completa (edición a cargo de Juan Pablo Renzi). Santa Fe,
Municipalidad de Rosario/Universidad Nacional del Litoral, 1990. 783 páginas.
Afirmar de J[orge]
Washington Noriega –como afirmar de cualquier persona– que “eligió un mal
momento para morir” es, si de un oxímoron se trata, un caso de mala affectatio. O
sea: un exceso de retórica, que por pura licencia estética degenera en licencia
de otro tipo. “Licenciosidad”, libertinaje.
Sin embargo, no
caben dudas de que en 1978 las miradas del país estaban demasiado absortas en
ciertos vicios argentinos (el fútbol y la dictadura) como para volverse hacia
Rincón Norte, Santa Fe. La noticia del deceso fue despachada en pocas líneas
por dos diarios provinciales, La Región y La Capital.
Recuerdo que, al cabo de varios meses, un periodista de Gente menos ignorante
que la mayoría le preguntó a Borges qué pensaba acerca de Washington Noriega.
Borges pudo fingir un esfuerzo de la memoria, tartamudear luego su epitafio
injusto: “¿Noriega? Ya me acuerdo, sí… Un viejito provinciano, creo que de
San Luis. Escribía haikus. María Kodama me leyó uno
–‘Moncholos y amarillos’, ¿no?– bastante notable”.
Borges pudo fingir
porque en 1978 Noriega parecía algo salido del inimaginable pasado, el último
–nació en 1896– de los intelectuales decimonónicos: activista político de
izquierda, poeta, traductor de los parnasianos, Secretario de Cultura de Santa
Fe durante el primer gobierno de Perón, Don Juan, antropólogo aficionado,
estudioso de las religiones orientales, paciente psiquiátrico ocasional. Pero
sabemos, o deberíamos saber, que Borges mintió descaradamente. Lo prueban
algunos viejos números de la revista Proa; lo prueban
las Memorias de Brandán Caraffa, donde se relata la
violentísima discusión que mantuvieron Borges y Noriega (en una de las escasas
visitas del poeta santafecino a la capital), poco después de que Yrigoyen
resultara electo para su segundo período como presidente.
Durante su vida,
Noriega publicó solamente cuatro volúmenes de poesía, ninguno de más de sesenta
páginas: Del rojo al negro (1921), Los fundamentos
Tendai (1936), Homenaje a Higinio Gómez (1959)
e Hipodamos de Mileto (1961). Para editar su Obra
completa (que no es en verdad tal, porque faltan las traducciones y
los ensayos políticos), Juan Pablo Renzi ha debido realizar una labor hercúlea.
Algunos poemas inéditos estaban escritos a lápiz en papel madera, las
conferencias sobre los indios Colastiné (“Lugar, Linaje, Lengua, Lógica”) eran
una pila de notas taquigráficas, la mayor parte de los artículos debían ser
recuperados de publicaciones casi inhallables (la reseña de un libro de Carlos
Tomatis, de la fugacísima revista Setecientosmonos, los “Vagos
pensamientos sobre el expresionismo abstracto” del catálogo para una exposición
de Rita Fonseca, “Arte popular: ganaron los mencheviques” de un periódico que
editaba el Sindicato de carniceros, etc.). Considerando este esfuerzo, es una
lástima que los blancos volúmenes de la Universidad del Litoral se caractericen
más por la calidad de los autores publicados (Saer, Padeletti, ahora Noriega)
que por su ausencia de erratas.
Decir que
Washington Noriega “eligió un mal momento para morir” es una afectación del
estilo. Pronosticar que esta Obra completa marca el comienzo
de una merecida y tardía fama es conducta de astrólogo (sobre todo en un país
que se jacta de haber ganado dos campeonatos mundiales de fútbol). Afirmar, en
cambio, que los poemas y la prosa de Noriega constituyen uno de los proyectos
estéticos de mayor densidad filosófica de la literatura argentina, es
simplemente informar al público de un hecho. La justificación de este aserto
puede obtenerse leyendo “Colastiné, Mississippi”, ensayo sobre Faulkner en que
Noriega argumenta que sólo la fidelidad a una zona, el registro puntual de sus
objetos (animales, minerales, plantas, personas, instituciones), garantiza que
la escritura no se vuelva un quehacer inmoral. “Sin esa fidelidad”, dice Noriega,
“más vale administrar un burdel o poner un supermercado”. Pero prefiero
justificar mi juicio acerca del escritor santafecino apartándome un poco del
formato habitual de la reseña bibliográfica. Citaré completo el primer poema
del libro en que Noriega trabajaba antes de morir (Todos se zambullen iba
a ser el críptico título de la colección). El poema, una variante de la villanelle por
su forma, parte de un juego infantil para llegar a un “descubrimiento” acerca
de la percepción humana:
VEO VEO
No brilla maravillosa
cuando conjura el pincel,
a duras penas, la cosa.
Si del contorno que posa
volumen labra cincel,
no brilla maravillosa.
Unos la llaman tramposa,
para otros recobra fiel
(a duras penas), la cosa.
No brilla maravillosa
sobre el espejo que acosa:
no vemos luz, sino piel
de duras penas, la cosa.