Sobre El pintadedos de
Carlos Catania (1984)
Números
La multiplicidad lucha contra la unidad. Su riesgo es
caer, no obstante, en la dualidad. El cuatro es el comienzo del múltiple. La cifra par amenaza todo el tiempo con la reducción al
dos. Uno es muchos: el narrador se multiplica, también los puntos de vista, los
procedimientos, los pensamientos. El relato se quiebra, se desplaza, se
disemina. Pero lo que atenta contra el múltiple (el cuatro) no es el uno sino
el dos: el maniqueísmo, la moral, el pensar por dicotomías, la política (¿puede
la política pensar fuera del dos?). Ahora es uno (el narrador), antes eran
cuatro (los amigos), en el final serán dos: la conciencia exacerbada (dos de
los amigos) y la mala (los otros dos).
Carlitos, el Bizco, regresa a San Carlos, Santa Fe,
el pueblo de su infancia, después de treinta años. Es el 3 de mayo de 1980.
Como perito dactiloscópico especializado en la identificación de cadáveres,
forma parte de un grupo policial que arriba para investigar un extraño caso. Le
importa menos su familia (los padres y una hermana) que sus amigos de niñez,
los Inseparables, cuyo recuerdo posee una especial densidad. Entre el pasado de
esa amistad y el presente opresivo de una historia oscura, la novela hará un
contrapunto en el que se recogerán todas las notas de la partitura: la relación
amorosa y orgiástica de los Inseparables con la Moira; la biografía del
narrador, desde su concepción misma hasta su propia paternidad, sus
frustraciones, renuncias y desapegos; la saga del Pueblo, en el que la
descendencia fundadora cruza los lazos familiares con los de la genealogía de
una Nación; el diálogo (estilo Puig) entre un cabo mayor y un soldado raso que,
junto con los brillantes parlamentos finales del general Camello, volverán
legible el punto de vista de “los perseguidores” (como los llama la división en
capítulos); el calvario de una Madre de Plaza de Mayo, que entreteje la
Historia con las historias; las biografías de dos de los amigos (en forma de
declaración policial una y de monólogo insomne la otra).
Este múltiple de historias entreveradas,
singularizadas por diferentes procedimientos, a medida que despejan misterios y
revelan intrigas, van no obstante depositando capas de oscuridad en torno a una
ausencia: la del amigo desaparecido cuyo paradero constituyó siempre un misterio.
Esta opacidad, iluminada en el desenlace, será el correlato de otra, en
definitiva el enigma que permanecerá no desentrañable: el sentido de la
biografía del pintadedos, cuyo destino parece jugarse también en el retorno al
espacio-tiempo del origen.
Contrapunto faulkneriano
Una columna del ejército va en busca del Indio, un
peligroso y camaleónico líder guerrillero. En un desfase temporal, que será de
unos días y se irá acortando, hasta confluir con el tiempo del protagonista,
“los perseguidores” van tras su presa, así como cada interpolación persigue,
asedia, la dominante de la partitura. 29 de abril, 3 de la mañana (es decir,
cuatro días antes del comienzo): apenas corregido por una pocas falsas
didascalias, dos soldados conversan, o más bien uno interroga, entre amistoso y
desconfiado, a otro. El que asedia es un cabo mayor, que le contará al colimba
los detalles de la persecución del Indio y el carácter del general que encabeza
la misión, el Camello. Por su parte, el colimba se muestra reticente, aunque
corresponde a la complicidad. Esta incipiente amistad, precedida por un
episodio aludido (el joven salvó la vida del cabo), está sin embargo
interferida por la desconfianza: el soldadito es sospechoso de tibieza y tal
vez de espionaje. Ante la inquisitoria, se muestra más bien escéptico, ingenuo,
“apolítico”: no parece simpatizar con la causa de la que, de modo más bien
obligado, participa, pero tampoco se muestra como un rebelde. A cada diálogo,
sucede un apéndice, un suplemento: el monólogo de la Madre, escrito en forma de
carta “a quien le interese”. La articulación es la simultaneidad: la exactitud
del péndulo espacio-temporal dice que “a la misma hora” en que se lleva
adelante el diálogo, la Madre escribe la carta. La voz del soldadito, entonces,
interfiere en ese dos de los “bandos”: el cabo se muestra paternal (incluso
insinúa una inclinación erótica), la Madre busca a su hijo. Aquí, el diálogo de
“machos”, minado por un homoerotismo sutil, un poco edípico; allá, el
testimonio asaz femenino de una señora burguesa que accede a su toma de
conciencia gracias al terror de la Historia. Aquí, la virilidad de la empresa
guerrera, vuelta épica patriótica, la seguridad autoafirmativa de quien detenta
el poder fálico (“Ojo, que más de tres sacudidas es paja. A ver, sacala un poco
más, a ver”); allá, la dignidad de la víctima cuyo suplicio expone su condición
de mujer como otredad avasallada, oponiendo a la violencia desmedida del
“aparato” falo-estatal el “impoder”, la impasibilidad lúcida, la resistencia
activa. Aquí, la prepotencia de la palabra oral, de la voz de mando, la forma
inquisitoria del interrogatorio, la chabacanería del habla, el estereotipo
verbal encerrando el pensamiento cristalizado, el clisé que articula el
parloteo de la ideología. Allá, la resistencia no violenta, reticente, silente,
de la escritura, la construcción de la memoria inscrita materialmente en forma
de recuerdos que siguieron al despertar.
