Conversación
con César Aira. En Nouvelles Impressions du Petit Maroc,
Maison des Écrivains Étrangérs et des Traducteurs de Saint-Nazaire, 1991.
Traducción de Rafael Arce.
Bernard Bretonnière: En su primera obra traducida y
publicada en Francia, El vestido rosa, usted habla del objeto-fetiche de
ese cuento en los siguientes términos: “Se lo habría dicho eterno, como si
hubiera estado terminado desde siempre: no mostraba huellas del trabajo, que
había sido su motivo”. ¿Se puede decir lo mismo de cualquier obra de arte, esa
voluntad de borrar los trazos del trabajo y liberarse del tiempo?
César Aira:
No pensé en esa metáfora, ni en ninguna otra. Hago todo lo posible por evitar
el pensamiento metafórico. Por el contrario, yo creo más bien que el trabajo
artístico debe dejar los trazos. La obra de arte no es otra cosa que los trazos
del trabajo.
B.B.: Sin embargo, Degas decía: “En arte, el
trabajo consiste en borrar los trazos del trabajo.” Muchos otros artistas han
expresado la misma idea, como aquel otro pintor, Louis Ferrand, que escribe, en
sus Notas de atelier: “Yo no pinto: borro”.
C.A.: Prefiero
las ideas felices que no pertenezcan a pensadores graves y razonables que
buscan la verdad. El arte es lo contrario del pensamiento serio, es un juego
del pensamiento, un juego sin consecuencia, irresponsable, extraño a la
ciencia. ¡Por suerte! También podemos tener razón ambos, Degas y yo.
B.B.: Porque ustedes, los escritores, no son
filósofos. ¿Un filósofo no aceptaría ese juego con toda seriedad?
C.A.:
Por supuesto. Para mí, la filosofía es un hobby. Ella constituye lo esencial de
mis lecturas.
B.B.: ¿Qué diferencia hace usted entre literatura y
filosofía?
C.A.:
La filosofía constituye un modelo para toda ciencia porque está obligada a
acordarse de todo lo que dice. La literatura es más bien obra del olvido, o al
menos es lo que hace posible el olvido. Yo trabajo actualmente sobre todo con
esa idea.
B.B.: Olvidar es también jugar, rechazar ser responsable,
razonable.
C.A.:
La prerrogativa del escritor es precisamente poder no ser inteligente. Es la
libertad de ser idiota o de mezclar inteligencia e idiotez borrando los trazos
de la mezcla.
B.B.: Volvamos sobre su pequeño vestido rosa en el
cual yo veo la figuración simbólica de la obra. Llevado por esa idea del comienzo
de la historia, descubrí, en el curso de mi lectura, cómo una obra puede
volverse objeto de disputa, de apropiación, de robo, de desvío, de chantaje, de
adoración, de malentendidos, de burla, de emancipación. ¿Le parece que la obra
literaria puede compartir esas características con el vestido rosa?
C.A.:
La analogía existe, en efecto. De hecho, yo quise construir mi historia en
torno a un objeto insignificante. Hitchcock que, como usted sabe, era un gran
teórico además de un gran cineasta, le dijo a Truffaut, en una célebre
entrevista, que cuando se hace una película en torno a la apropiación de un
objeto son necesarias, para darle peso a la historia, las peores violencias,
muertes, etcétera. Después, cuando llega el momento de descubrir ese objeto en
las manos del vencedor, uno se da cuenta de que no valía la pena. Un director
torpe hará subir el precio del objeto. Hitchcock hace exactamente lo contrario.
Al final de North By Northwest, por
ejemplo, el objeto no es más que pura cáscara. Con El vestido rosa, quise hacer algo parecido. Ahí está la analogía
con la obra de arte: lo que puede llegar a ser peligroso para un artista es
creer en la importancia de eso que hace, en el valor de su obra. El valor es lo
serio. Lo serio es la verdad. La verdad traiciona al arte.
