A Jota Pe
¿Qué lleva a un grupo heterogéneo de
adolescentes a coincidir estéticamente en torno a un texto literario? ¿Cuáles
son las razones por las cuales treinta chicos de 15 años, ninguno lector salvo
dos o tres, sentencian sueltos de cuerpo, bajo la estela de una impunidad
envidiable, que “Fin de curso” de Mariana Enríquez fue el mejor cuento de la
Unidad III? Ni Lina Meruane, ni Samanta Schweblin, ni Clarice Lispector, ni
Paula Maia, ni Andrea Jeftanovic, ni Tamara Kamenszain, ni Cristina Peri Rossi:
la celebrada del corpus latinoamericano compuesto sólo por mujeres fue Mariana
Enríquez. La preferencia en si no me llamó la atención sino su estatuto de
unanimidad. Sus justificaciones, construidas en base a monosílabos y animadas
por el bullicio, no me convencieron. Por eso empecé por mi cuenta a especular
razones. La cuestión de la calidad estética la descarté de entrada: “Los
desastres de Sofía” está por encima del resto. Lispector es la Pachamama de la
unidad, la Safo que tiene al resto como discípulas. Tampoco me convenció el
orden de lo temático: “Fin de curso” de Enríquez puede armar serie sin esfuerzo
con “Hojas de afeitar” de Meruane, “Un hombre sin suerte” de Schweblin, el
cuento de Lispector o “Árbol genealógico” de Jeftanovic. En todos estos cuentos
hay niñas que coquetean con lo ilegal, sea queriéndose acostar con el padre,
enamorándose del maestro, apareciendo sin bombacha en el supermercado o
afeitándose entre varias en el baño de la escuela. El cuento de Enríquez, por
eso, no goza de singularidad argumental. Incluso el género en el que se
inscribe, un horror cotidiano bien propio con tintes fantásticos, anunciaba en
los papeles el rechazo colectivo. El terror, contra mi pronóstico, es un género
que en el cine los pibes consumen con devoción pero que puesto sobre el papel
lo tildan de infantil, tonto, un bolazo. No son
todos, claro, pero es algo que puedo señalar como una inclinación general. «Los
pibes de hoy –me dijo Bruno la vez que se lo comenté– son realistas por
excelencia. Los sacás de la mera identificación y la verosimilitud y te
abuchean. Necesitan creer en lo que leen».
Hace poco leí su última novela, Este es el mar (2017). Mientras la leía fui
anotando una serie de cuestiones en relación a su literatura, constantes o
regularidades, que quizás sirvan para armar una respuesta a lo comentado. Ahí
van:
Lo crudo. La
literatura de Mariana Enríquez está cruda. Se nos sirve roja sangre y con olor.
Apesta. Es una carne gorda, jugosa, sobre la que pululan moscas. A diferencia
de la literatura cocida -bien preparada, presentada en el plato, amable a la
vista, burguesa- la literatura de Enríquez es incomible. Cubierta de vómito,
pelos, semen y sudor, su escritura nos trae a la mesa piernas rotas, ojos
abiertos, conchas infectadas, brazos tajeados, vientres destrozados. Lo crudo
es la carne sin persona, la carne sin sujeto, pura materia abierta al mundo. Lo
crudo es aquello que no está cocinado por la experiencia, la subjetividad o el
sentimiento. Lo crudo es lo abyecto, el monstruo que somos y que sosegamos a
diario en el freezer de la cultura. Así como el realismo mágico consistió en la
inyección –a veces mesurada, a veces no– de una dosis fantástica a la realidad
de la narración, el horror cotidiano de Enríquez consiste una infusión macabra
en lo narrado. El universo de Enríquez está plagado de imágenes lúgubres,
siendo Las cosas que perdimos en el fuego (2016) el
escenario que mejor ejemplifica la naturaleza tétrica que gobierna toda su
literatura:
Mientras
la profesora explicaba la batalla de Caseros, Marcela se arrancó las uñas de la
mano izquierda. Con los dientes. Como si fueran uñas postizas. Los dedos
sangraban, pero ella no demostraba ningún dolor. Algunas chicas vomitaron (“Fin
de curso”)
Su
olor llenaba la habitación. Estaba pelado y tan flaco que era increíble que
viviera (…) Era el chico del patio del vecino. Tenía marcas de la cadena
en el tobillo, que en unas partes sangraba y en otras supuraba infección.
Cuadro escuchó su voz, el chico sonrío y ella le vio los dientes. Se los habían
limado y tenían forma triangular, eran como puntas de flecha, como un serrucho.
