El origen es falso
El origen es verdad
El origen es anamnesis
El origen es partenogénesis
El origen es y no es yo, es y no es otro.
Hay quien dice que las vanguardias son
una coda de este breve y poco conocido poema del marqués von Präuse. Ese
alguien soy yo, es decir, nadie. La historia de la literatura hasta comienzos
del siglo XX valoró los volúmenes y extensiones: Victor Hugo, Goethe, Manzoni,
Lugones; de Wolfgang von Präuse nada dicen, quizás porque el marqués estaba más
ocupado inventando formas de morir que en llenar páginas que consagren formas
ya muertas de vivir. Poco sabemos de él, excepto que era vienés y vivió
brevemente entre los siglos XIX y XX. Ni Freud ni Wittgenstein ni Berg lo
trataron. Sus pares eran las prostitutas, los vendedores de opiáceos y los
banqueros, quizás porque veía en ellos la reivindicación de una moral hecha de
crimen y excesos. Von Präuse conoció el mal a través de la literatura pero
pronto se dio cuenta de que había más verdad en un niño pobre que roba el
monóculo (¿para qué?) a un aristócrata a la salida de un concierto de Mahler
que en toda la obra del sobrevalorado Trakl. Sus imposibles poemas simbolistas,
sus escabrosos relatos decadentistas, su inefable obra de teatro sin personajes
no pasarán a la historia por sus dotes (aunque estos sean copiosos) sino
antes bien porque permitieron hacer visible un sujeto que no podía, no debía
existir. Sus relaciones sexuales aberrantes (niñas, cabras, contrahechos, damas
muertas) lo volvieron un prófugo de la justicia; la piedra que salió de su mano
y aplastó en dieciocho pedazos el cráneo del hijo de Eugenio de Saboya,
meritorio de la guillotina. Testimonios de la época sostienen que su cabeza, ya
separada de su cuerpo, guiñaba todavía el ojo de manera irónica.
Cien años después, una comunidad de
amigos del Litoral comenzó a departir tímidamente sobre la obra del marqués y
luego a fanatizarse con su figura. El onanismo devino progresivamente orgía.
Frente a la posibilidad de crear una revista
trasnochada de vanguardia, el nombre surgió natural y unánimemente entre sus
miembros. Sin embargo, el nombre Präuse querría menos retener los valores
poéticos que el Marqués nos legó que el sentimiento fraternal que sus acciones
irracionales provocaron en nosotros. La literatura nos hizo quienes somos, el
exceso nos reunió para siempre.
De cierta manera, no hay texto de este
número que directa o indirectamente no homenajee al Marqués. La pedofilia, el
alcohol, el hedor, las vísceras, la sangre, la pulsión de muerte, el
travestismo, la humillación, la angustia, el anonimato, son materiales que
nuestros ensayistas aprendieron a leer en la vida de Präuse y luego en los
libros.
Algo de esa experiencia monstruosa
prauseniana sobrevive en cada uno de los textos de la revista. De allí que, sin
quererlo, entre ellos se establezcan diálogos, retombées,
disputas, reescrituras, guiños, variaciones sobre mismos temas, materiales u
objetos. Enumeremos: el alcohol es el punto de partida de los ensayos de Rafael
Arce y Bruno
Grossi. En uno, la resaca dominguera trae el recuerdo del
último libro de María Moreno y en el otro, los lisos lo llevan a reflexionar
sobre la obra de Francisco Bitar. A su vez, los olores que Arce intenta
conceptualizar a partir de Black Out reaparecen
en el ensayo de Juan Pablo Descalzo sobre
Juan José Becerra. Ensayo que tiene, de paso, como tema fundamental, los libros
y las mujeres. Algo que Leo Arsenio intenta
desentrañar metiéndose en la cabeza de un escritor contemporáneo de ciencia ficción
que decide enfrentarse a los prejuicios de género. Esta indagación subjetiva de
lectores y escritores, que aparece en Descalzo y Arsenio, se vuelve central
en Silvana
Santucci. Lo improductivo, fastuoso e indeterminado de la
lectura barroca que Santucci predica es el eje de la disputa solapada
entre Leonel
Cherri y Adolf
Loos. Si el plumaje y el canto inarticulado de los
hombres degenerados inventan un Nuevo Mundo, el ornamento barroco visto desde
el Viejo Mundo señala la perversión que debe ser reglamentada. Lo abyecto, no
cultural de Loos parece ser uno de los tópicos que Emiliano
Rodríguez Montiel lee en la literatura primal de Mariana
Enríquez. La sangre que late en los cuentos de Las cosas
que perdimos en el fuego es la sangre que José Miccio extraña
en el cine. La frase de Godard “No es sangre, es rojo” que Miccio recuerda con
dialéctica nostálgica intenta ser desmentida por «Rojo», el
cuento de Rodríguez Montiel. Si la digitalidad mata el registro, el autor vivo
mata la lectura. De ahí que el muerto vivo santucciano sea el escritor que
muere para que su obra nazca y viva finalmente más allá de todo. Autores
muertos pero bien vivos, ese podría ser el caso de Juan José Saer, cuyo
coloquio es discutido en los ensayos de Grossi, Descalzo y el
dialogo de Albertito y San Jorge. ¿Muertos vivos? Podría ser una interpretación
de «Juan»,
personaje misterioso y errante de la ficción de Francisco Vanrell. Personaje
bartlebyano que no actúa o no sabe cómo actuar, tal como sucede en Qué hacer, la novela de Katchadjian que Paula García Cherep analiza.
Katchadjian aparece en el cuento de Arce, pero
esta vez como procedimiento para mejorar un cuento de Cortázar sobre una
fantasía infantil. Fantasías con infantes: la pedofilia es el tema omnipresente
del cuento pop de Emiliano Rodríguez Montiel y el
poema antisocial de Jorge Batalla. Batalla que Albertito y San Jorge emprenden
felizmente por ver quién le pega más a Sarlo. ¿La Zona Saer? Mapa que Grossi
intenta pensar en base al territorio y experiencia de lectura que interpela
críticamente a Descalzo. Felicidad ante la incertidumbre que está en el ensayo
de García Cherep. Felicidad ante el desvelamiento de los estereotipos en
Arsenio. Felicidad del canto sin forma de los sirenos litoraleños en Cherri.
Santa Fe-Paraná, Julio 2017.