Renzo le dio clases a Julia durante
dos años. En ese tiempo ocurrieron las cosas más importantes de esta historia.
Julia, al llegar a su casa después de la primera clase, agarró la billetera del
padre, le sacó una suma exagerada y se fue corriendo a la librería del centro,
en colectivo, llevando anotado en la palma de la mano el nombre de la novela
que había «herido» al profesor. Usó ese verbo: herir. Cuando lo dijo Julia se
lo imaginó todo rojo: el libro rojo, las paredes rojas, la remera y el pantalón
de Renzo rojos, sus ojos rojos, los zapatos de Renzo rojos y un gran charco de
sangre roja en el centro de la escena. Renzo, en cambio, después de aquella
primera clase, se encerró en su pieza, falseó la hora del día corriendo las
cortinas y se acostó a rebobinar todas las imágenes que había capturado de su
alumna. Julia en la primera fila, junto al pizarrón, esperando que empiece la
clase. Las cejas de Julia, en la primera fila, junto al pizarrón, recuperándose
de la maratónica sesión de depilado. La boca de Julia, en la primera fila,
junto al pizarrón, acolchonada sobre una manteca de cacao recién estrenada. El
pelo de Julia, en la primera fila, junto al pizarrón, coqueteando con la chomba
blanca escolar sobre sus hombros.

 

   Esa misma noche de la compra la mamá
de Julia la sorprendió en su pieza, a las dos de la mañana, sentada en la cama
en posición de loto, mirando el libro con una distancia y atención
insoportables, como si estuviera meditando por dónde empezar a descascarar al
profesor. Comenzaba para ella un circuito ilegal del amor cargado de
malentendidos, mensajes cifrados, horas de espera, manos mojadas y llanto.
Julia con Renzo lloraría. Antes y después. Sería su modo de ser el mundo
durante todo el tiempo que estaría con y sin él. Asistiría a todas sus clases,
leería devotamente el cuadernillo y los apuntes y se entregaría a un ritual
cosmético e higiénico exhaustivo todas las noches. Crema, piel, uñas, cejas,
shampoo, perfume, sábanas, sabor uva, sabor frutos del bosque, pinzas,
cortaúñas, cera, dolor, sonrisas, lectura, ignorancia, preguntas, color blanco,
remera larga estirada, color piel, bombacha, ovillo frente a la pared.
   

 

   Se vieron por primera vez, fuera de la
escuela, a cinco días de terminadas las clases. Acordaron la cita el último
viernes, cuando Renzo se metió en un recreo al aula de 5° C, se excusó con un
balbuceo ante los dos o tres misántropos que usaban el aula como patio y le
dejó una nota a Julia adentro de la cartuchera. Al tocar el timbre de salida,
Julia lo esperó sentada en su banco. La conversación fue, estrictamente, breve.
Julia, asustada, con un nudo en la garganta y casi toda la espalda transpirada,
no pudo pronunciar más que monosílabos. Renzo, sabiendo que era la primera vez
que se exponía como civil, sin el aura profesoral, frente a Julia, se encargó
como pudo de los detalles: sería el próximo martes, a las 18 hs, en donde ella
quisiera.

 

   Ese martes Renzo y Julia caminaron
tres cuadras hasta llegar a la plazoleta del barrio. Julia se había puesto unas
ojotas amarillas, un short de jean claro y una remera cuello de bote blanca con
un estampado de gato bermellón. Era la primera vez que Renzo la veía sin el
uniforme. Llevaba el pelo suelto y en las manos únicamente las llaves de su
casa. Olía bien y no estaba nerviosa, ni siquiera incómoda o callada; de hecho,
fue ella la más habló en las dos horas que duró la tarde, moviéndose entre los
temas con una habilidad sorprendente para Renzo. Pasó de los chismes amorosos
del curso a las virtudes del signo de Libra, de la lista de profesores más
odiados a los rasgos de personalidad –haciendo especial hincapié en los
defectos– de Florencia, Rocío y Camila, sus tres mejores amigas, de lo mucho
que detestaba a sus compañeros del fondo a lo mucho que le gustaba el chocolate
y el pin-up. Ya de noche, con el mate frío y las medialunas
entre hormigas, se despidieron.

