¿Cómo se tiene una
potencia? No se puede tener una potencia, solo se la puede habitar.
Giorgio Agamben
Autorretrato
en el estudio
Las escrituras,
a veces, se des-escriben. Como un tejido que mostró errores, se tira de la lana
y todo va volviendo a su estado anterior, sin puntos, sin obra. Se revierte a
un estado de potencia aristotélica. Luego se corrige, se cambia.
Otras
veces, las escrituras buscan en la propia escritura la forma de des-escribirse.
Ya no se trata de elaborarse en un tejido mejor. Sino de escribir el mismo
acontecer del no escribir. Esa es otra potencia. No ya parecida al tejido, y un
paso hacia adentro de la doctrina de Aristóteles. Se parece más bien a un
Bartleby, el escriba que no escribe y con ella se levanta como la potencia
absoluta, el encuentro entre el ser y el no ser en una pasividad, en una marca
que escribe su propia amorfia. También puede verse en el estudio de un
escritor: en las lapiceras, libros abiertos, cuadernos, en toda esa
materialidad –como posibilidad de recibir una impronta– se testimonia la
potencia. La potencia agambiana.
En Autorretrato en el estudio, Agamben expone el habitar de
la potencia en sus diversos estudios, propios y prestados, en diferentes
ciudades de Europa, estudios que están en las cosas, en los objetos, en las
fotografías, en los libros, en sus libretas, en los muros. Y esos estudios,
como imagen utópica de la potencia, que reúne tiempos y lugares, recuerdos y
evocaciones, amistades y espacios rememorados donde, confiesa, se animó a
esconder su corazón, se repite esa potencia de no pasar al acto, la impotencia
que quizás lo acerque a esa “hierba” –en todas sus formas, en los tallos, en el
trébol, en el pasto– en la que revela hacia el final del libro haber depositado
su esperanza y su fe.
En lo que me atañe, pienso que no puede tomarse un
libro que se ama entre las manos sin sentir un vuelco en el corazón, ni conocer
de veras a una criatura o una cosa sin renacer en ella o con ella.
Autorretrato en el estudio
Las
repeticiones son vastas. Un amigo le había dicho “rechazar la repetición es
propio del esteta, repetir sin entusiasmo del fariseo. Pero repetir con entusiasmo
es el hombre”. Ese amigo que era para Agamben “como una brisa, o una nube o una
sonrisa: absolutamente presente pero nunca constreñido en una identidad”.
La
amistad, esa “inmediata comunión de la sensación de existir”, guía a Agamben a
través de situaciones siempre supeditadas a la escritura, a su impotencia y su
amor. Repetir esa guía es lo que arrastra esta escritura como un lema.
En un
relato recientemente publicado en la Revista Ragnarok “Episodio en la vida de un poeta”, Diego
Meret –como una brisa, una nube, una sonrisa– repite y revuelve a su Trementina
de En la pausa (2009), repite y revuelve a la mudanza o huida
hacia una catástrofe, diferente a la de El podrido (2018),
mientras revuelve y publica una nueva novela que es al mismo tiempo antigua, El
niño bobo (2018) que escribió al mismo tiempo que su “opera prima”,
ganadora de un premio.
Desde
la imparable escritura de Meret, nos llega una repetición y una vuelta: el
“premio” otorgado a En la pausa, que desata todo tipo de
extravagancias: una locura preciosa, temida y solitaria –en el relato– o un
asesinato –en El podrido–, pasa por la vuelta a una infancia que da
inicios –en El niño bobo–, tal vez en el sentido de una novela de
iniciación, o tal vez, como creía Agamben de Walser –autor que Meret engendra
dentro de sus propias letras, con delicadeza– en “sus maneras y gestos de la
nada, pantomimas y danzas de circo que, como cualquier pantomima, contienen un
elemento iniciático (…) más en esa iniciación, no hay lugar para ninguna
revelación, ni hay propiamente nada que aprender”. Desde todo esto, entonces,
existe una vuelta a un “libro viejo”, a una des-escritura que hace
contemporáneos sus textos intempestivos, ya que habitan el “umbral inasible
entre un “todavía no” y un “ya no”, porque el presente como sigue escribiendo
Agamben ahora en Desnudez (2014) es lo no-vivido en todo lo
vivido, y la atención a ese “no” es la vida del contemporáneo, “Y ser
contemporáneos significa, en ese sentido, volver a un presente en el que nunca
estuvimos”.
