[Las siguientes
crónicas fueron extraídas de El amante del tenis, 2014]
La eterna metamorfosis de Vilas
Cerca
de sus treinta años, el argentino no deja de mejorar. Noah eliminado en tres
sets (7-6, 6-3, 6-4), se dio cuenta de eso rápidamente.
El
gran perdedor de estos Internacionales de Francia será, en todo sentido, Borg.
El sueco no solo está ausente de las canchas, sino que está en vías de
desaparecer de un terreno sobre el que tenía un lugar inconquistable: la cabeza
de los demás jugadores, sus rivales. Durante años, ser vencido por él era
sufrir una lección de tenis. El temor a Borg, por un momento, sirvió de norte a
un mundo del tenis desorientado, sobrepagado y mediatizado. Intimidaba a los
más jóvenes (McEnroe, Leed) y mantenía a sus iguales de ayer en la humillación
del segundo lugar (Connors, Vilas). Vilas, por ejemplo, estaba casi olvidado.
El dinosaurio argentino, el artista del gran efecto monótono, el mal querido
del circuito, medía como un gran felino la línea de fondo de tal modo que
raramente la abandonaba. El año pasado, Noah lo había eliminado de Roland Garros.
Por otro lado, el argentino se acercaba los treinta años, que para el tenis de
alta competencia está a punto de convertirse en la edad canónica. Y entonces,
de repente, un buen día de 1982, con Borg exiliado por un tiempo de las canchas
y las pesadillas, Guillermo Vilas encontró una nueva juventud, otro juego, otra
manera de ser Vilas.
Los
espectadores del court central del miércoles por la tarde dudaban tan poco de
todo esto (lo habían visto atomizar sucesivamente a Christophe Freyss, Jairo
Velasco, Juan Avendaño y Andreas Maurer) que, cuando pasó todo el ruido, se
olvidaron incluso de alentar a Yannick Noah. Era evidente que, aun menos
fatigado, con las piernas en mejor estado, animado de un ansia mayor por ganar,
Noah no podía hacer nada contra este Vilas. Como siempre, dio pruebas de coraje
cuando todo estaba perdido y le faltó consistencia en los momentos en que el
match podía inclinarse a su favor —especialmente en el cuarto game y en el tie
break del cuarto set. Contra Vilas, su juego parecía ser, una vez más, el que
había logrado el año anterior: irse a la red lo antes posible tras el primer
saque —o el segundo, nunca demasiado fuerte— de Vilas y, especialmente, evitar
dejarse pasear por el fondo de la cancha por pelotas con mucho top spin que
rebotaban muy alto.
Pero
ayer esta táctica no podía triunfar. Por un lado, Noah llevaba sobre sus
piernas el peso del match maratónico contra Fibak dos días antes (aunque él
mismo admitió con honestidad que ganar Roland Garros, el más exigente de los
grandes torneos, quería decir que podía sobrevivir a partidos semejantes). Por
otro lado, Vilas apareció en posesión de un juego más completo y más
desmoralizador que nunca. El argentino ha mejorado allí donde todavía tenía que
hacer progresos (saque, volea). Sigue siendo un temible pasador y un devolvedor
de acero. Finalmente, ha humanizado un poco su juego, optando por pelotas más
profundas, inclinado hacia un golpe con efecto inédito y difícil de jugar,
asfixiando siempre al adversario a distancia y yendo en persona —¡sí, Vilas!— a
recolectar como flores pelotas imposibles con grandes zancadas sorprendentes,
devolviendo esos reveses que Noah creía imparables, sin economizar más,
poderoso, veloz, ágil: un otro Vilas.
Más
pasa el tiempo y más nos hace pensar Guillermo Vilas en una máquina que no
termina nunca de calibrarse y mejorar. Un prototipo sobre el que vela su
guarda-coach, Ion Tiriac. La carrera de Vilas está sostenida por esta idea de
la perfección, del refinamiento infinito. Cada año, el argentino vuelve con la
mirada un poco más ávida, más alejada de nosotros, con una cuerda nueva en el
arco de su raqueta. En pocos años lo hemos visto cambiar muchas veces de saque,
intentar golpes secretos, adoptar recientemente el cordaje grande. Hay algo de
vano y de grandioso en esta soledad del atleta infinitamente mejorable, del
atleta muy presente en la cancha y muy ausente para el público.
