Hace unos días miré, y en algunos
casos volví a mirar, cuatro películas de los Duprat. Las cuatro que, a
excepción de Querida, voy a comprar cigarrillos y vuelvo (2011),
problematizan desde diferentes aristas la relación entre arte, vida y mercado.
Fue un ciclo diurno e interrumpido (por más que nos forcemos, el tiempo del
cine es la noche) que se fue concretando, diría, un poco por su cuenta, sin la
ayuda de un programa, envalentonado por el entusiasmo de cierta premisa de
lectura y ayudado, es cierto, por la disponibilidad que un reposo obligado me
otorga hace un mes.
Primero vi El artista (2008)
y enseguida reconocí, como muchos, como todos, el binomio clásico que la
estructura. Se sabe: la película tensiona, desde un tono satírico que se
contonea entre la parodia, lo absurdo y lo bizarro, el saber especializado y no
especializado del arte contemporáneo. Jorge (Sergio Pángaro) es un enfermero
que usufructúa los dibujos de su paciente, el viejo Romano (Alberto Laiseca),
un viejo que no habla y que sólo dice “pucho!”, y los hace pasar por suyos en
calidad de obra artística ante los ojos reguladores, presuntuosos y
voluntaristas de los críticos, curadores y galeristas (un mundo que su
guionista Andrés Duprat, por ser curador, conoce bien).
No voy a detenerme en los muchos
interrogantes y problemas que esta película plantea, con un ingenio que
celebro, en relación al estatuto del arte en la escena contemporánea, la noción
de autor/artista y los procesos de legitimación institucionales, entre otros.
No podría agregar nada a lo ya dicho. Me interesa, en cambio, puntear
modestamente lo que podría llamar, a falta de creatividad, el trayecto de un
procedimiento, las etapas de la vida útil de una operación que, entiendo,
tendría su punto de partida y su punto máximo de esplendor en esta película, y
su declive o punto final, por el desgaste acumulado, en Mi obra maestra (2018).
Me refiero a un tipo de relación que
configura y regula la economía de los cuatro relatos y que no es otra, en el
fondo, que la tensión que se esgrime entre lo alto y lo bajo de nuestra
cultura. Sea leída como un breviario libre del antagonismo sarmientino,
Civilización ≠ Barbarie, o según la acepción modernista, Alta Cultura ≠ Cultura
de masas, lo cierto es que esta lógica estructurante, decisiva en nuestra
literatura, encuentra en el universo Duprat una vía fértil de interpretación en
la medida en que, por las razones que fueran, los problemas comienzan cuando un
integrante de tal o cual bando decide cruzar la frontera. Por interés
ganancial (El artista), por exotismo (El hombre de al lado), o
por pasado (El ciudadano ilustre) los mundos entran en conversación,
y la productividad del conflicto radica allí, en todos los casos, en los
procesos de transfiguración, negociación y uso entre ambas partes una vez
atravesado el propio horizonte prescriptivo.
En este sentido, uno de los grandes
aciertos de El artista es, creo yo, la perversión de la lógica
martinfierrista, esto es, el enroque de quién usa a quién para su propio
beneficio. Ya no es el saber legitimado, el saber oficial con su poder y
discurso Institucionalizado, quien gana la partida frente a un otro desprovisto
de todo amparo (el Estado mandando al fortín al gaucho manso y malentretenido).
Sino que es justamente éste, el que no sabe nada de arte salvo que puede
sacarle rédito económico, quien se sirve eficazmente de su ingenio para
impostar, emulando la astucia de los anti-héroes de la picaresca, una obra y
una figura de autor alrededor de unos garabatos. Toda la sátira de El
artista gira en torno a este revés.