Meret
vuelve de este modo. Repite y revuelve. Desquicia y sosiega la materia
escrituraria como instancia anacrónica que espera una forma que ya fue forjada
y sin embargo continúa amorfa.
En su
último relato publicado, “Episodio en la vida de un poeta”, Trementina, la
esposa del protagonista de En la pausa, abandona al personaje-autor
y luego de sacar de su casa su ropa y sus papeles, ingresa a los documentos de
la computadora del autor, o de ambos, hace clic en el único archivo que existía
“En la…” y “se desplegaron cuarenta paginitas Word. Leyó la primera
línea. “La casa donde nací…”. Un poco más, y a la tercera o cuarta página ya se
había aburrido como una… Cerró el archivo, lo marcó con un clic y presionó la
tecla “supr”. Después entró a la “papelera de reciclaje” y eliminó “En la…” del
disco rígido”.
“La
casa donde nací” son las primeras palabras de la novela. De la novela que ahora
se des-escribe. Por un lado, borrándose. Por otro, trayendo de lo “ya no”,
borrado, un “todavía no” que está siempre por escribirse y no escribirse. Meret
reescribe En la pausa al borrarla. Y la pone otra vez en
cuestión, como nueva, al publicar El niño bobo, escrito en
simultaneidad con ella, proponiendo, así, una borradura y un renacimiento, un
“todavía no” y un “ya no” con días de diferencias. Una hipnótica lectura.
Rethemgi, el poeta abandonado “duerme todo el día en un sanatorio mental”
y siempre tiene algo que decir en la punta de la lengua, una palabra, pero
nunca la dice y se desconecta y se pierde.
Meret
borra su novela autobiográfica famosa, la que en El podrido lo
condujo a un viaje de presentación a España, donde vio cómo asesinaban a
Borges, un poeta peruano consumidor y vendedor de pasta base del que se hizo
inmediatamente amigo y quien tomará esa palabra en la
presentación de la novela que el autor, como muchos personajes de Meret, tienen
en la punta de la lengua y suspendida y nunca dicha, allí, derraman una
escritura de esa suspensión, mezcla de no querer escribir más, de estar
podrido, y de seguir escribiendo sin parar –para también des-escribirse– con el
gesto insistente y en potencia de ser un poeta: “yo soy un poeta familiar”,
sostiene en El podrido.
Mientras Rethemgi, trabaja en su oficina, su “pozo”, tiene mucho tiempo
libre en el que podría dedicarse a escribir la novela que quiere escribir. Sin
embargo, en ese “estudio”, en esa posibilidad material, no hace sino entregarse
a la nada del tiempo libre y escribe en un cuaderno un palito por cada hora que
pasa. Un cuaderno con una etiqueta que dice Stock. Esa marca de las horas de
nada, asemejan a las poéticas de los diarios de escritor, que garabatean su impotencia
de escribir. Sin querer escribir, Rethemgi escribe. Es poeta. Y esas hipnóticas
marcas –como de rehén de una voluntad– que parecen borrar o suplir o ser la
exposición más potente de esa escritura que desea pero no escribe me recuerdan
lo que Agamben percibe en algunos poetas: “Es como si en la lengua urgiese otra
lengua (…) algo como una tablilla órfica en la cual el lector puede saciar su
sed, como el iniciado en el “agua que viene del lago de Mnemósine”: no lengua
sino memoria inatribuible e inmemorial de una lengua perdida para siempre,
hacia la cual el poeta obstinadamente se mantiene en viaje”.
Días
antes de que la Revista Ragnarok publicara “Episodio en la vida de un poeta”,
se presenta El niño bobo. Yo sentía al recibirlo y acomodarlo con
toda la obra de Meret sobre el tablero donde trabajo en mi estudio, lo que
Agamben al estar conversando con amigos: “como un antiguo simposio, cada cosa
encontraba su nombre, su delicia, su lugar”.
El
niño bobo es otra vuelta contemporánea, una
que tal vez comparte un “ya no” con En la pausa, pero que abre un
“todavía no” al llegar desde lejos para darle a la “borrada” novela una nueva
vuelta.
canté inspirado, como si las palabras fueran
dibujos que me hubiera gustado entregarle a Eleonora.