Aquí la luz de la razón que se vuelve sistema de
opresión, de violencia, de tortura y de muerte. Allá las tinieblas de quien
comprende de repente el mundo como constituido originariamente por la noche y
la opacidad, por la ausencia y el absurdo (“Me han quitado los anteojos y la
habitación está casi a oscuras. Perdón por la letra”).
Lo sagrado
Los Inseparables fundan su amistad en torno a su
iniciación sexual con la Moira, una extraña y atractiva forastera. En el
comienzo, está la orgía. Ya la infancia, como recuerdo, es una experiencia
despersonalizadora. En el encuentro con la Moira, los Inseparables se vuelven
un solo cuerpo (“cabíamos todos en ella, como un solo hombre: atrás, adelante,
en la boca, en su mano”), pierden individualidad, alivianan esa subjetividad
todavía volátil que es el niño sexualizado. El cuatro hace el múltiple. La
Moira, junto con el erotismo, les trasmite su credo: el desprecio por el macho
humano adulto (correlato del militar sanguinario y devorador), la preferencia
por la inocencia de los niños y los animales, que pertenecen al mismo reino, el
de un sí-mismo sin conciencia (“animalitos inteligentes y tiernos, prefiero ser
montada por un animal antes que por un hombre maduro”). Los Inseparables son
una comunidad: la Moira imparte un sacerdocio pagano, predica un oscuro credo
a-humano. Sacerdotisa o Diosa, la sexualización de los amigos, más que
volverlos hombres, los compromete en una animalidad, en una pre-humanidad, en
la que convergen con lo divino de la inmanencia (“decíamos los cuatro de la
Moira que siendo nuestra novia era sagrada”), una arcadia pre-moral o amoral
(“solo más tarde empezó a preocuparme lo que estaba bien y lo que estaba mal,
antes jamás sentimos lo que se dice culpa”), una indistinción en la que el “yo”
es un instante de aglomeración de fuerzas, pulsiones y afecciones (“¿quién de nosotros
soñaba?”).
Intrigas
Aunque se multiplican las pesquisas, los misterios y
las revelaciones, no hay trama, ni tramas, policiales. Los enigmas así llamados
se entrelazan con los secretos (la muerte de la Moira, el destino del amigo
desaparecido). Lo policial superpone lo histórico-político a las biografías: la
intriga de las pesquisas se entrevera con las amorosas, fraternales,
familiares, comunitarias. Las historias no representan la Historia: ésta se
articula en la multiplicidad de aquellas.
¿Cuál es el secreto que une a los Inseparables en un
pacto de silencio? El dramático desenlace de su rito sagrado, cuya exacerbación
fantasiosa desembocó en el sacrificio y descuartizamiento de la Diosa, como una
Osiris de la pampa santafesina. ¿Quién está detrás de las amenazas contra el
pueblo, que el improvisado comisario Berardo, “el Chilín” para los
Inseparables, no es capaz de manejar, a causa de lo cual retorna, junto con la
comitiva de investigación policial, el pintadedos? No un mero caso policial
aislado, sino la cortina de humo de una trama más compleja que atañe a la
situación político-policial del país. ¿Quién es el Indio y a dónde va a
buscarlo la columna del ejército? ¿Qué hay detrás del misterio de los
mongolitos, los “idiotas del pueblo”, y la desaparición y muerte de los médicos
que quisieron tratarlos? ¿Existe relación entre todos estos misterios?