B.B.: El vestido rosa es presentado como un
cuento, es decir, una forma literaria propicia para ilustrar una reflexión o
una posición filosófica.
C.A.:
Debo decir que hay un pequeño error de traducción en la edición francesa.
“Cuento”, en español, significa a la vez cuento de fe o filosófico pero
también, más técnicamente, nouvelle,
relato breve. Es eso lo que quise hacer en este caso: una forma corta, muy
cerrada. Yo nunca había escrito cuentos en ese entonces, sino novelas. La
diferencia entre cuento y novela es que el cuento responde a la pregunta ¿qué pasó? La novela constituye, por el
contrario, una forma más abierta. La historia del vestido rosa fue un ejercicio
para asediar la realidad de algo que había pasado. Fue así que encontré el modo
de escribir un cuento, algo que se me había escapado toda la vida.
B.B.: Reunidos en un mismo volumen, El vestido
rosa y Las ovejas constituyen una paradoja desconcertante, ¡porque el cuento es más largo
que la novela!
C.A.:
Porque Las ovejas se trata de una
verdadera novela que cuenta eso que pasa,
ahora: la genealogía de Borges en mí, bajo la forma de un ejemplo.
B.B.: ¿El vestido rosa era para usted un
pretexto para tomar una posición filosófica?
C.A.:
Es muy difícil de explicar. Tal vez haya algo, sino filosófico, digamos semi-filosófico
o de filosofía práctica. Toda la cuestión, como en mis otras novelas, es la de
la indiferencia. La indiferencia es un modo de acceder a la libertad. Vivimos
en una moral que nos obliga a reaccionar, a tener respuestas pasionales. Y
somos víctimas, prisioneros de esa obligación. La única solución, para salir de
ese juego maléfico, es la indiferencia: aprender a no reaccionar. La historia
de Argentina obliga a los escritores a reaccionar respecto de lo que pasó y de
lo que pasa en su país. De ahí la necesidad de inventar un mundo feliz,
diferente. Lo imaginario reacciona gracias a la indiferencia. Así, este cuento
está concebido bajo el signo de la indiferencia.
B.B.: ¿Se puede afirmar que usted ha escrito una
fábula sobre los indios?
C.A.:
Ahí hay algo que depende de la indiferencia. La civilización argentina fue
detenida por los indios durante cien años y, cuando se los quiso sitiar para
exterminarlos, no se los pudo encontrar, porque ya estaban mestizados. Los
únicos indios que quedaban eran los soldados mismos, que habían ido a
combatirlos. La verdadera fábula son los indios mismos.
B.B.: Usted ha escrito: “junto a cada relato real,
existe otro virtual”. Por eso yo hablaba de cuento filosófico, de fábula.
C.A.:
¿Yo escribí eso? Y bien, hoy no puedo explicar esa frase, quizás nunca pueda.
Es importante para mí, es la historia de mi vida: haber dicho las cosas y no
poder explicarlas. El escritor hace las preguntas pero no da jamás verdaderas
respuestas; antes bien, inventa otros discursos que necesitan ellos mismos
otras explicaciones. Todo se detiene cuando la verdad es dicha. No obstante, el
escritor continúa, y debe tener cuidado con creer en la verdad, la única cosa
que podría interrumpir su trabajo.
B.B.: Así como el vestido rosa huye de aquél para
quien se ha confeccionado, el libro no llega necesariamente a los destinatarios
previstos por su autor.
C.A.:
Lo cual nos lleva a una cuestión fundamental acerca de la cual insisto siempre:
la obra no tiene ninguna importancia. El escritor hace una obra porque no hay
otra cosa que hacer. Pero lo que importa es el escritor, no la obra. Imagino
fácilmente un escritor sin obra, jamás una obra sin escritor.
