A
la conversación tal como la conocemos ‒hecha de un ritmo, un tema, la
inteligencia necesaria para su continuidad en un puro presente determinado‒ le
sigue su evocación, su pasado, el hecho de haber transcurrido en un tiempo que,
ahora y por simple ausencia, por mera falta y por borroso vértigo, termina convirtiéndola
en protagonista de un recuerdo. Toda conversación es entonces esa potencial reminiscencia,
esa isla feliz en los sucesivos momentos de un día; lo que hace de ella una
comunidad perdida y recuperada por imposición de la nostalgia o por capricho
del memorioso que, indudablemente, sabe que cuanto acontece desaparecerá, que cuanto
transcurre, al fin, en polvo o en nada, se disuelve tras un abrir y cerrar de
ojos como comúnmente se dice. Por eso toda conversación dura hasta que lo dicho
se vuelve olvido, hasta que lo proferido se vuelve enmienda de un regreso en el
azar. Al igual que esos pequeños microrganismos hechos de una permanencia
invisible, la conversación sostiene la continuidad de lo dicho en el ciclo de
lo ínfimo que perdura y desaparece. Aunque a veces, nada perdura y nada
desaparece porque simplemente se oculta, el revés de una ola lo cubre todo, la
línea de una rompiente lo arrastra. La conversación es esa marca en el agua de
un mundo que tiembla.

En
una novela de César Aira titulada justamente Las conversaciones, el insomnio que sufre el protagonista ‒“si duermo,
es por afuera del sueño, en ese anillo de asteroides de hielo en constante
movimiento que rodea el vacío oscuro e inmóvil del olvido”‒ es un factor
determinante para que, una vez afectado por el mal del sueño, su atención no
haga más que traer al presente el pasado de las conversaciones que tuvo durante
el día pero  bajo la forma del lamento de
un jubilado sin nada por hacer y con todo el tiempo por perder: “Así se me va
la noche. Para entretenerme, recuerdo las conversaciones que he sostenido con
mis amigos durante la jornada, cada noche la de ese día. Todos los días me dan
materia para el recuerdo”. Sin embargo, lo que parece una distracción, un
ocuparse de algo, un empleo de lo excedente, el mero llenar aquello que sobra con
instantes que se saturan de palabras, que se colman de imágenes y sentidos
precisos, pero también desfasados, termina siendo en realidad un estudio minucioso
del arte de la charla: “Pongo la lupa sobre la conversación de ese día transformada
en una miniatura, y mi contemplación insomne la vuelve hermosa y perfecta como
una joya. Su mismo desorden, sus redundancias, su falta de objeto se cubren de
un nacarado artístico por obra y gracia de la repetición”. En la novela de Aira
esa repetición consiste en otorgarle a la conversación una doble existencia,
pues al mismo tiempo que es acontecimiento es también recuerdo, y a la vez que
es original e imperfecta es copia y enmienda de un mismo hecho que se modifica
y se perpetúa. De este modo, la tarea de desplegar la reiteración   ‒recordar lo conversado‒ es la tarea de un
sabio o un loco que, a la vez que persigue el sentido último de lo dicho se
conduce hacia el resplandor mismo del sinsentido que lo contradice. En
realidad, recordar lo conversado ‒por caso el tema, las réplicas, las afirmaciones
y las dudas de los participantes, la precisión y las divagaciones alrededor de
las que giró todo en ese  pasado que
regresa tras la duermevela‒ es no solo un modo de distracción, un divertimento,
la ocupación al final de una vida, sino que también es, y por medio justamente
de esa “miniaturización” con la que se recuerda, una reconstrucción de la
conversación perdida que, en definitiva, busca “magnificar su valor”, busca entender
tal reflexividad como “una razón de ser, casi como una obra”.