¿Confluyen en un mismo punto, un grumo espacio-temporal, o están destinados a
dispersarse, a dejar algún hilo suelto?
Yuxtapuestas, también las intrigas que arman de modo
incompleto la trama biográfica del protagonista: ¿quién violó a su hija y por
qué? ¿Qué pasó con su amada Adela, a la que el relato interpela en segunda
persona? ¿Qué hay detrás de la tortuosa relación con su padre? ¿Es su regreso
al pueblo casual, como se dice al comienzo, o es consecuencia de algún resorte
poco visible o escamoteado? Los retazos de su vida, una existencia signada por
el fracaso y la tragedia, pero también por la lucidez y el escepticismo, por el
desasimiento y la acedia, por la certidumbre muda de que su oficio de
pintadedos conlleva una metafísica personal, permiten iluminar un itinerario
cuyo sentido (a fin de cuentas, ¿quién es el pintadedos?, ¿quién o qué soy yo?) permanece
inaprensible, pero no por incompleto, sino más bien por algo así como un
exceso de claridad cristalina que
impide ver.
Conciencia
Las intrigas más discretas son las que revelan cómo
cada uno de los amigos llegó a ser quién es. La indiferenciación de la
infancia, en la que la comunidad predomina sobre algunos rasgos distintivos que
prometen individualidad (rasgos que son sobre todo familiares y sociales, es
decir, no subjetivos), da paso a
la separación, proceso de “maduración” que la novela deja en una piadosa
elipsis. En efecto, ¿dónde se situaría el paso entre la infancia
despersonalizante y la adultez en la que un hombre “se hace”?
La conciencia es uno de los grandes temas de la
novela moderna. Le cabe mejor el plural: las conciencias. Moral, fenoménica,
mala, burguesa, nacional, social, política, de sí, del otro, del mundo, de la
realidad. El Chilín y el René tienen mala conciencia, como la fuerza a la que
sirve uno (el Orden) y la clase a la que pertenece el otro (la Alta). Carlitos
y el Bonzo se definen en su toma de conciencia: “existencial” el primero (pero
esta denominación permanece ambigua), social el otro. Matizando: la conciencia
de Carlitos, el Pintadedos, es la del artista. Escritor que no escribe, su
extraño oficio es su arte, cuyo material, la tinta, comparte con su vocación
presuntamente frustrada. Es la voz de los muertos (la dactiloscopia de
cadáveres sugiere una metáfora de la literatura): restituye individualidad a lo
que ha retornado al orden de la cosa. El Pintadedos hace del qué un quién,
actúa como un “enterrador al revés”, es un hacedor de zombis. La conciencia del
Bonzo es política y social: es la voz de quienes, estando vivos, permanecen sin
embargo privados de la vida, a la vera de la muerte. Aunque con procedimientos
diferentes, incluso opuestos (versión del célebre debate entre las armas y las
letras), el problema de Carlitos y del Bonzo es la vida y su relación,
esencial, con la muerte (o viceversa). El Pintadedos restituye la personalidad
del sujeto humano a la materialidad indiferenciada de lo inerte. El Bonzo, el
Indio, siembra la muerte para que resurja de sus cenizas una vida más
verdadera: él mismo está dispuesto a desaparecer en la indistinción en aras de
un porvenir en el cual la vida pueda ser realmente “vivida”, en la cual la
especie humana no se reduzca a existir y a destruir, sino también a tener una
vida “real”. Los monólogos de los otros dos amigos, tal como corresponden a sus
malas conciencias, tienen la forma de la introspección del insomne y la
declaración del testigo “que dice lo que vio y lo que dijeron otros, sin
opinar”.
O quizás: son Carlitos y el Bonzo los que se
destacan, contra el fondo indiferente de la niñez, por ciertas “cualidades” o,
también, ciertas “rarezas”, que después permitirán comprender (intuir), de modo
retrospectivo, el itinerario de sus conciencias (“…ahí nos sentamos a oír que
el Bonzo empezó a charlar sobre que todos éramos iguales”; “El [Carlitos] a
veces es medio poeta y habla en difícil”). Cabalmente, los otros amigos carecen
de cualidades y, en efecto, serán absorbidos por el sistema, aunque la
conciencia de su amistad, la inquietud respecto del pacto de silencio, la
supervivencia arcaica de un resto sagrado, quedará latente inquietando con el
insomnio, el remordimiento, el temor, la duda. Paradójicamente, son esos
rastros que al Pintadedos y al Indio, allá en el recuerdo, los dotaban de un
aura singular, los que, a la vez que explican su periplo, les permiten devenir
sin nunca ser: el Pintadedos, por esa oscuridad de su biografía, que siendo la
más cercana para el lector permanece como la menos aprehensible; el Indio, por
sus devenires, lo camaleónico de su aventura, los disfraces, literales y
metafóricos, de su vida en movimiento. El artista y el revolucionario: hombres
sin atributos, ponen en el tapete, con su mero persistir, la mala conciencia de
los que se han estabilizados en sus individualidades y en las certezas de un
mundo inmutable.