5 de junio de 1982
Vilas a la final, sin perder un set
El
buen público parisino apenas se había familiarizado con el tenis fino de
Higueras y su saque tranquilo cuando le fue necesario hacerse a la idea de la
probable desaparición de este elegante dinosaurio. Fue inapelable y, como se
preveía, Guillermo Vilas atesoró con la elegancia de un ogro todas las pelotas.
El score es severo: 6-1, 6-3, 7-6, aunque indica, sin embargo, un tercer set
temible, ganado en el tic break. Así, el argentino se presentará en la final
sin haber concedido un solo set a sus adversarios. Los periodistas, que ya
habían enviado a sus medios el anuncio de la victoria sin tropiezos de Vilas,
de pronto tuvieron miedo. La tribuna de prensa, por lo general la más
bulliciosa del court central, se vio asaltada por la duda. En efecto, tras
haber adaptado su estilo al golpe con top spin de la bestia argentina, Higueras
mostraba con autoridad su juego de profesor del Club Méditerranée. Sacaba a
plomo y no se dejaba desbordar. Vilas constató con preocupación que de esa
manera ya no podía ganar. Pero Higueras, incapaz de sostener por mucho tiempo
un tenis de tal calidad, con el repentino aire de un místico del Greco que
llegó tarde al entierro del conde de Orgaz, bajó los brazos y perdió
bestialmente el tic break y el partido.
Dos
cosas hay que decir de Vilas. En principio, aún no ha logrado hacerse querer
del todo por el público. Su presencia en la cancha es terrible, y su juego
sigue siendo introvertido y poco espectacular. Rompe demasiadas raquetas, y su
rostro está siempre demasiado presionado por la preocupación de ganar. Al mismo
tiempo existe, entre el público y el jugador argentino una connivencia que
viene de lejos. Criticado durante años por no ir nunca a la red, considerado
como un monolito en el fondo de la cancha, ha decidido —visiblemente— ir contra
su naturaleza y correr detrás de todas las pelotas. Todas. Ayer puso en ello un
cuidado tan grande y una velocidad tal que, en dos ocasiones, Higueras olvidó
devolver las pelotas fáciles que Vilas había ido a buscar a las antípodas. La
multitud, finalmente enardecida, gritó. Fueron grandes momentos. Esperemos que
los haya también en la final.
5 y 6 de junio de 1982
Final tse-tse en Roland Garros
La
pared Wilander demuele la pared Vilas en cuatro sets (1-6, 7-6, 6-0, 6-4)
Calor
y agotamiento ayer en la final de Roland Garros. El público que fue a tostarse
se cocinó. Los amantes del juego de saque y volea lloraron de decepción,
mientras que los viejos dinosaurios se guiñaban el ojo con alegría. Había
razones: lo que nuestro buen pueblo redescubrió ayer por la tarde fue el viejo arte
de la tierra batida, rebatida y sobrebatida, anterior a la invención del tie
break, de la televisión, del tenis moderno.
Porque,
al final, una pared no se encuentra con otra pared, pero dos pueden
resquebrajarse mutuamente, una ante la otra, por la acción conjugada del sol y
los gritos de la multitud. A fin de cuentas, la pared que queda en pie al final
gana. La pared Wilander, por ejemplo. Porque no había ningún misterio: Wilander
y Vilas no tienen nada que decirse (tenísticamente hablando, se entiende). Pero
nadie imaginó que algunos puntos iban a durar más de tres minutos y hasta
noventa golpes (¡noventa!). Es una forma más bien lenta de hacerle saber al
otro que no tiene nada que decirle. Hacía mucho tiempo que no se veía un
partido en el que la bola se moviera hasta tal punto con el efecto embobado del
pelota-paleta playero. Esas pelotas altas cargadas de todo el efecto y todo el
odio interior del mundo (¡viva el odio exteriorizado, viva el juego llano, viva
Connors!) agotaron, literalmente, a los jugadores. Y como jamás se apartaron de
ese guion en el cual uno devuelve la pelota como si se tratase de una mosca
tse-tse, los puntos del partido figuran en el score pero en realidad no
tuvieron lugar en la cancha; a tal punto el efecto de hipnosis había alcanzado
a todo el mundo. El partido pudo ser emocionante: solo fue raro. Pasaron dieciséis
minutos para que Vilas fuera por primera vez a la red; fue necesario un tie
break jugado entre el viento y una tormenta de tierra en el segundo set para
que el match encontrase finalmente algo del dramatismo que faltó durante este
Roland Garros de 1982.