 

   A las semanas, con el calor de enero,
Renzo y Julia cogerían. Renzo, apoyándose en la lluvia que se esmeraba afuera
del cine, le propondría ir su casa. Llegarían y empezarían a contarse sin ganas
cosas en el living, cosas de la infancia, de la adolescencia, decisiones
acertadas y desacertadas, por qué decidió estudiar Letras, por qué no
Filosofía, por qué dejó patín para meterse en hockey, qué tenía ese novio
leporino para que ella le de bola. Renzo simularía respetar los tiempos de
Julia. Iría y volvería sobre su cuello ganando terreno. Notaría la
transpiración en las manos de Julia y Julia le pediría que lo mire, que no deje
de mirarlo mientras le haga todo eso, cosa que Renzo respetaría a rajatabla,
sabiendo que al menor paso en falso todo se iría a la mierda. Sin embargo –y es
acá cuando todo empieza a derrumbarse para Renzo- al notar que Julia disfrutaba
de lo que le estaba haciendo, sentiría que algo no estaba bien. Seguiría
durante varios minutos más, todo, no obstante, de un modo condicionado, como si
la escena que lo tenía como protagonista hubiese decidido de un momento a otro
relegarlo al papel de espectador, dejando sólo a su cuerpo y no a su
consciencia frente a Julia, una Julia ya perdida, realmente en la luna, cuyos
ojos cerrados, tirados hacia atrás, daban cuenta de un goce desconocido,
incomparable con la vez que, en un pijama party y a la vista de Florencia y Camila,
se frotó la concha para mostrarles lo que había visto en internet hacía dos
días. Renzo, al tener a la vista todo ese placer, se daría cuenta que no podía
soportarlo, no podía sobrellevar que Julia, su alumna, aquella pendeja de 16
años que le cumplía con las tareas, hacía callar a sus compañeros del fondo y
comentaba sobre el boom latinoamericano, estuviera abierta al mundo frente a
él, pidiéndole con las manos que se la metiera de una buena vez.

 

   La cosa se repetiría tres veces más,
hasta que Renzo, ya vuelto mártir frente a su náusea, le diría en un arrebato
de valentía ensayada que tenía novia y que ésta acababa de quedar embarazada.
La mentira no sobreviviría los tres minutos frente al escrutinio básico de
Julia. No obstante, la cosa estaba decidida: las clases arrancarían y ellos no
serían más que profesor y alumna.

   Llegó marzo, llegó el tiempo y en
abril fue el primer examen. Renzo repartió una fotocopia tamaño oficio con las
consignas. Julia pidió ir al baño. Se sentó en el inodoro y esperó. Esperó diez
minutos, veinte minutos. Llegó Florencia, después Camila. Ambas fueron
despachadas con la misma directiva. Siguió esperando. Llegó la preceptora,
secundada por Florencia y Camila. Las tres intentaron hablar con Julia detrás de
la puerta del baño. Nada. Ella volvió a repetir lo mismo: «que venga Renzo a
sacarme». Después de que su madre, padre, director, jefa de preceptores, el
profesor de Biología y hasta un anónimo de 3° año intentaran sacarla por las
buenas, Renzo entró al baño, solo, siguiendo las estrictas indicaciones de
Julia y esperó a que ella saliera del habitáculo que la tenía encerrada desde
hacía una hora. Julia salió del inodoro sin zapatos, sin medias, sin jumper y
sin bombacha y le pasó a Renzo las dos manos ensangrentadas por la cara. «Ahora
sí estás rojo» dijo, mientras tiraba el libro al inodoro.