El niño bobo
Así que Trementina optó por hablar ella, por tomar
las riendas de su sentimiento (…) Sólo dijo tres palabras, las clásicas, las
que ustedes ya deben haber adivinado. “Roca, piolín, nube”, dijo. No,
mentira. Fue un chiste. “Te amo, Brodie”, sollozó.
Los chicos gorrión
Me
hallo en la infancia alelada mezclada con una euforia romántica de un estilo
de punk que encuentro en los personajes de Meret. Siento un
vuelco en el corazón y me pierdo.
No me
refiero a un sentido que agrupe a Los chicos gorrión, a Fúster,
a En la pausa, a El podrido, a El niño bobo y
a todos sus relatos publicados en la Revista Beatrizos o a
otros como “La entidad” y el ya citado, publicados en Ragnarok y
haga con ellos una reducción semántica ni temática ni nada de eso.
Más
bien, ocurre algo similar a una leyenda de Virgilio que Agamben cuenta en Autorretrato
en el estudio. Virgilio se da cuenta de que envejeció y recurrió a sus
supuestas artes mágicas para rejuvenecer. Se hizo cortar en pedazos, salar y
cocer en una olla. Nadie debía abrirla y mirar antes de tiempo. Esa indicación
era fundamental. Pero el criado o el emperador, según las versiones, destapó la
olla demasiado rápido “Entonces –narra la leyenda– se vio un niño todo desnudo
que daba tres vueltas alrededor de la tina que contenía carnes de Virgilio,
después de lo cual desapareció y del poeta no quedó nada”. Kierkegaard comenta
esta leyenda amargado “También yo he mirado demasiado pronto dentro de la olla
de la vida y del proceso histórico, y la consecuencia es que nunca llegaré a
ser más que un niño”.
Quedarse como infantes, dice Agamben, es querer ver pronto lo que no se
debe ver, irreflexivamente.
Del
mismo modo Trementina se asoma al pozo para ver a Brodie en Los chicos
gorrión, del mismo modo el niño trepa y se asoma al muro del baldío
de su barrio y encuentra una intimidad que sin comprender totalmente decide
respetar y retirarse en El niño bobo, y así también lo hacen
Hernán y Michael Jackson (que creció y en En la pausa se
supone que está preso) y Monet al impresionarse tanto en La ira del
curupí y otra “vuelta” de Monet arrobado que hace la plancha un
día entero en el Paraná catastrófico en El podrido, y la luciérnaga
encarnada que ilumina y se va a apagar un día, “como todo el mundo” en “La
entidad”, como Fúster impacientísimo quiere leer los textos del poeta
Cuadrinni.
Me
hallo en esas infancias. En la impaciencia de ver en la olla a un niño ardiendo
que será siempre infante. En el baldío lleno de “bolsas, maderas, muñecas rotas,
escobas viejas y demás trastos” donde El niño bobo encuentra
un punto, donde los amigos se sienten como en casa aunque no saben dónde están
en verdad. Así nos hallamos en ciertos libros, “sentimos que estamos en un
punto, que somos ese punto, ese donde, pero ya no sabemos situarlo ni en el
espacio ni en el tiempo. Todos los lugares que hemos habitado, todos los
momentos que hemos vivido nos asedian, pueden entrar, nosotros los observamos,
los evocamos uno por uno –¿desde dónde? Dónde es todos lados y en ningún lugar.
Volverse íntimamente extranjeros para nosotros mismos (…) ¡Cuán cercano está
ahora lo inalcanzable!”, dice Agamben en Autorretrato.
Y la
infancia en su potencia pura, casi antes de entrar en un mundo que se hace el
comprensible por el lenguaje, la infancia se desgana, se alela, se
deprime. El niño bobo entonces, deja de iniciarse, de
descubrir, de aventurar, o intensifica esas instancias desconcertado de
finalidades, y se vuelve una escritura de desvíos. Los alfajores Suchard pueden
ser un desvío para salir de ese incipiente Bartleby que lo habitará desde
ahora. Comer uno tras otro. No. Dejar de bañarse. Tampoco. Herirse con
tenedores. No. Dejar de hablar. Tocar timbres y responder a la pregunta ¿quién
es? “el desvío”. No. Hasta que el niño empieza a escribir los desvíos en un
cuaderno. Abre la potencia de “estudio”. Algunos desvíos escritos: “escupir
para arriba”, “mentir todo el tiempo”, “reventarme todos los días un huevo en
la frente”, “interrumpir”, “hacerme pis cuando es viernes”. El infante
depresivo va siguiendo esos desvíos improvisados y continúa su práctica de
“artista trenero” y canta con sus amigos desde Ramos Mejía hasta Once, mientras
pasan la gorra.
