La
vida no tiene más contenido que en la violación de los tiempos. La
imposibilidad del instante es la nostalgia misma.
Estoy parafraseando el epígrafe que se deja leer en Farabeuf o la crónica de un instante (1965) de
Salvador Elizondo extraído, a su vez, de los Précis de décomposition de
Emil Cioran. Ese comienzo, bien mirado, es la postulación de un experimento: si
la nostalgia –o lo que es lo mismo, la novela– logra expresar la imposibilidad
del instante a través de procedimientos que violan los tiempos (un discurrir en
la inmovilidad, por ejemplo), ésta –la novela– acaba por transformarse en el
único contenido de lo viviente. Y el libro –se intuye– no es más que la
diagramatización de ese précis.
“¿Recuerdas…?” es la primera palabra de Farabeuf y será
la nota tónica que marcará su retardo: el instante imposible al que la
escritura volverá una y otra vez bajo la imposibilidad de la crónica. ¡Borges!
¡Borges! Sí, pero no. No, porque el instante de Elizondo nada tiene que ver con
el aleph: no hay infinito ni totalidad en el punto de Farabeuf. Sí, porque el problema escriturario es
el mismo: cómo representar con el lenguaje, ese medio
sucesivo, aquello que es simultáneo. Y nuevamente ¡no! porque la respuesta de
Elizondo es singularísima, no sólo respecto de la estética borgeana sino también
del noveau roman que para mediados del sesenta ya
había instaurado todo un paradigma estético en torno al instante y a la
escritura.
El
significante, el trazo, el diagrama.
“¿Recuerdas…?” La interrogación debe entenderse al pie de la letra, como
diría Lacan. No hace falta preguntar por el objeto de la rememoración pues allí
está, en su forma condensada, como puro significante
“…” cuya repetición, multiplicación y oscilación ofrendan al lector no sólo una
perturbación sino la ansiedad deliberada de la suscitación de imágenes: lo que
está perdido no es el objeto en tanto cuerpo sino aquello que ha sido confinado
tras el velo metálico del cifrado: “…”. Un pensamiento.
Gracias a este vacío geométrico y plástico, la escritura de Elizondo hará
que “la crónica del instante” comience a tomar forma inmediatamente como un
esquema que, aunque presente desde el comienzo, su trazo se irá engrosando en
cada repetición:
1°
El instante es algo que irrumpe: Farabeuf “cruzó el umbral de la puerta”
mientras que ella “sentada al fondo del pasillo, agitó las tres monedas en el
hueco de sus manos entrelazadas y luego las dejó caer sobre la mesa”.
2°
En la irrupción hay un desfase: “las monedas no tocaron la superficie de la
mesa en el mismo momento y produjeron un leve tintineo”, “apenas perceptible,
que pudo haberse prestado a muchas confusiones”: las del punto de vista. Por
eso “ni siquiera es posible precisar la naturaleza concreta de ese acto”. Pues
el ruido de “los pasos de Farabeuf subiendo la escalera” llegando hasta “donde
tú estabas a través de las paredes empapeladas, desvirtúan por completo
nuestras precisiones acerca de la índole exacta de ese juego” que ella jugaba
en la “penumbra de aquel pasillo”.
3°
El desfase (2°) en la irrupción (1°) delata un juego: el hecho de que “ella,
sentada al fondo del pasillo, agitó las tres monedas en el hueco de sus manos
entrelazadas y luego las dejó caer sobre la mesa” permite “conjeturar que se
trata del método chino de adivinación mediante hexagramas simbólicos”. Pero el
desfase duplica el juego: el ruido de “los pasos que se arrastran” escuchado a
través del muro “puede llevarnos a suponer” que “escuchamos”, en realidad, el
desplazamiento de una tabilla por sobre otra más grande “surcada de letras y
números: la ouija”.
4°
La dualidad es, sin embargo, una forma de la semejanza: el método adivinatorio
contiene, sin embargo, “un elemento de semejanza con los hexagramas: cada
extremo de la tabla tiene grabada una palabra significativa: la palabra SÍ del
lado derecho y la palabra NO del lado izquierdo. ¿No alude este hecho a la
dualidad antagónica del mundo que expresan las líneas continuas y las líneas
rotas, los yang y los yin que se combinan de
sesenta y cuatro modos diferentes para darnos el significado de un instante?
