ser-escritor.
De ahí la importancia de la iniciación. No es un momento “temporal”. Aira es
claro: “todos quisimos ser Rimbaud”. Hasta Borges (podés leer el ensayo de Aira
“La cifra” en Präuse). Y ese querer-ser,
en la medida en que se conserva en cuanto
tal, permite al escritor no serlo
(como Fuentes, como Cortázar) y, en consecuencia, serlo (como Aira, como Borges). Lo mismo pasa con la literatura:
cuando es, dejó de ser.
Cortázar, en cambio, se sabe escritor después
de Bestiario. No necesita madurar,
porque vuelve su adolescencia tema, así como vuelve tema la vanguardia. El
éxito de Rayuela se debe a eso: es la
pedagogía de la vanguardia, expuesta por un escritor que se sabe tal y que, en
consecuencia, puede crear un alter-ego insoportable, un muñeco descafeinado,
que mira todo desde arriba, y que expone, como si la novela fuera fruto de un
taller literario, los procedimientos y los mitos de la vanguardia, debidamente
argentinizados o latinoamericanizados, para de paso colarse en el boom.
Oliveira (Cortázar), Morelli (Macedonio) y Filloy. No es que Cortázar quiso se Breton, sino que lo fue. Dicho
sea de paso, esa es también una diferencia que pasás por alto. Cortázar es un
ironista al punto de estar siempre poniéndose en el lugar cool y mirando con socarronería lo que para él sería el
acartonamiento del lector-hembra. Yo ni siquiera tengo que releer el primer
párrafo de Rayuela: me basta
recordarlo para indignarme. ¡Los que aprietan desde abajo el tubo del
dentífrico! ¡Los que no están en la onda!
Aira, en cambio, a menudo irónico, o más bien sarcástico, es sobre todo un humorista:
no se sitúa por arriba de nadie o, aunque lo haga, siempre corre el riesgo de
exponerse él mismo. Siempre quema las naves, toma riesgos, se ridiculiza y se
juega, deja la guardia baja para el escarnio. De ahí su inmodestia, que
contrasta tan fuerte con la falsa modestia cortazariana. Cortázar cita a
Nietzsche en Un tal Lucas y a Derrida
en Diario para un cuento. Aira cita a
Lukács y hace su propia lectura de Roussel, contra Foucault. Me parece
suficiente.
Otra cosa. No sé de dónde sacaste que Cecil Taylor es una parodia de “El
perseguidor”. Como solo citás grandes nombres, y no sos “especialista”, te
perdiste un ensayo no académico (ella no es especialista), un texto excelente
sobre Cecil Taylor, donde deja claro
que se trata de un homenaje. Después
de todo, ¿quién puede leer parodia en un texto que es todo admiración, amor y
elogio del fracaso? Pero claro, Inti Meza no es una firma rutilante, para qué
te vas a poner a leer y a citar. Tenés que extraer del relato una de tus
ocurrentes metáforas:
Cuando inicié la preparación de este trabajo
estaba, como el protagonista de “Axolotl”, atrapado por la contemplación de
algo que ocurría atrás de una vidriera. La vidriera de la escena de apertura de
Cecil Taylor el cuento-parodia que de “El perseguidor” escribió OlivAira en
1988, cuyo protagonista, un pianista ceferinesco, tanto recuerda a la Berthe
Trépat de Rayuela, precisamente por
crear músicas que nadie entiende o que nadie puede tomarse en serio
(…)
Lo que ocurre atrás de la vidriera que atrapó
mi atención está al inicio de ese cuento: un gato, luego de segura persecución,
tiene acorralada a una rata. De este lado del vidrio, un grupo de trasnochados
contempla la escena, a la espera del zarpazo final. Una prostituta negra se
acerca y, ante la sorpresa de todos, en acto que prefigura violencias en su
contra, le da un carterazo a la vidriera, distrayendo al gato, lo que facilita
la fuga de su presa. Casi treinta años después de “Cecil Taylor”, y a cien del
nacimiento de Cortázar, esa ha sido mi intención: prolongar ese gesto para
suspender, así sea por un instante, un acorralamiento que se pretendía
definitivo.
No creo que sepas que la escena de la
prostituta y la rata está sacada de “Las hijas de Hegel” de Osvaldo
Lamborghini, publicado el mismo año que Cecil
Taylor, pero que Aira ya conocía por haber leído el manuscrito. El relato
de Aira, púdicamente, se interrumpe en el momento de violencia, cuando los hinchas
del gato le dan una golpiza a la prostituta. O sea que el homenaje no es solo a
Cecil Taylor (Aira siempre desconfía de las metáforas y simbolismos), sino
también a Osvaldo Lamborghini, su amigo y maestro, otro “artista del hambre”.
Por último (y dejo para otra ocasión, o más
bien para nunca, la diferencia entre adolescencia y niñez: Pizarnik es la
eterna niña, no la eterna adolescente; lo mismo vale para Aira), y a propósito
de Osvaldo Lamborghini: ese es el maestro que, como bien ha sido dicho, ni
siquiera era lo suficientemente mayor para ser una figura tutelar. A vos que te
gusta tanto el psicoanálisis, deberías repasar, o leer, Novela de los orígenes y orígenes de la novela de Marthe Robert.
Para la germanista francesa, el género novelesco es una puesta en ficción de la
novela familiar del neurótico (Freud habría acertado, sin quererlo, con el uso
metafórico de la palabra al nombrar la configuración psíquica). De ahí derivan
dos tipos de novelistas: el que procesa su novela familiar en la edad mental
edípica, con todo lo que ello conlleva de conflicto con el Padre y el estadio
simbólico, y el que lo hace en la edad mental pre-edípica, el “niño expósito”,
cuya imaginación es más arcaica y evasiva, y evoca el registro imaginario (Robert
no usa términos lacanianos). El primero es más grave y engendra la novela como
conflicto con su representación realista; el segundo es más juguetón, ya que,
situándose en un estadio previo a esa confrontación con la paternidad, fantasea
evadiéndose de toda realidad, en la pura imaginación. De ahí las dos grandes
líneas que traza Robert:
En el primer caso, estamos ante Balzac, Hugo,
Sue, Tolstoi, Dostoiewski, Proust, Faulkner, Dickens y todos aquellos que,
llamándose a sí mismos psicólogos, verídicos, realistas, naturalistas, retocan
su propia historia simulando el ritmo y el bullir de la vida, como si hubieran
sido iniciados en los secretos de la existencia por algún dios o demiurgo. En
el segundo, están Cervantes y el autor de libros de caballerías; están Tristán e Isolda o L’Autre Monde, de Cyrano de Bergerac; está Hoffmann, Jean-Paul,
Novalis, Kafka, Menville.
Yo veo en esta genial intuición de Robert una
clasificación en la que puede pensarse la famosa oposición de nuestra
literatura argentina moderna: Saer/Aira. El primero, es el bastardo edípico; el
segundo, el niño expósito. La fantasía de Aira es pre-edípica, previa a la
castración, puramente imaginaria y feliz en su adhesión al cuerpo materno,
arcaica y fabulosa, mágica y fantasiosa.