El
desvío es una especie de rodeo. Benjamin lo describía como “renuncia al curso
ininterrumpido de la intención”, es decir, escribir en el desvío, en el rodeo,
o el desvío y el rodeo muestra un camino con lagunas, de derivas. Donde la
temporalidad se fractura y un objeto, un personaje, una escena perseveran en
distintas gradaciones de sentido, emergen fragmentariamente y yuxtaponen
elementos heterogéneos, en el transcurso de la escritura misma.
El
desvío y el rodeo son gestos escriturarios. Meret se deja llevar, como en un
paseo walseriano, por senderos que sobrevienen letra tras letra. En una
entrevista en Entre vidas indicaba cómo Benjamin, en Infancia
en Berlín, daba cuenta de que el perderse en ciudades requería de una
destreza. Esa destreza extraña y a la vez de alguna forma explorada,
quizás en el mismo momento del errar, es un gesto de su escritura, que como
deriva lo conduce y anima a seguir sus propias y foráneas literaturas. Meret
dice que cuando ocurre el extravío “algo sucede, pero que eso que sucede –y que
es lo único que importa– no se puede describir. Imagino que mi escritura se
nutre de esa deriva, en abrir un canal y perderme en el texto y en una de esas
algo sucede. Puesto así parece muy romántico, pero creo que se nutre más de esa
búsqueda o necesidad, que de temas o de ganas de decir, porque además yo no sé
nada de ningún tema”.
Casi una propiedad del baldío, que se abría y
mutaba o se adaptaba a lo que pasaba por nuestras cabezas.
(…)
yo me quedé acostado en la cama mirando el techo.
(…)
Después me senté en una silla de la cocina a no saber
qué hacer.
El Niño bobo
Agamben sentía fascinación porque el pensamiento de Benjamin tendía a una
doctrina del gesto. El gesto como algo que no significa, que no quiere
comunicar sino que expresa. Pensar la palabra como gesto implica entonces “que
lo que es esencial al lenguaje es un momento no comunicativo, un mutismo
ínsito en la condición misma del hombre como hablante, o sea, que su habitar en
la lengua no va dirigido sólo a un intercambio de mensajes, sino que es sobre
todo gestual y expresivo”. La palabra en la punta de la lengua de Rethemgi, su
rostro frenado, interrumpido, como luego su mano alzada en el hospital mental.
Ese gesto que desactiva la relación significativa expone la palabra como tal,
en su imposibilidad de hablar, de ser dicha para. Pero eso
desoculta el “defecto incurable de la palabra” que Agamben ve en un vacío de
memoria que, sin embargo, muestra que hay algo que decir aun cuando no se pueda
hablar, ni ese decir sea comunicativo. El gesto es un habitar de la potencia,
una materia que nunca y siempre espera una forma.
El
niño bobo como libro viejo y contemporáneo, resuelto en su
singularidad de infancia y a la vez indeciso en su invitación impaciente a
releer a su compañera temporal En la pausa que, por otra
parte, fue borrada días antes de su presentación, en un texto también
simultáneo a la publicación de El niño bobo, es un libro que
desorbita no solo las temporalidades sino toda la obra de Meret, de por sí
diseminada y concentrada, dialogada, revuelta y despejada, suave cada
vez. El niño en su rumbo de gesto y de desvío viajó como un
“estudio” agambiano a la edición número 70 de la Feria del Libro de Frankfurt,
que tuvo lugar desde el 10 al 14 de octubre del año pasado en Alemania.
¿Cómo habitaron su potencia? ¿Vieron
su “todavía no” y su “ya no”? ¿Escucharon su romanticismo punk? ¿Su risa
enloquecida, su canto trenero, su hipnotismo? ¿Se asomaron al pozo antes de
tiempo? ¿Soltaron su mano en una ciudad de Alemania? Espero que allí haya
estado Benjamin para acompañar su descarrío, su dulce desorientación. Mi
corazón quedó escondido en esas páginas.