En
el principio, como en el final de la literatura, está entonces la conversación como
joya de la repetición, como aquello a lo que se vuelve en procura de lo
perfecto y hermoso que se oculta bajo el desorden y la redundancia de lo
meramente espontáneo: hablar. Para Stevenson, que en sus novelas jamás se
permitió la pesadez de lo escrito, “la literatura en muchas de sus ramas no es
mas que la sombra de una buena conversación”; acaso porque lo inmediato, el
pulso definitorio de las cosas que llega con el ingenio, o la proximidad
intuitiva respecto a cualquier sobrentendido que aparece en un instante de
charla, pese más a la hora de definir una y otra forma. Por eso, quien conversa
se sabe llamado por la elegancia de una práctica fútil; mientras que quien
escribe ‒confiando a la obstinación el secreto de su ausencia de talento‒ se
sabe condenado a repetir los trucos de lo seguro. Así, extrañamente, el sentido
de la conversación está en el ritmo, lo que implica que, los errores, las
imprecisiones o las faltas a la verdad no importen a la hora de retratar la
vida en esa unidad que da cuenta del dios perseguido por todo idealismo: la
totalidad. Solo en el afán de tal desmesura es que la conversación puede ser entendida
como una variación constante, como
aquello que se pliega y despliega según los accidentes o las irregularidades
del aire en el que la vida misma, cual una mariposa enloquecida, deja rastro de
sus movimientos más caprichosos en vueltas y aleteos de dibujos invisibles que marchan
a desvanecerse como el polvo que ilumina la contraluz de algo que se agita. En
tal revoloteo, en lo alto y lo bajo de los registros de un timbre que
escuchamos, en el grano de una voz fácilmente identificable, en un falso decir
que oscila entre el llanto y la risa, entre lo amigable y lo desconocido, la
gracia de la conversación se impone por sobre lo escrito. “La conversación ‒señala
el mismo Stevenson‒ es fluida, tentativa, en continua búsqueda de progreso,
mientras que las palabras escritas permanecen fijas, se convierten en ídolos
hasta para el escritor, viven tropezándose con duros dogmatismos y preservan
errores obvios con barniz de verdad”. Por cierto, habría que señalar que la
verdad que la conversación ilumina, rugosa como la superficie de un óleo
trabajado por capas y capas de colores que ya al final no se distinguen, antes que
lisa e inmutable como el acabado momificante del barniz silencioso donde todo
se desliza, es la verdad que por medida tiene a la amistad, que se somete al
arbitraje de la frecuencia gustosa, pues la conversación resulta ser “tanto
escena como instrumento de amistad”; lo que fácilmente nos lleva pensar que el
misterio de la amistad es el escenario en el cual “los amigos pueden medir
fuerzas” a la luz de una contienda de personalidades que se debaten en la cercanía
a un solo tema.

¿De
qué hablan todas las conversaciones? ¿En qué se obstinan los miles y miles de
conversadores que ignoramos o conocemos? ¿Cuál es el tema reductor por el que
todas las conversaciones pueden ser una variación ínfima como lo es el recuerdo
nocturno que se reitera ante el personaje de Aira? Toda conversación tiene por
tema esa cosa extraña que es el yo, esa linterna de figuraciones egotistas que
el aceite de la vanidad inflama para la proyección de sombras que parecen reales.
Que lo diga Stevenson, un escritor para nada propenso a centrar la atención en
lo que le pasa, no es más que una clara señal del carácter que se esconde en
esta afirmación: si la conversación es principio y final de la literatura lo es
porque alrededor de su único tema hace girar la variación de las metáforas de
aquella: “En realidad, hay pocos temas y, de aquellos que son verdaderamente
conversables, más de la mitad pueden reducirse a tres: lo que soy yo, lo que
eres tu y lo que las demás personas creen ocurrentemente ser, unas iguales a
las otras”. Pero acaso la conversación desarme la apariencia de esa ocurrencia
al aseverar en la práctica que, aun en el único tema digno de tratar, nadie es
igual a nadie. Por eso la conversación es el momento del conversador, ese
instante en el que todo se eleva más allá de los límites del propio ser y de las
formas posibles de decirlo. Por eso, también para el conversador, ese momento
es el instante en el que cualquier pretensión no está para nada atada a la
verdad de las cosas y los modos de decir esa verdad; instante soberano si los
hay en que lo dicho puede ser
inteligente, deslumbrante o simplemente genial aun cuando no lo es, pues ¿qué
sería de la continuidad de la inteligencia sin la pausa o la distensión de la
estupidez, sin el resplandor del humor? Que la literatura esté condicionada entones
por la conversación responde a que sus momentos se subordinan según los
intereses de los conversadores. Solo así, de un momento a otro, “historia,
ficción y experiencia” desfilan ante nosotros como podrían desfilar en un
relato; es más, modulan sus tonos en las impostaciones de una voz, ya que nos
distraen y nos convencen, cuando no nos generan sospechas y nos enfurecen, pues
son, para uno u otro acaso siempre presente en el horizonte del temperamento de
los conversadores, las piezas fantasmáticas de una vieja máquina del habla de
la cual la literatura proviene.