Queda
claro que la ausencia de emoción proviene de la falta de variedad. Entre los
jugadores, en el juego de uno solo, o incluso durante los partidos. Todo el
mundo tiende a jugar más o menos parecido: ausencia de instinto asesino,
cálculo de ajedrez, renuncia al juego ofensivo. Este año solamente Vilas
emergió en gran estado de esta masacre, bien posicionado para llevarse París
por segunda vez después de cinco años, cuando había ridiculizado a Brian
Gottfried en la final, y probar que aún era posible ganar un gran torneo a los
treinta. Vilas supo cómo recrear algo de
misterio a su alrededor. ¿Cómo lograría salir de ese tenis autista que había
practicado tanto tiempo? Poco a poco, me daba cuenta de que Vilas se parecía a
un personaje de los dibujos animados. Tom, digamos, pero un Tom muy especial,
uno que en cierto momento había aprendido a convertirse —finalmente— en Jerry,
es decir, en el otro. Tom-Vilas comenzó a trotar como un bólido de cristal
hacia la red, hacia la catástrofe, o frenaba en seco antes a lo largo de las
líneas. Me encantaba ver este espectáculo inesperado (especialmente en el
partido con Noah). Me encantaba este nuevo Vilas con su movimiento incesante,
su “jueguito de piernas”, y todavía me pregunto por qué no pude reconocerlo
ayer en el court central. Sin embargo, al comienzo del partido, cada vez que
fue a la red tuvo éxito. ¿Por qué diablos renunció a ser Tom y Jerry? ¿Qué le
habrá dicho el melifluo Ion Tiriac? ¿Por qué se dejó asfixiar por Wilander en
su propio juego? Misterio, nuevo misterio Vilas.
Para
seguir con la metáfora del dibujo animado, diría que el poeta argentino que no
supo desdoblarse cayó bajo la más tenaz de las bestias del celuloide: Droopy,
ese que parece nada y es capaz de todo. Y sí, en la conferencia de prensa que
siguió al partido, la reacción de Droopy fue “Estoy feliz… muuuy feliz…”.
7 de junio de 1982
Vilas e Higueras deprimieron hasta el clima
Tras media hora de un match soporífero, el cielo descargó
su primera lluvia sobre el torneo. La sombra de dos campeones y una caricatura del
tenis.
¿Higueras o
Vilas? Se había previsto un partido-río y, para llevar agua al molino de esta previsión,
intervino la lluvia, que interrumpió el match y transformó el polvo de ladrillo
en una superficie aún más lenta, sobre la que los dos laboriosos hispanófonos
embarraron su juego y provocaron el aburrimiento de todos. ¿Quién ganara?
Vistos los tres primeros sets, tras las emociones del dia anterior y el bello
desempeño de Wilander, la cuestión casi no tiene interés.
Poco para
decir respecto de Higueras. Es un jugador bien clasificado pero siniestro.
Cuando gana (como a Connors el año pasado) es porque logró darle una lección de
tenis a quien merecía sufrirla. Es un esteta de la tierra batida, con gestos
impecables, que cuando saca es Cristo muriendo regularmente crucificado en la línea
de fondo. Su barba no impide olvidar la corona de espinas imaginaria que porta sombríamente,
y uno se lo imagina dando lecciones de tenis en un club de millonarios, en algún
lugar soleado del sur.
Vilas es
otra cosa, la sombra de un gran jugador que ha olvidado como serlo, la víctima
del amamantamiento excesivo de Ion Tiriac y de una soledad de estrella melancólica
totalmente fabricada. Cuando uno lo ve esperar pacientemente que el otro se
equivoque (y viceversa) nos decimos que se debe aburrir mucho. Cuando lo vemos
precipitarse hacia cada pelota, nos decimos que este tipo nunca descansa.
Finalmente, uno no sabe qué decirse. ¿En qué piensa Vilas? ¿En variar su juego?
Cometería un error, dado que sigue siendo malo con la volea. ¿En reencontrar el
instinto asesino? Tiene un aspecto tan solitario en el court que no puede
querer asesinar a nadie. Entonces solo le queda lanzarle miradas glaucas a
Tiriac e incluso consultarlo antes de protestar por un error del árbitro. En
síntesis: un zombie.