B.B.: Su posición contradice aquí la de numerosos
escritores que se esconden tras su obra, como Flaubert. Él quería hacer creer a
la posteridad que no había existido y escribió: “¡El hombre no es nada, la obra
es todo!”
C.A.:
Flaubert es un mito, entre muchos otros. En Argentina, Macedonio Fernández
representa a la perfección el mito del escritor. No escribió nada más que
borradores, sin conexión, provisorios, infinitos: una obra inexistente. Su
contra-figura es Leopoldo Lugones, el gran escritor oficial, autor de más de
cincuenta libros. Pero él mismo sabía que no era un escritor y que jamás
podría serlo. “Yo escribí más de cincuenta libros y todavía se me pregunta qué
es lo que hago” decía. Una obra caudalosa puede bloquear el advenimiento de un
escritor. Con ironía, Macedonio Fernández decía: “Ese muchacho tan trabajador,
Lugones, ¿cuándo nos dará un libro?” Entre paréntesis, el día del escritor, en
Argentina, es el del aniversario del suicidio de Lugones, el no-escritor por
excelencia. He aquí una ironía muy argentina, muy macedoniana.
B.B.: Para utilizar palabras simples, yo remitiría
aquí a las nociones de calidad y cantidad.
C.A.:
No, la oposición es otra. Lugones era también, y sobre todo, un escritor de
calidad, un parnasiano, un trabajador incansable de un estilo muy elaborado. Hacía
montones de correcciones, pulía sus frases. Jean-Jacques Rousseau decía: “No es
imposible que un autor sea un gran escritor, pero no será haciendo libros en
verso ni en prosa que se volverá tal”. Acabo de leer El mar de las Sirtes
de Julien Gracq y no me gustó nada. Un escritor de calidad, un escritor que
escribe bien. Cada frase nos dice: “escribo bien” y eso es todo. Es bastante
monótono. Encuentro terrorífica la literatura cuando no le queda más que la
calidad. Es quizás el caso de Francia hoy. Le hace falta una revolución
literaria.
B.B.: ¿Qué debe ser entonces, para usted, la
literatura?
C.A.:
La literatura no tiene otra función que poner en escena un escritor.
B.B.: ¿Pero cómo concibe usted la obra?
C.A.:
La obra es el trazo de un escritor. Es ahí donde estamos actualmente. Si
existieran otros medios para volverse escritor, sería quizás mejor.
B.B.: Caricaturicemos: cuando usted lee un libro,
¿piensa en el desciframiento de la obra o en la figura del escritor?
C.A.:
Yo busco el escritor, no su cara, no su biografía, sino su mito personal, que
es otra cosa. El mito personal puede ser, quizás, la obra.
B.B.: Usted contradijo a Degas y a Flaubert y está
en todo su derecho, pero ahora se encuentra preso en la trampa de sus propias
paradojas.
C.A.:
¡Y está bien! Es la prueba de que nosotros no buscamos alcanzar una verdad. No
siento la necesidad de sostener tesis.
B.B.: ¿Le interesan las biografías de escritores?
C.A.:
A veces son interesantes. Hace poco me enteré de que Robert Walser trabajó como
criado, lo que me dejó pasmado. Walser y Rousseau: dos escritores nacidos en
Suiza y los dos criados, es divertido… Me gustan también los misterios que
tienen que ver con la vida de los escritores. Cuando murió Kierkegaard, fueron
encontradas en su casa, en un armario, cientos de tazas de café. Se sabe que
tomaba mucho café, pero ¿por qué había acumulado tantas tazas? ¿Se servía solo
una vez en cada una? Me gusta ese resto inexplicado.
B.B.: Usted escribió: “la vida tiene sus
lentitudes”. ¿Cree usted en el destino?
C.A.:
El destino no es algo en lo cual se crea o no se crea. Es una herramienta
literaria, como la metáfora o la metonimia. Importa poco que se crea o no en
él: de lo que se trata es de utilizarlo, ese es el punto. Y la literatura lo utiliza.