En El hombre de al lado (2009),
en cambio, es el otro, el vecino bárbaro, quien pierde esta vez la partida ante
su vecino cajetilla, un diseñador prestigioso que vive en la casa Curutchet
hecha por Le Corbusier. En un viraje feliz hacia la jurisprudencia de la
tragicomedia, el procedimiento toma un nuevo impulso acentuando con fervor
cuasi caricaturesco la grieta que separa irremediablemente los dos mundos. La
polarización satirizada en El artista se individualiza y
tipifica al extremo en los personajes de Víctor (Daniel Aráoz) y Leonardo
(Rafael Spregelburd). Juntos son la síntesis del procedimiento. Juntos
estetizan la imposibilidad del vivir juntos argentino. Y es
por eso que estoy tentado en leer El hombre de al lado como
una reescritura de “Casa tomada” de Cortázar. Una reescritura que actualiza, al
igual que un software, la arena circular de nuestra cultura
político-ideológica. A contracorriente del cuento de Cortázar y en sintonía con
la coyuntura actual, los dueños de la casa, los amenazados, son quienes
finalmente vencen tomándose revancha. El bárbaro confía, ayuda y se entrega y
por eso muere. El civilizado-cajetilla sospecha y por eso gana, porque abandona
y mata. En tanto relato figurado y anticipatorio de la derrota peronista la
película deja entrever, no obstante, una esperanza generacional: la hija del
cajetilla no se resiste y cae rendida ante el teatro de títeres del vecino.
En El ciudadano ilustre (2016)
el procedimiento empieza, no obstante, a mostrar su cansancio. Sigue
manteniéndose en pie, es cierto, pero sin la intensidad necesaria para
formular, con eficacia, otra vez una película que satirice con el mismo
procedimiento las miserias del mundillo artístico. Algunos aciertos
compositivos como el recurso al humor negro, el lugar y la ambientación general
del film, el dramatismo de la escena final y la elección del casting (el pueblo
todo funcionando como un solo personaje, al mejor estilo Fuenteovejuna),
no logran eclipsar una cuestión que considero problemática: la configuración
del personaje principal, Sergio Mantovani (Oscar Martínez). A la reincidencia
de un perfil de artista-crítico distanciado de la masa, arrogante y frívolo, se
le suma ahora una moral alto-modernista de manual, demasiado taxativa y por eso
artificiosa. Si el estereotipo del intelectual “torre de marfil” había
funcionado, y de manera excepcional, en tanto parodia en las dos películas
anteriores, la figura de Mantovani no puede franquear la zona amarga del lugar
común. Los discursos solemnes que profiere (que son varios, la película se abre
y se cierra con un discurso de él) acartonan un aura escolar de escritor que
responde más a la lógica distintiva de los escritores del Boom, con sus
pedestales y agasajos del establishment, que al posicionamiento
insular generalizado del escritor hoy. En otras palabras, se advierte, a
diferencia de las otras dos, que esta película está hecha sin el ingenio o la
maestría de un guionista que conoce exhaustivamente el mundo que se narra.
Andrés Duprat se acerca como puede al mundo literario. Y esa distancia,
producto de la ignorancia, se nota. Habría que ver hasta qué punto la
industrialización de su cine, como se verá a continuación, tiene algo que ver
con todo esto.
Conociendo el límite de su vida útil, el
procedimiento sólo puede pegar la vuelta completa y empezar de nuevo cayendo
sin remedio –por arrastrar consigo lo ya hecho– en la mera repetición. Hay
directores, como Quentin Tarantino, que han inventado un procedimiento que no
conoce o no parece conocer el agotamiento. No es el caso de los Duprat. Este
año se estrenó Mi obra maestra, una película que vuelve sobre los
tópicos trabajados en El artista pero en forma de comedia de
enredos, una decisión fatídica que no se explica sino a través de otra decisión
fatídica: Guillermo Francella. Ya no hay mundo bárbaro ni mundo civilizado,
sino un mundo civilizado que se ha barbarizado. Ya no hay sátira ni promesa de
parodia, sino puro entretenimiento. Es tan escandaloso el modo en que Francella
curador de arte repite gestos y remates de su alter-ego indeleble, Pepe
Argento, que uno no puedo sino leer, en tanto efecto de lectura, una síntesis
empobrecida de los dos mundos. Puede que sea éste, en definitiva, el modo en
que este enfrentamiento se figure en el presente, su último capítulo, la cara
visible de nuestra época: el mundo civilizado ha ganado finalmente la partida
pero, como resabio o cicatriz o virus insalvable, se le han quedado adherido,
en tanto cuerpo político que es, gestos, modos, gags, de su enemigo.