Interrupciones
El cambio de voz, de punto de vista, introduce una
discontinuidad. Esa interrupción se volverá, a su tiempo, una continuidad otra.
Cada digresión progresa en espiral, desembocando en el centro de la historia.
El relato abre brechas, deja claros, dibuja faltas: los números adelantan, de
modo simultáneo, la continuidad de la interrupción, su estatuto doble, puesto
que señala un desvío que conducirá no obstante al camino principal. Así
funcionan los números: “Primera interpolación de los perseguidores”, “Primera
declaración del René”, “Primera noche de insomnio”. Cierto esquematismo precede
la concepción espacio-temporal, el dispositivo narrativo: la novela es una
máquina, cuyo diseño obedece a una arquitectura, pero cuyo funcionamiento
depende de la ejecución, del salto entre proyecto y realización. El uno promete
el dos y el dos promete el tres. Dos son las partes de la novela, suplementada
por un epílogo. En la primera, “Los tres” sugiere la falta, la apertura que
buscará cerrar el relato, como así mismo la indagación de su archi-historia,
anticipando el reencuentro (y el fatal desencuentro). Cuatro son las
interpolaciones de los perseguidores, cuatro los monólogos de la mala
conciencia (dos y dos). Cada serie ordinal discontinua la otra, construye su
propia continuidad, da espesor a un tiempo que no fluye sino que se concentra:
vuelve el presente grueso, ancho, lo hace experimentable como pesado, siendo el correlato de una
Historia empantanada, abrumadora, cuya opresión hace el efecto de un tiempo que
no pasa.
En cuanto a la novela como totalidad, el realismo es
su prerrogativa, forma que incorpora sus variadas inflexiones: el episodio
histórico-político, altamente connotado para un argentino o latinoamericano, de
la dictadura cívico-militar, pero también las referencias a los albores del
siglo, la proliferación de cruces, contingentes y necesarios, entre Historia e
historias; la “zonalidad” o el regionalismo (irónico), la precisión de la
ubicación espacial y cronológica; el espesor de los personajes (categoría
siempre ya prescrita, pero una y otra vez interrogada por cierta tradición
altomodernista de la novela); la verosimilitud que, apoyada en las intrigas, no
deja elemento narrativo “suelto”, incorporándolo todo, cuidando que lo lacunar,
lo opaco, lo enigmático, sean un “efecto” del trabajo novelesco, y no una
desprolijidad del narrador.
Sin embargo, este realismo moderno es interrumpido,
minado, discontinuado, contaminado. ¿Por qué fuerza? En el comienzo de la
novela, uno podría pensar que por el realismo mágico:
Mientras huíamos de la locura el Sargento Invencible recordaba
balbuciendo en el delirio los pensamientos mortales que habían asaltado su
entendimiento aquella tarde sangrienta del 3 de mayo de 1980 cuando nos vio
llegar al pueblo por el camino desierto del cementerio levantando nubes
de polvo en el viejo Ford de la policía.
El incipit parece
evocar el de Cien años de soledad.
Sin embargo, la luz retrospectiva que la novela arroja sobre ese inicio permite
ya señalar su distancia (quizás paródica, seguramente irónica): entre la brutal
prolepsis y la focalización en el tiempo de la historia, las décadas de los
años garcíamarquezanos se concentran, de modo abrupto, en la microscopía
cuántica del tiempo saeriano. Por lo demás, ya ciertos elementos contaminan la
alusión al realismo mágico de un “realismo argentino”: la fecha altamente
connotada, el Ford de la policía, la tarde sangrienta, el camino del desierto,
el pueblo de llanura con la nota de color local que otorga las “nubes de polvo”
(“nuestros polvorientos pueblos de provincia”).