5°
El antagonismo semejante se transforma en un procedimiento que multiplica la
confusión del cifrado: “Todo ello, desde luego, no hace sino aumentar la
confusión, pero tú tienes que hacer un esfuerzo y recordar ese momento en el
que cabe, por así decirlo, el significado de toda tu vida”
6°
Y así, la diagramatización del cifrado (la escritura como ejercicio de trazado,
de dibujo, de recorte y montaje, de duplicación y semejanza, de multiplicación
y de confusión) va produciendo un pensamiento, va haciendo que la imagen
piense: “Alguien, tal vez ella, balbució o profirió unas palabras en una lengua
incomprensible inmediatamente después que se produjo el tintineo de las monedas
al caer en la mesa. El nombre de ese que está ahí en la fotografía, un hombre
desnudo, sangrante, rodeado de curiosos, cuyo rostro persiste en la memoria
pero cuya verdadera identidad se olvida… El nombre fue lo que ella dijo… tal
vez…”.
El esquema, entonces, por azar ha encontrado forma hexagramática: 1°
Irrupción, 2° Desfase, 3° Juego, 4° Duplicación y Semejanza, 5° Confusión, 6°
Pensamiento de la Imagen. En cada repetición el instante se vuelve un concepto
no sólo temporal sino fundamentalmente geométrico y plástico.
Luego de este fragmento con el que el libro se abre aparecerán unas pocas
escenas más que Elizondo repetirá esquemáticamente. Una se destaca. La que
relata el paseo por la playa de una pareja (4°) que va de una casa a un
farallón (1°). En el medio encuentran un niño construyendo un castillo (3°) que
luego encontrarán destruido (2°). En un momento sucede algo desconcertante: él
le toma una foto a ella en un sitio, pero luego del revelado ella aparece en
otro lugar (2°, 4°): “¿Por qué entonces, cuando la película fue impresa,
aparecías de pie frente a la ventana de este salón?” (29). Finalmente, ella
encuentra una estrella de mar “Asteria rubens” o
bien “Asteria aurantiaca…” (22), “un objeto putrefacto que
luego, con asco, lanzaste a las olas, ¿recuerdas…?” (25). Ese objeto bien
podría semejarse (4°) a “un ser anticuado, cruel, bello, vestido siempre de
blanco, que se acoge a una caricia sangrienta y en cuyas manos lívidas persiste
para siempre la sensación de una materia viviente, viscosa que se pudre
lentamente entre las puntas de los dedos, un ser inolvidable que todo lo que
toca lo vuelve inolvidable y que se cuela, de tan inolvidable, en la memoria y
en los recuerdos de quienes nunca lo hubieran conocido” (22). Se confunden (5°)
los planos diegéticos: es Farabeuf (o “el maestro”) el que dice el nombre
científico de la estrella de mar. Y es Ella o la Enfermera la que dándole la
espalda a Él o Farabeuf imaginó “la existencia de un ser” en “el fondo de aquel
pasillo” y que unos minutos antes trató de concretar “trazando con el índice de
la mano derecha un signo incomprensible sobre el vidrio empañado de una de las
ventanas […] un signo que ella hubiera deseado ser y comprender; porque en esa
capacidad de comprender lo que ella hacía al azar y sin sentido, por un
capricho, residía la concreción y el significado del ser que ella se imaginaba,
un ser anticuado, cruel, bello…” (21). La seriedad del azar y del sin sentido
concretan el pensamiento en un ideograma dibujado sobre un vidrio (6°) y el
discurrir sin nombre que cifran los tres puntos alcanza su interrogación
serial: “¿De quién era ese cuerpo que hubiéramos amado infinitamente?” (30).
El salón enigmático del suceso fotográfico en donde Él y Ella miran un
Cuadro (Amor sacro y amor profano de Tizziano) sometidos a
una confusión de registros instaurada por el espejo (no se sabe si se tocan o
están distantes ellos o su reflejo, o uno de ellos y el reflejo del otro)
establece una ambigüedad fundamental porque linkea los dos instantes: se
presenta como una “continuación” del instante en que Farabeuf sube por las
escaleras –continuación que puede ser, a la vez, la repetición de una escena
similar en el mismo ambiente pero en otro tiempo– e inserta el salón dentro del
instante de la playa no tanto como si de una caja china se tratara sino como de
una realidad que se superpone con otra, como un mundo paralelo que por algún
suceso físico o paranormal comienza a invadir el otro mundo (¡Tlön! o cualquier
película de terror).