El año
pasado, Vilas había vuelto en forma y estuvo a un pelo de llevarse su segundo
Roland Garros. Lo hubiera hecho si no hubiera aparecido Wilander. El poeta
argentino había pasado por una metamorfosis. Estaban en él, locamente
albergados en ese gran cuerpo macizo, un Tom y un Jerry a la vez. Un gato grande y un ratoncito. Un
Tom con pequeños trotes cadenciosos que barre el set con su gran revés con
efecto y se transforma en un trompo volador para efectuar su golpe más bello:
el smash de volea hacia atrás. Y un Jerry que corre rápidamente hacia la red,
cubriendo el terreno a la manera de un dibujo animado, para intentar hacer
voleas mínimas. Este año, Tom y Jerry siguen ahí pero la película es un poco
pálida. Lo miramos con cierto aburrimiento divertido. A Guillermo Vilas le
falta atractivo.
2 de junio
de 1983
***
Una piba linda y gruñona en la fosa de los dinosaurios
Bajo las nubes pesadas de un cielo tormentoso, la
argentina Gabriela Sabatini logró que soplara una brisa refrescante en el court
central. Frente a ella, Chris Evert-Lloyd confirmó la tendencia de Roland Garros
1985: nuevitos y nuevitas, primero hagan la fila.
Hace muchos días
que es imposible ignorar el rumor: una jugadora jugaba bien. Gabriela Sabatini,
quince años, 33° en el ranking ATP, insuflaba un poco de vida en el torneo
femenino. Después de haber sacudido mortalmente a la coriácea y búlgara Manuela
Maleeva, daría sus primeros pasos en el court central. El rumor decía que la
chica también era linda, que tiraba profundo y que quería ganar. ¿Lo lograria?
Frente a ella estaba Chris Evert-Lloyd y un rumor complementario: se habría
cansado del juego, cansado de dominar (junto con Navratilova) el tenis
femenino, habría perdido el gusto por la victoria. A los treinta años es una
anciana, y la metáfora era demasiado bella como para no sucumbir a ella:
Gabriela podría ser su hija.
Fue
necesario que el público, que a pesar de las nubes de tormenta ese día era muy
numeroso, se hiciera su película y confrontase el escenario imaginado con el
real. Además estaba el placer de ver a Sabatini salir del rumor y entrar al
court central; volverse, ella también, real.
Empezó
sacando y, valientemente, ganó su primer game a cero. No tanto por su saque, un
poco débil e incluso indigno, sino por sus golpes altos y su top spin enérgico.
Pero desde el tercer set Evert, más regular, logró quebrar por primera vez,
seguido de un segundo break en el quinto. Abajo
5-1, Gabriela, siempre alentada por el público, se rehizo hasta el 5-4. Así
pudimos ver que su calidad anímica (temperamento generoso, combatividad, coraje)
podía suplir por algunos games las lagunas de su tenis, todavía incompleto. Hay
demasiadas cosas que aún no sabe hacer: muchas veces se lanza al azar o pierde
de vista la cancha. Pero que importa: juega sus golpes favoritos con determinación,
acelera su drive y hace correr a Evert-Lloyd.
Así fue como
en el primer set gano completamente y a cero tres games. En el segundo set todo
cambió: Sabatini cometido mayor cantidad de errores y Evert-Lloyd sacó su gran
juego. Un gran juego hecho de algunos passing shots desmoralizantes y de una
regularidad molesta. El partido se transformó en una lección de tenis más bien
bella, y uno o dos incidentes con los árbitros (siempre tan distantes y
puntillosos) terminaron por cansar a todos. El tablero electrónico se
descompuso y mostró resultados erróneos mientras las nubes de tormenta se
amontonaban. Evert-Lloyd se llevó el partido cuando Sabatini ya no sabía de qué
manera ubicarse para recibir el saque siguiente. Mas tarde, en la conferencia
de prensa, la argentina respondió con onomatopeyas gruñonas a las preguntas de los
periodistas, tan menuda que los micrófonos la tapaban, efectivamente muy linda.
Una piba.
Así, como en
el caso de los caballeros, las dos cabezas de serie del torneo femenino van a
reencontrare en la final del próximo sábado. Navratilova, salvo que suceda un
accidente, vencerá una vez más a Evert-Lloyd. Sera otra bella lección de tenis.
Lo que no impide que el torneo femenino este año haya caricaturizado lo que sucedió
en el masculino: al final los más duros, los más experimentados y los más
viejos tendrán la última palabra. En cuanto a los jóvenes, se los ha visto con
otra mirada. Se los ha visto como eventuales futuros posibles de Roland Garros
en unos pocos años. No como hace algún tiempo, cuando se los veía una vez por año
prometer, después olvidarse de cumplir su promesa, y finalmente ser olvidados.