A
través de los conversadores la conversación se vuelve novela del pensamiento, instante
del ensayo, ritmo del poema y fantasía progresiva de la inteligencia o
simplemente el sentir de la pérdida del tiempo en la fábula de la experiencia. En
un mismo lugar, ante los conversadores de siempre, la charla transcurre en lo
que podríamos definir como un transcurrir estático, ese decurso inmanente cuyo
movimiento es apenas el de los gestos mínimos: rictus en el rostro como
superficie delatora, o posturas corporales que tensan y distienden la alocución
de la voz, cuando no la impostación del trayecto en una orientación a seguir:
conversar y caminar, o retomar lo conversado en las dificultades de una
habitación cerrada permaneciendo inmóviles. Pero ya sea una u otra forma la que
se adopte, toda conversación es siempre una forma abierta al interior de esa
demarcación donde transcurre: el ágora de sus inicios, el salón de su apogeo,
el bar de su instante epigonal adonde, el viejo movimiento del espíritu se
vuelve acaso aquello que los románticos definieran como un carácter infinito y
progresivo para la poesía. Por eso la conversación vale tanto como adquisición
de una forma determinada y como pérdida de la misma, ya que el conversador
incrementa lo conversado, se vuelve hábil en su arte, pero también, habla por hablar,
experimenta el decurso de aquello que no tiene fin, renuncia a la consecuencia
de lo dicho para poder seguir diciendo en el porvenir.

Una
vez al mes, como acaso en 1791 y 1792 lo hicieran los románticos de Jena, el círculo
de amigos se cierra alrededor de la experiencia de la perdida del tiempo. Sin
nada que hacer, y sin otro interés común más que frecuentarse a veces, los
rostros, los cuerpos, las voces de esa reunión se entregan a cierta molicie que
ya se ha vuelto ‒no por la insistencia sino por la pausa que a la soledad de
sus integrantes le significa‒ un mero entusiasmo, la felicidad misma de no
estar en otro lado, el puro ensueño de suspender obligaciones, labores, familia
y prácticas amatorias. Ocurre que perder el tiempo es también abrazar la
experiencia del humor, el decir del sinsentido, el proferir de la malicia
obsesiva; por eso, reír por el tiempo perdido ‒antes que lamentar su ausencia‒ es
aferrarse a la imposición de un ritmo que, de rodeo en rodeo y alrededor de su
objeto, conduce a la ociosidad, al extenso campo de lo verde improductivo; pero
también, conduce a la helada y blanca verdad de la risa que, a un mismo tiempo,
es ubicua y escurridiza. El humor es conversación sobre nada, y la conversación
sobre nada tiempo perdido, por eso el tiempo perdido es el aquí y ahora de la
abolición del espacio. ¿Dónde ubicar entonces la presunta verdad verdadera si
no es en el afuera mismo de toda experiencia que significa la risa aplicada a uno
mismo? Kierkegaard ‒extrañamente un pésimo conversador, pero un excelso
filósofo del humor‒ al seguir los orígenes de la ironía en Sócrates, define a
la conversación de amigos como un arte; es más, la define como un arte al que solo
se le pide “atenerse al objeto”, aceptar que más allá de un sistema de preguntas
está también la negativa de las respuestas en el centro mismo de ese sistema.
De Quincey, que también divisó en la conversación la transgresión a todo
sistema, vio dicha transgresión a causa de que el objeto mismo de la
conversación es “un proceso de naturaleza tan ilimitada como lo es el
intercambio de pensamiento”. Qué ocurre por cierto cuando el sistema falla,
cuando a la pregunta no hay respuesta posible, cuando lo tratado se sabe
intratable; pues bien, lo irónico solapa la continuidad del diálogo, presupone
lo que falta o introduce lo excluido. Lo irónico en la conversación es la introducción
de lo diferente y lo opuesto en el reino de lo igual, o lo que el mismo
Kierkegaard definió como la personalidad de un risueño Sócrates reconstruida a través
de lo dicho a lo largo de los siglos: “Lo que en él había de extremo apuntaba
siempre hacia algo diferente y opuesto. Su caso no fue el de un filósofo que
expone sus opiniones como si esa exposición misma fuese el hacerse presente de
la idea; lo dicho por Sócrates significaba algo diferente. Lo externo no estaba
en unidad armónica con lo interno, sino que era más bien su opuesto, y ese es
el punto de refracción a partir del cual hay que concebirlo.” La conversación
es lo extremo de lo diferente, es la risa del afuera que inunda el lugar de
verdad puertas adentro de lo serio.

