Podría
escribir páginas y páginas sobre ellas,
pero
prefiero mirarlas
François Truffaut
Se llama o se llamaba Julia, fue conmigo algunos años a la escuela, nunca
llegamos a compartir nada, ni siquiera un comentario, un recreo, un amigo, o
uno de esos trabajos prácticos grupales forzados por el alfabeto o la cercanía
de los bancos. Julia no es ni fue importante en mi vida, podría incluso borrar
este primer párrafo y empezar de nuevo esta página sin siquiera mencionarla, o,
mejor, cambiar su nombre por el de Florencia, Ángeles o Laura. Su nombre no es
importante acá sino su cuerpo, un cuerpo hermoso, pequeño y blanco que ella
llevó bajo el nombre de Julia los años que fue conmigo a la escuela. Julia
nunca supo el cuerpo que tenía. Con los años, me doy cuenta de que Julia
pertenece a ese pequeño grupo de personas que desconoce su belleza, que no es
contemporáneo de su cuerpo. Algunos llegan tarde, otros no llegan nunca. Andan
por la vida desfasados, desincronizados, sin poder cuajar cuerpo y consciencia,
belleza y razón. Muestran de más o tapan todo, se comportan sin estrategia,
permanecen en las sombras. No pueden aprovechar las facultades o dotes
naturales que de un momento a otro pasan a tener. Son extranjeros, turistas de
su propio cuerpo. Yo pertenezco a otro grupo pequeño de personas: los que se
dan cuenta de lo anterior. Podemos, gracias a ello, contemplar y apreciar por
el otro el cuerpo huérfano. Por eso, cada tanto, cuando me desconectaba de la
clase, miraba el cuerpo desamparado de Julia. Me sentía solo frente a un
secreto, me sentía bien, feliz, o algo de eso había cuando me suspendía sobre
aquellos muslos blancos, grandes, que el jumper bermellón a cuadros insistía en
esconder. O sobre su pelo largo, negro, que cada tanto era reprimido por una
gomita blanca. Todo en ese cuerpo, salvo lo antes nombrado, era pequeño: manos,
pies, boca, cintura; incluso el modo en que se resistía a ocupar lugar en el
espacio: pies recluidos bajo la silla, brazos pegados al cuerpo, cabeza siempre
al frente.
Nunca se me ocurrió contarlo, ni a ella ni a nadie. Tenía miedo, supongo,
de que al quitar el manto masónico de la cuestión, el deseo y la experiencia
estética de contemplarlo se perdieran. Después Julia se cambió de escuela y me
olvidé del tema. Por mucho tiempo no pensé en esta cuestión, hasta que, ya de
grande, empecé a ver el cine de Rohmer.
El cine de Rohmer, un cine conversacional, lento, formulado a partir de
cierta épica de la simpleza y lo cotidiano, pone en escena un tipo de belleza
femenina que me recuerda a la de Julia, pero no por permitirme sentirme nativo (cercano, conocedor, insider) de ella sino, justamente, por producir el
efecto contrario. Asistir al encuentro con las chicas Rohmer es devenir extranjero (distante, ignorante, outsider) en la experiencia de lo bello femenino. Las
chicas Rohmer subvierten los roles y convierten a uno en el turista de su
belleza.
Lengua extranjera. El modo en que se mueven, conversan,
se miran, se ríen y se visten (amo sus polleras y vestidos de colores,
sus blue jeans ochentosos, hoy cubiertos por el aura
del vintage, sus camisas enormes o musculosas blancas que
prometen en cada movimiento romperse), me permite pensarlas bajo la generalidad
de un sistema, como si fueran parte de una lengua extranjera. El placer que se
extrae de allí radica en vivir la experiencia de esa distancia ¿o acaso no
hablamos, estudiamos y deseamos convivir en otro idioma por el acontecimiento
mismo de su forma, su extrañeza al oído, la degustación de su pronunciación?
Intimidad. Las chicas Rohmer forman una comunidad
sensible cuyo centro es gobernado por una intimidad que se sostiene a base de
convicciones, reflexiones y principios éticos. Las chicas Rohmer deciden
por lo que sienten y no por lo que necesitan o deben. Ese es su modo de
ser en el mundo: someten a evaluación cada acto o sentimiento antes de llevarlo
a cabo, porque el orden de lo íntimo en ellas no es aquello inaccesible
(Giordano, Pardo) o inofensivo (Kamenszain) sino algo de lo que se tienen que
hacer cargo para ser felices. Para ser bellas.
El amor. Unido al punto anterior, las chicas Rohmer
consideran al amor no como resultado del azar sino como una toma de posición:
“te quiero, pero quiero quererte más”; “ahora sólo quiero amarte a ti” (Conte d’été). Como si el amor, en vez de una energía
ingobernable que se apodera sin permiso de nuestro deseo o voluntad, fuera un
estado del cual uno puede tomar partido y decidir sobre él. El amor en las
chicas Rohmer es poligámico. Pueden amar y en diferentes dimensiones a varias
personas. Su amor también es medible: las chicas Rohmer miden el amor y
accionan a partir de ello: “te quiero igual que antes, ni más ni menos. Pero,
no te quiero bastante. Sólo podría vivir con un nombre al que quisiera con
locura” (Conte d’hiver)
Existencia afirmativa. Si bien hay verborragia, repliegues,
vaivenes emocionales, dudas identitarias, en las chicas Rohmer no hay negación
sino un impulso afirmativo hacia la vida. No pocas veces sonríen y exhiben sus
ojos dilatados, una postura suelta, ligera, como si asistiéramos a un cine
vegetariano. Incluso en los momentos en que la trama (Le rayon vert) parece exigirles oscuridad o
apesadumbramiento ellas sólo se limitan a quitar la sonrisa, sacar la mirada,
cortar la conversación. El cine de Rohmer es un drama sin tragedia. A lo sumo,
las chicas lloran un poco, pero sin relieve, sin espectáculo del dolor.
El color blanco. Hermanado con el punto anterior, el
color de las chicas Rohmer es el blanco: el color blanco es el más
puro de todos, representa la paz y la tranquilidad. El blanco es el color de la
tregua y la estabilidad. Las chicas Rohmer no tienen estrés o desespero sino
una existencia positiva, limpia, exenta de shocks emocionales. Amanda Langlet,
Florence Darel y Charlotte Véry: bellezas relajadas, simples, naturales.
El cine de Rohmer es un cine de prosa, un cine para leer. A las chicas
Rohmer, sin embargo, prefiero mirarlas. Mirarlas como la miraba a Julia los
años que fue conmigo a la escuela.