El chico se llevó la gata a la boca con un movimiento velocísimo y le clavó los
serruchos en la panza. Eli gritó y Paula vio la agonía en sus ojos
mientras el chico escarbaba su vientre con los dientes, se hundía las tripas
con la nariz y todo, respiraba adentro de la gata, que se moría mirando a su
dueña, con los ojos enojados y sorprendidos (“El patio del vecino”)
Santiago
apareció en una habitación de hotel de Once, con todo el cuerpo cortajeado:
había usado una gillete y un Tramontina a conciencia para despellejarse los
brazos, las piernas, el vientre. En el brazo izquierdo había cortado hasta el
hueso. En el pecho era posible ver el esternón. Y, posiblemente semiconsciente,
se había cortado la yugular con un corte audaz y preciso (“Carne”)
Era
aburrido y yo estúpida. Tuve ganas de pedirle a alguno de los camioneros que me
atropellara y me dejara destripada en la ruta, partida como las perras que veía
muertas sobre el asfalto de vez en cuando, alguna de ellas embarazadas, con
todos los cachorros agonizando a su alrededor, demasiado pesadas para correr
rápido y evitar las ruedas asesinas (“Tela de araña”)
Muertos vivos. La
carne cruda de Enríquez está viva. Late sin alma y sin persona. Enríquez es la
dimensión zombi de nuestra literatura. Chicos que vuelven (2010)
es la historia de cómo la carne cruda y muerta retorna al mundo de los vivos
para volverlos locos. En esta novela los chicos son cuerpos paréntesis,
vaciados de experiencia, sin móvil o destino. Mechi es empleada de la oficina
que se encarga de mantener y actualizar el archivo de chicos desaparecidos en
CABA. Viene todo bien hasta que en un momento los chicos perdidos empiezan a
aparecer intactos en las plazas de la ciudad. Emergen iguales a cuando
desaparecieron, sin ninguna marca del paso del tiempo en sus cuerpos. Pero
vuelven sin alma, sin sentimientos ni cogito alguno: «Ese no es nuestro hijo»,
«Yo no sé quién es esta, pero no es mi hija. Me equivoqué, se parece mucho,
pero no es mi hija. Yo parí a Lorena. La reconocería en la oscuridad sólo por
el olor. Y esta no es mi hija», dicen los padres al devolverlos al Centro de
Gestión y Participación de Parque Chacabuco.
Los muertos vivos de Enríquez también
aparecen en Este es el mar. El Enjambre, las
Imago y las Luminosas son seres divinos que gobiernan las voluntades humanas
desde un Olimpo remasterizado (la novela está contaminada de referencias a la
mitología griega: los personajes se llaman Helena, Perséfone, Hécate, etc.).
Estos entes sobrenaturales son la idea de «lo crudo» llevado al extremo, ya que
dan cuenta de un estado previo del sujeto. No hay tiempo en estos seres,
tampoco espacio ni sentidos. Nada en ellos está cocido y por eso pueden
introducirse y vivir en los intestinos de los mortales. No tienen frío ni
calor, no respiran y viven en perpetuo movimiento. Se alimentan de la ansiedad
y el fervor de las adolescentes fanatizadas por las grandes estrellas del Rock,
como Kurt Cobain, John Lennon, Elvis, Brian Jones, etc. «Ellos se alimentan
comiendo, nosotras nos alimentamos de ellos, de sus devociones. Vivimos de esa
devoción, de ese zumbido. Y tenemos que alimentar ese fuego con cuerpos, de vez
en cuando, para mantenerlo vivo y mantenernos vivas».
Lo podrido. La
carne cruda, al dejarse estar, se pudre. Enríquez deja que la carne se pudra,
que alcance la descomposición. El Riachuelo de “Bajo el agua negra”, el
Moridero de Caseros y la casa rosa de parque Chacabuco de Chicos que vuelven, y la estación de trenes en
desuso de “El chico sucio”, son todos lugares acondicionados por Enríquez para
que los muertos vivos se pudran. El universo de Enríquez explora lo que está
contaminado, se mete en el basurero que levantan los normales y escribe desde
ahí, acompañada del hedor putrefacto de los niños y adolescentes drogadictos,
alcohólicos y asesinos, niños y adolescentes que adolecen, que no hablan, que
dan miedo y se mantienen en las sombras. Este es el universo literario de Enríquez:
un inframundo doméstico y residual de gente muerta, sucia y pobre. Un
infierno que brilla en el instante que choca de frente con lo cocido, con
aquello que lo margina y lo destierra.
La literatura de Enríquez es, en síntesis, una literatura cruda,
visceral, poblada de adolescentes queer. Enríquez es hija de la MTV como
los McOndo. Pero a diferencia de ellos no discute con
ninguna tradición, ningún padre, ningún canon. Como reza la antología de
cuentos editados por Diego Trelles Paz, el futuro no es de ella. Y sin esa
responsabilidad, sin mochila ni piso que pagar, Enríquez fabula su universo
propio sin temor a pisar en falso ¿Cómo no les va a gustar, entonces, a los
pibes de mi clase? Todo lo que está abierto, sangra, vive por sí mismo, no tiene
responsabilidades, corrompe y se pudre, les atrae. Mariana Enríquez es la chica
del fondo, la callada, la corta venas que puede matar a todos sin avisar.
Literatura punk, literatura badgirl, literatura
de negro y tachas. Literatura de pucho encendido y mirada al costado. Habría
que pensar con más detenimiento en qué medida Enríquez dialoga con otras chicas
malas y no tanto de la literatura latinoamericana contemporánea como Lina
Meruane, Samanta Schweblin, Fernanda Laguna, Cecilia Pavón, Romina Paula o Inés
Acevedo. Qué nueva literatura se está escribiendo ahí, de qué hablan y cómo lo
hacen, en qué antagonizan y en qué armonizan. Por lo demás, ya preparé “El niño
proletario” para trabajar en la próxima clase.