Ceñirse
al objeto, como principio de la conversación, pero también como una forma de
acercar al objeto lo distante de su contrario, lo dubitativo de toda refracción,
es perder el tiempo en el sentido de encontrar el lugar de la verdad en el
estallido de la risa voluptuosa que define lo conversado; pero que lo define por
afuera de las aspiraciones del pensamiento, es decir, que lo define al margen
de lo grave, lejos de la intencionalidad, a años luz de lo meramente planeado
que resta lugar al exabrupto o lo fortuito de la improvisación. Por caso,
cuando el narrador melancólico del
círculo de amigos que replica las reuniones de Jena profiere que lo contado
debe ser en cierto punto lo vivido, su objeto ‒el deseo que desde la infancia
lo lleva a querer convertirse en escritor‒ oscila entre lo sentimental ‒lo
aspiracional de toda forma‒ y lo patético ‒la fidelidad a cierta pulsión
verista que nos expone a lo ridículo de las propias pretensiones. Lo que se
escucha y lo que se ve es entonces chorros negros de voz y palabras proferidas,
acaso las columnas, las vigas, los dinteles de la conversación que sostienen la
catedral de la charla en donde, la pérdida del tiempo resuena en la risa de lo
irónico   

 

Todo me lleva y me ha llevado
más tiempo que a cualquiera de ustedes. Ni qué decir si son relatos que hace
tiempo tengo en la cabeza. Están ahí, a la espera de una forma para contarlos. ¿Me
explico? Quiero que suenen como hablo. ¿Se entiende? Como cuando en una reunión
todos prestan atención a lo que digo ya que soy muy bueno contando cosas que me
pasaron como si transcurrieran en una serie que todos vieron. Pero a la vez,
quiero que esos relatos oculten lo que me costó escribirlos; aunque no voy a
negarlo, también quiero que se transparente de dónde provienen tras ese
esfuerzo contra el que siempre lucho. Por ejemplo, pasar de una crónica, de una
distracción periodística, la que para mí tiene asegurada la forma de contarse,
y encontrarme otra vez en la atmósfera de lo familiar, para hacer con eso mismo
un relato, me parece que es retroceder siempre en lo que sé, que es volver una
y otra vez a una inseguridad auténtica pero paralizante. Y pensar que hay gente
que se me acerca para que la incluya en una de esas historietitas, cuando yo
las escribo para alejarme de todo. En realidad, es que no sé hacer otra cosa; o,
mejor dicho, no quiero hacer otra cosa. Por ejemplo, es verdad que un mentalista
del show-business profetizó que mi padre arruinaría todo su capital energético
de “niño índigo” hace un tiempo atrás. Pero más allá de si es verdad o no, ¿cómo
contarlo?, ¿cómo decir que aún hoy él ofrece sus poderes mágicos a clubes de
futbol de la ciudad y que, en su adecuación a un destino esquizofrénico y
proferido por un otro, como un mandato inútil que se obstinó en cumplir, nos
arrastró a todos hacia el fondo de esa imagen que una y otra vez, como les
digo, yo intento contar y contar? Para mi escribir es imitar la magia de los
libros que me fascinaron y me ayudaron a conjurar la incomodidad con la que he
vivido siempre. ¿Los aburro una de nuevo con esto?