¿Qué interrumpe, entonces, el realismo de El pintadedos? El surrealismo, en una
multiplicidad de variantes. La exploración del inconsciente, los sueños,
diurnos y nocturnos, de Carlitos y del Chilín: este onirismo muy pronto va
saliéndose de sus cauces, tiñéndolo todo como un nacarado, volviendo inubicable
el umbral entre sueño y vigilia. El diálogo silencioso, telepático, entre Adela
María y Arístides, su posible violador, pero también su probable amante. La
locura de los mongolitos y sus poderes sobrenaturales. El misticismo pagano,
mixturado con telurismo aborigen, del Indio (El pintadedos se publica en la época en que Los Redondos comienzan a
convertirse en un fenómeno emergente: no importa si Catania no escuchaba rock,
la coincidencia es sintomática de una alusión rebelde-indigenista común: el
montonero de la novela no es gaucho, sino indio; por lo demás, es más que un
mote, puesto que el Bonzo tiene sangre aborigen), con sus consiguientes
extrañas metamorfosis, travestismos, danzas y cantos deshilvanados (otra vez el
rock: el Indio es un star de
la guerrilla). La cuidadosa corrosión del verosímil, las cada vez más
arriesgadas inverosimilitudes (también en la misma época, junto con los álbumes
de Los Redondos, Aira publicaba
sus primeras novelas). La escena del toro (alucinada, excesiva). La leyenda del
Cacique Cira y el colono Fabricio Gonewald, con su gore que interfiere la apropiación en clave de folklore
regionalista y con su tremendismo que sirve de antídoto a la superstición de la
magia “bárbara”. La incomprensible relación erótica entre la Gúdula y el tío de
Carlitos, con su teratología y su hermetismo sagrado. La aventura amorosa entre
el pintadedos y su maestra de la escuela primaria, anti-erótica y
antirrealista, difícil de situar en el ensueño o en el delirio (el recurso a la
marihuana es, podría arriesgarse, un escrúpulo de la pulsión realista).
Finalmente, y como dilapidación barroca de todos estos recursos, el onírico
final, sueño, alucinación, destrucción de umbrales, abolición del tiempo,
escatología personal (fecal) y universal (el fin del pueblo es el fin del
mundo), retorno intra-uterino, fantasía parricida. Lo maravilloso (Breton) como
comienzo del horror (Conrad, cuyo epígrafe inaugura la novela).
El surrealismo de El pintadedos cava vasos comunicantes, abre túneles subterráneos
exponiéndolos a la intemperie aérea, da forma a paisajes de pesadilla, suspende
el esquematismo cuasi categorial que la novela, como un exorcismo ante lo
informe o lo indistinto, como una “ficción útil”, trabajosamente, diseña y
refacciona. Introduce, en el Orden (gnoseológico, moral, político) el Error, la
Falla, la Grieta.
Mayúsculas, animales
Al general, archi-enemigo del Indio, lo apodan el
Camello. En el Zarathustra de
Nieztsche, el Camello es la figura del espíritu decadente, porque se arrodilla
para que lo carguen y atraviesa el desierto con ese peso inconcebible. Lo
Inseparables son animalitos por su inocencia, pero también lo son los
Mongolitos, que carecen del sentido de la desnudez. La Dragona, la presunta
adivina, esconde un travestismo. El Sargento Invencible toma su apodo de un
episodio mucho menos épico de lo que el mote sugiere. El toro (paradójicamente
en minúscula) parece más una alegoría visionaria de la catástrofe histórica y
personal que un animal de carne y hueso. Arañas y toda clase de bichos se
introducen en los sexos de la Gúdula y del Tío. Algunas mayúsculas invocan ese
binarismo (que Catania tal vez toma directamente del moralismo existencial de Sabato)
al que la multiplicidad parece por momentos reducirse, a menos que el narrador
esté jugando con una distancia o una ironía de todos modos muy difícil de
ceñir:
Desde el principio fui la parte retraída y menos brillante del
organismo vivo relegado al foso de la Verdad, que ha venido poniendo
zancadillas al cadáver de la sensatez humana y la mentira desde siglos atrás.
O también:
En ese momento yo estoy al borde de cráteres ocultos, semejando
una masa gaseosa esparciéndose en contracciones circulares aferrado aún por la
Muerte. Soy una respiración sin pulmones, el aliento poroso de la humedad
dramática haciendo vibrar el Vacío.
No obstante, el acidioso y melancólico Pintadedos, ni héroe ni
mucho menos anti-héroe, permanece, como el Arte, inescrutable, suplementando
los binarismos. Es la figura invisible y muda del Narrador que, cuanto más se
multiplica, más desaparece.