El tenis es un deporte tan mediatizado que hoy solo existen algunos torneos celebres
y la lista de sus habitués. Entre las mujeres es peor. Es probable que Sabatini
gane –¿por qué no?– Roland Garros algún día. Pero entre Navratilova (veintiocho
años), Evert-Lloyd (treinta) y el resto de las mejores jugadoras mundiales hay
una fosa. Una fosa tan profunda que es necesario ir a buscar pibas gruñonas y
superdotadas para hacerlas jugar contra las dos dinosaurias devoradoras. La generación
intermedia (las que andan por los veintitrés, veinticinco años) parece haber
sido vencida, desmoralizada y aniquilada. De allí lo extraño de estos torneos.
De allí el raro desequilibrio.
7 de junio
de 1985
Graf pincha a Sabatini en el final
No veremos a la hermosa jovencita Gabriela Sabatini en la
final. Ayer terminó perdiendo 6-4, 4-6, 7-5 después de haberse puesto 5-3 arriba
en el último set.
Como si se
tratara del resumen de las décadas pasadas y del trailer de las futuras
respectivamente, ayer las semifinales del torneo femenino enfrentaban por un
lado a dos “viejas” y, por otro, a dos jovencitas. Será la alemana Steffi Graf
quien represente a estas últimas en la final. ¿Ganó? Si, en el score formal. ¿Dominó
el partido? No: el score fue muy ajustado. Aunque Graf era la favorita, nunca
tuvimos la impresión de que Gabriela Sabatini no tuviese siempre chances de
ganar, incluso aunque estuviéramos convencidos de que no sabría aprovecharlas.
Vuelto aún más
un partido-río por la interrupción de la lluvia, el encuentro parecía haber
empezado hacia siglos cuando termino casi repentinamente. Sabatini, que iba
arriba 5-3 en el tercer set, sabía que era entonces o nunca la oportunidad de
intentar algo diferente, de correr a la red, de hacer lo imposible por arrancar
el ultimo game que le faltaba. Pero se lo llevó la fatiga, ganó la falta de oxígeno.
Agotada, Gabriela vio como se le iba el último punto del partido, un partido
que, sin embargo, fue ella quien siempre animó.
Las dos
jugadoras, amigas fuera de la cancha y compañeras de dobles, se libraron a un
match tenso, a menudo bello, siempre técnico. Conocemos menos facetas del juego
de Graf que del de Sabatini. Ya enamorado de la joven argentina –efectivamente más
linda que nunca–, el publico parisino recibió mucho mejor su tenis más variado,
más extravertido, en síntesis, mas “sud” que el de la alemana. Sabatini no dejó
de jugar sobre el revés de Graf, un revés con slice mucho menos peligroso que
su drive. Graf también jugó sobre el revés de Sabatini, pero en su caso el revés
con top spin es mucho más difícil de neutralizar. Por otro lado, fue ella la
que lo quiso así, dado que su punto fuerte, ahí donde es casi terrorífica con
sus bólidos profundos, es cuando acelera su drive.
Graf jugó
medianamente apoyándose en los errores y la fatiga de Sabatini, que durante
mucho tiempo tuvo un gran despliegue físico en la cancha. Jugó, como le es
habitual, desde el fondo, aprovechando el miedo de la argentina a ser
traspasada si se aventuraba hacia la red. Y tuvo la sangre fría necesaria para
no creer que perdía cuando iba 5-3 abajo en el tercer set. En definitiva: como
dice el lugar común, como una verdadera campeona, jugó bien los puntos
importantes y llega totalmente emocionada a su primera final de Grand Slam bajo
la mirada de papá, mamá, los perros y el hermanito que la vieron desde
Alemania.
El interés
de este partido nos hizo ingresar en puntas de pie en una nueva fase del tenis
femenino, el post Chris-Martina. Si el tenis masculino se desestabilizó con el
retiro prematuro de Borg, el femenino se encuentra en una situación totalmente
distinta. Hubo una generación entera de jugadoras más jóvenes que (con la excepción
de Hana Mandlikova) fue usada, desalentada, herida por el terrible reino
Evert-Navratilova. Esas dos devoradoras tuvieron un segundo aire, y sus duelos
han tenido el aspecto de un ritual en el que la grandeza rara vez quedó
excluida.
Hizo falta
esperar la aparición de jugadoras mucho más jóvenes para que fuera pensable un
desarrollo de la situación. Para que un tenis cada vez más rápido, neto y técnico
reemplazara los problemas anímicos y las crisis de nervios de antaño. Steffi
Graf y Gabriela Sabatini practican ya ese tenis lúcido e intenso.
5 de junio
de 1987