 

Si la
conversación avanza sin saber qué hay más allá de ella, es porque los conversadores
no le temen al ridículo del humor, porque en él hay también una forma de
inteligencia frustrada, un método equívoco que conduce hacia un hallazgo
fortuito: el yo no es más que su negación al afirmarse. Por eso, cuando el poeta egotista escucha lo dicho por el narrador melancólico, no hace más que
corroborar lo escuchado cuando el hilo de su voz teje la atención de quienes lo
rodean

 

Primero que nada, me propuse
no decir yo. Me parecía una promesa sin futuro. ¿Qué podía decir un chico de
menos de veinte años? Creo que fue ahí cuando me decidí a coleccionar viñetas
grecolatinas que fueran la réplica de otros libros o de un erotismo disoluto
pero controlado. Me salían casi solas. Y convivían con otros proyectos de
escritura. Una novela epistolar, versos y más versos a unas fotografías; hasta
el extremismo de lo exótico no paraba de agitarme por esos años. Pero al final,
todos eran poemas posibles con diversos procedimientos y un solo fin: el
propósito de lo inactual. Andaba a los tumbos en ese tiempo, de la arrogancia
pasaba a la indolencia, y de la escuela del dolor a la indiferencia nocturna
del bochinche adonde me perdía; por entonces la posibilidad de escribir no
significaba nada, salvo que era lo más parecido a la intensidad de los otros. Una
tarde bajaba la barranca saliendo de la universidad. No me acuerdo si todavía era
alumno o si ya los demás me escuchaban. Da igual, era el mismo idiota sentimental
y soberbio que se reía de todos y a la noche se hacía amigo de cualquiera. Durante
lo lánguido de esa siesta sintiendo la nada había escuchado algo tan estúpido
como solo lo que la mala teoría puede decir, “una polifonía de voces
novelescas”, y se me ocurrió entonces extrañarlo, pero por medio de las
cadencias de un ritmo que había descubierto. Ahí ya tenía otro libro. Iba a
meter a tres amigos arriba de un auto, viajarían conmigo, iríamos a ninguna
parte, se parecería a una película de voces en la oscuridad, como las que hacía
la escritora que por esos días traducía, inventaría didascalias y lo dramático
me dejaría aún ocultarme y no tanto. Al final, recuerdo solo dos versos, o como
suelen decir, dos versos pero que se salvarían y me salvaría del olvido: “El
presente, en efecto, es igual para todos, / pero lo que se pierde nunca lo es”.
¿Y qué eran? Una puerta, un pasillo, la ventanita que me llevaría a la
felicidad del porvenir. Escribir es una fuga hacia adelante, un impulso desnudo
similar a la carcajada que puede arrojar cualquiera de nosotros al darnos
cuenta de que, por unos instantes, nos hemos visto obligados a tomarnos en
serio 
 

     

De lo
dicho entonces solo queda la distinción, pero no la que hace a una diferencia
en favor de algo, sino la que simplemente discierne, la que permite a la
conversación dar un orden al recorte caótico de las posibilidades de lo dicho
que ésta escenifica. Matices de la estupidez por medio del humor se transforman
así en categorías de lo estúpido, y, por cierto, con todo es el método quien al
fin define o ilumina lo que se dijo. Lo que luego de escuchar a el narrador melancólico y el poeta egotista, el novelista experimental entendiera como furor poeticus

 