Pero Elizondo lo ha aclarado casi desde vamos. El instante de Farabeuf es en realidad un encuentro (Tyché) entre
dos entidades cuyos nombres –como la metáfora de Góngora– está elevado al
cuadrado, es decir, cada operación de sustitución y de proliferación
significante, cada nueva mascarada, es-ya un metalenguaje puro que con cada
aparición se va densificando y confundiendo: el médico Farabeuf y la Enfermera
Melanie Dessaignes, El y Ella (en el Salón), El y Ella (en la Playa), el abate
Paul Belcour y Sor Paulina, Yo y Tú, el Testigo y el Supliciado, Yin y Yang. Lo
mismo podríamos decir del abigarramiento barroco de cachivaches
textuales: Aspectos Médicos de la Tortura China,
libro ficticio atribuido al Dr. Farabeuf, el cuadro de Tizziano, el I Ching y la ouija, la fotografía del Leng Tch’e, el mural de Le bois
sacré de Pierre Puvis de Chavannes, el retrato de Charles
Baudelaire por Etienne Carjat, la escultura del hermafrodita de la Villa
Borghese, los estilos del medallista Pisanello, los escultores Luca Della Robia
y Pietro Lombardo y del pintor Pierre-Paul Proudhon. Los objetos ahora
plástico-verbales son pensamiento al cuadrado, es decir, metalenguaje
condensado. Sin embargo, los objetos que aparecen reproducidos, aunque
verbalizados, poseen otro estatuto. Me refiero a la fotografía del Leng Tch’e, el ideograma chino del número seis (Liú) y el dibujo que ilustra el método circular de
amputación tomado del Précis de manuel peratoire del
doctor Louis Hubert Farabeuf. Pues ellos serán los elementos puros sobre los
cuales el cifrado se convertirá en pensamiento.
Entonces, si el instante es, en realidad, “una cita concertada a través
de las edades” (13) entre dos polaridades, el tiempo de ese instante subdividido
infinitesimalmente nada tiene que ver con Kronos (la
linealidad) sino con Aión (el
instante infinito): el acontecimiento en su diferencia de naturaleza con las
causas-cuerpos, el Aión en su diferencia de naturaleza con el Cronos devorador.
El Aión o acontecimiento, tal como explica Guilles
Deleuze en su Lógica del sentido, no es el
presente sino lo que está habiendo
sido herido (un pasado próximo) y que está teniendo
que morir (un futuro inminente). El acontecimiento es, dice Deleuze, que “nunca
muere nadie, sino que siempre acaba de morir y siempre va a morir” (51). O, en
otras palabras:
Fotografiad
a un moribundo –dijo Farabeuf– y ved lo que pasa. Pero tened en cuenta que un
moribundo es un hombre en el acto de morir y que el acto de morir es un acto
que dura un instante –dijo Farabeuf– y, que por lo tanto, para fotografiar un
moribundo es preciso que el obturador del aparato fotográfico accione
precisamente en el único instante en el que el hombre es un moribundo (117)
Así es el ser terrible, hermoso y cruel, en parte humano, animal, icónico
e ideogramático de Farabeuf: una
imagen. Entonces, lo que Farabeuf interroga
es el vitalismo de las imágenes. Y sólo asumiendo que los “sujetos” son
imágenes, la confusión de mundos encuentra sus respectivos puntos de sutura:
Somos
algo que ha sido olvidado. Somos una acumulación de palabras; un hecho
consignado mediante una escritura ilegible; un testimonio que nadie escucha.
Somos parte de un espectáculo de magia recreativa. Una cuenta errada. Somos la
imagen fugaz e involuntaria que cruza la mente de los amantes cuando se
encuentran, en el instante en que se gozan, en el momento en que mueren. Somos
un pensamiento secreto…
¿O
es que somos acaso esa carta encontrada por casualidad entre las
páginas de un viejo libro de medicina? (177).
La imagen, dice Roland Barthes en La cámara lúcida, es
ese interfuit que se extiende entre el infinito y el
sujeto: aquello está allí pero absolutamente separado, presente en su ha-sido
pero totalmente carente de su ser. El aura, lo que la fotografía va a dañar
definitivamente para Walter Benjamin. Entonces, el puro significante “…”
interrogado, es decir, ¿de quién es ese cuerpo que hubiéramos amado
infinitamente? En otras palabras, el nombre de la foto de aquel supliciado es,
en realidad, una pregunta por el pensamiento de la imagen. Insistirá Farabeuf, si es que somos tan sólo imágenes en un
espejo: 1) “¿Cuál es la naturaleza exacta de los seres cuyo reflejo somos?” 2)
“¿Podemos cobrar vida matándonos?” 3) ¿Podemos reproducirnos “mediante la
operación quirúrgica llamada acto carnal o coito” (175).
En el capítulo VII de Farabeuf la
respuesta a estos interrogantes se presenta con un grado más o menos
definitorio:
La
disposición de los verdugos es la de un hexágono que se desarrolla en el
espacio en torno a un eje que es el supliciado. Es también la representación
equívoca de un ideograma chino, un carácter que alguien ha dibujado sobre el
vaho de los vidrios de la ventana, de eso no cabe duda. Puede ser cualquiera de
las dos cosas: un ideograma chino o bien un símbolo geométrico. La ambigüedad
de la escritura china es maravillosa y de esa forma que se concreta allí, en la
imagen del supliciado, podemos deducir el pensamiento que es capaz de convertir
esta tortura en un acto inolvidable. Si aprendes a decir ese nombre
comprenderás el significado del suplicio. Mira este signo:
Es
el número seis y se pronuncia liú. La disposición de los trazos que lo forman
recuerda la actitud del supliciado y también la formas de una estrella de mar,
¿verdad? (154)
Fu-T chu-Li es uno de los posibles nombres del supliciado. La diferencia
mínima significante es pavorosa: la foto del supliciado cuyos trazos componen
un hexagrama o un ideograma chino, que es Liú mientras que Li es el nombre del
supliciado, y a su vez el hexagrama nos recuerda algún método adivinatorio
(el I Ching o la ouija) que es, a su vez, un diagrama
que también podría ilustrar la lógica del juego asociativo que los fragmentos
de la novela establecen:
Si
entonces haces girar el clatro e introduces una varita a través de los seis
diferentes orificios de la esfera externa, todas las veces que esta varita
atraviese el clatro para salir por el orificio antípoda considerarás que se
trata de una línea continua mutante, todas las veces que la punta de la varita
llegue al centro del clatro considerarás que se trata de una línea rota mutante
y en los demás casos las líneas serán inmutables, continuas o rotas según que
el número de superficies de esfera que la varita atraviese, rotas si par,
continuas si impar, ¿has comprendido los fundamentos de este procedimiento?
Ahora toma el clatro en tus manos, recuerda aquella imagen, concentra tus
pensamientos, y hazlo girar mientras repites para ti misma, mil veces si es
posible, esa misma pregunta: ¿De quién es esa carne que hubiéramos amado
infinitamente? (164)
El juego del clatro se llama hsiang ya ch’iu. El
nombre del supliciado es, también, Chu. Otra vez, el pensamiento explota en la
diferencia mínima. En otras palabras, no podemos estar más de acuerdo con
Severo Sarduy que apenas cuatro años después de la publicación de Farabeuf captaba su tesitura. Lo que Elizondo
quiere probar, dice Sarduy, “es la presencia del significado, probar que todo
significante no es más que cifra, teatro, escritura de una idea, es decir, ideo-grama […]
Se trata de una filología metafórica que pregunta ¿Qué dio lugar al grafo, de
qué realidad cada letra es jeroglífico, qué esconde y ausenta cada signo?: esa
es la pregunta de Farabeuf” (Escrito en un cuerpo 30).
Sarduy está en lo cierto pero la operación de Elizondo no se contenta con
probar que todo significante es la escritura de una idea, es decir, ideo-grama.
Su alcance es mucho mayor: al llevar la escritura a su dimensión plástica y
geométrica, al representar el instante como esquema, al poner en relación todos
los textos a través del azar y el capricho de los diagramas trazados por la
escritura y la imaginación Elizondo ha logrado que las imágenes piensen: entren
en una resonancia que le es propia más acá de toda aura, más allá de lo que
vemos y lo que nos mira.
La última frase del libro es “¿recuerdas?…”. Ante el lector la
asimetría significante se vuelve primordial y obvia. Los puntos suspensivos –la
suspensión, incluso podríamos decir el suspense– han
desfasado (toda) la interrogación que antes los contenía (¿Recuerdas…?) alcanzando
un estatuto puro y objetivo. En el medio la escritura, y de su mano
multiplicada, el objeto “…” ha sido extraído de la pregunta policial para
brillar en la potencia de la pura cifra “…”. Hipótesis inquietante: el
supliciado eres tú.