¿Quién era ese filosofo que
nos negaba poder ser otros mientras nos condenaba a perseverar en nosotros
mismo? Siempre escribí en contra de eso. Desde el primer impulso, en la primera
frase, al verso que asomaba con su rima, o al argumento que se expandía cual la
novela que jamás escribiría, a todo lo encauzaba por ese lado: negar la culpa
de mi egoísmo que, por supuesto, para mí no existe ni existía. Una vez en mi
pueblo hubo un accidente. Yo era chico, pero ya quería ser el que soy, al menos
en el deseo que, para desgracia de quienes negamos el psicoanálisis, existe y
desde muy temprano. Una chica de la primaria, de la que estaba enamorado porque
me gustaba entre otras tantas, perdió a su madre cruzando una calle. Qué
extraño, hoy que las palabras se usan peor que hace cincuenta años atrás, diríamos
que tuvo un siniestro, pero matizando el significado novelesco de lo caótico y
creyendo que, con lo ocurrido, uno lo pierde todo, cuando en realidad, gana
algo que no se entiende. Era febrero, a la siesta, en el boulevard de las
palmeras; un auto viejo, conducido por borrachos trasnochados y amanecidos la
llevó por delante. Mi amiga, unos instantes antes, se soltó de la mano, se
distrajo, desobedeció y el destino, lo fortuito o vaya uno a saber qué cosa, la
salvaron para siempre, o la hundieron en un limbo del que nunca despertó. Después
de eso comencé a escribir una novela que se llamaba Un amor a los doce años; no
recuerdo nada, salvo que por ese entonces para mí las palabras tenían el poder
de modificar la realidad. Qué ingenuo. ¿Habré querido devolverle a su madre en
un cuaderno mortuorio? ¿O habré querido distraerla de su dolor sabiendo que eso
mismo la acercaba a la vez que la alejaba? Obviamente eso no era escribir, pero
la escritura ya estaba trabajando en mí. ¿Sabían que mucho antes de escribir ya
se está escribiendo? Con la brutalidad de la disciplina que me dejaba tiempo
libre, en la adolescencia y rodeado de hombres, como ahora, que sigo rodeado de
hombres y corrijo la prosa del mundo de otros para ponerle un nombre de olvido
a los días sucesivos, entendí que la literatura debía funcionar por adherencia,
debía volverse portátil, como las canciones que escuchaba en la radio, teniendo
que memorizarlas, porque para escucharlas otra vez, había que esperar la
distracción de la suerte. ¿Cómo hacer entonces una novela de tan solo tres
minutos? Sí, soy ambicioso, pero en la ambición hay un pasaje hacia el humor,
un método maniático. Si relatar es alterar ahí tenía entonces ese principio
para tomarme en broma: sería un novio secreto, dos hermanas reflejadas en lo
convexo de sus personalidades, un mudo que canta, reencarnaciones ajenas de
almas opuestas pero afines, y sería yo mismo en lo impersonal de confesiones que
pertenecen a otros. Bueno, así el camino del obsesivo que aún soy me condujo hacia
el estúpido con el que vivo, ¿no? Al menos así me encontré con ustedes, que ya
deben haber escuchado todo esto    

 

Richter,
que admiró a Goethe, aun cuando se aburrió al conversar con él, con algo más de
dieciocho años señaló que “el ingenio es la capacidad de advertir la relación
entre ideas lejanas; la sagacidad, la de hacerlo entre las ideas más próximas”;
acaso conversar sea eso, la ambivalencia de clasificaciones y tipologías que le
caben a un mismo sujeto y que a la vez las excede; acaso conversar sea la
transmutación que el ingenio, en ese movimiento, hace de lo estúpido en
maravilloso, como en lo dicho por el
ensayista
, después de escuchar a cada uno

 

Si no los conociera, si no
hubiese escuchado esto una y otra vez, no podría decir lo que voy a decirles: todo
lo dicho teje la red de una araña, pero la relación de esa red no es con el
aire o los cuerpos que esta pueda atrapar, la verdadera relación es con lo
invisible, con la paradoja de lo que es claro a los ojos, aunque oculto al
entendimiento. Por suerte mañana será otro día, y no habrá tela, ni araña, pero
sí el recuerdo de lo cómico, razón o entendimiento que quiebra sus propias
leyes al llegar la vigilia del balbuceo, el verdadero hablar de los borrachos,
que nunca dicen nada y siempre dicen todo