B.B.: Otra frase me impresionó en su libro: “Es así
como se equivoca el mundo en sus habladurías”. ¿Qué relación tiene el escritor
con la palabra oral, de la cual hoy sabemos que tiraniza?
C.A.: Tengo muy mala relación con la palabra oral. Y
podría hablar horas de mi torpeza en materia de oralidad. Se trata de un
problema de comunicación: o bien mi interlocutor es infinitamente más
inteligente y entonces no tengo nada que aprender de él, o bien es
infinitamente estúpido y no tengo nada para decirle. Pero en general mi
interlocutor es las dos cosas a la vez, de modo que la comunicación está
cerrada con doble vuelta de llave. La relación escritor/lector es del mismo
tipo.
B.B.: Pero entonces, ¿por qué ha escrito y
publicado?
C.A.: Es como un desafío. Si un escritor piensa en
sus lectores en esos términos de imposible, no tiene nada que decirle a nadie.
Entonces debe inventar formas nuevas, inventar un discurso capaz de sobrepasar
los dos extremos de la inteligencia y de la estupidez.
B.B.: La tan contemporánea tiranía de la oralidad
exige, en estos tiempos de comunicación, brillar en toda circunstancia y cueste
lo que cueste. ¿Usted rechaza eso, ahora mismo, en nuestra conversación?
C.A.: El pensamiento es un discurso interior mudo
que tiene analogías con el discurso hablado. Pensar y hablar son dos cosas muy
diferentes: no se puede pensar y hablar al mismo tiempo. Yo acepto esta conversación
porque me parece divertida. La acepto como lo acepto todo.
B.B.: ¿Puede que el escritor, obrando en solitario,
retirado como un monje, sea aquel que, más que salir del mundo, penetra en el
interior de las cosas, llevando consigo su presencia y afirmándose como
solitario-solidario?
C.A.: Yo soy lo contrario de ese monje que daría
respuestas inteligentes a su interlocutor. Jamás pensé en eso de lo que me
habla.
B.B.: ¿No le interesa?
C.A.: Tal vez eso me preocupe mañana o pasado
mañana, o la semana que viene. Las entrevistas son como los exámenes: deben
darse las respuestas correctas para ser admitido. Pero no hay una bibliografía
que permita prepararse para dar una buena impresión. Sería necesario tener un
don para la oportunidad y la literatura se parece más bien a un pensamiento
inoportuno.
B.B.: El que se dedica a escribir, ¿busca la
esperanza en otra vida, más allá de ésta, como el que se consagra a la
religión?
C.A.: Un novelista siempre piensa en otras vidas:
es su tarea. Es cierto que eso equivale a pensar en otra vida, una más feliz.
El éxito es lo más temible que amenaza a un escritor. El más pequeño éxito
puede ser signo de fracaso. Para nuestra civilización, el éxito aparece como la
condición de la felicidad. La tarea del escritor consiste entonces en inventar
formas nuevas de felicidad que no sean las del éxito. Por suerte, yo estoy bien
lejos del éxito, y la tarea de escribir es para mí un éxtasis, el colmo de la
felicidad.
B.B.: ¿Se refiere a la felicidad de hacer o a la de
haber hecho?
C.A.: En literatura, no hay “durante” ni “después”.
El tiempo se desplaza, los momentos se mezclan. “Durante” y “después” no
existen o, si lo hacen, existen entreverados. Ese monje, si cree en el Cielo,
ve una vida después de su primera vida, con una frontera perfectamente precisa,
determinada. Nosotros, los escritores, solo trampeamos respecto de esas otras
vidas.
B.B.: Tanto en ese monje como en el escritor, la
fe, más que cualquier otro sentimiento, afronta, en lugar de rechazar, el
riesgo de la duda. Como si toda fe fuera el mejor modo de dudar.
C.A.: La fe es algo muy importante. Jamás se es
escritor: se cree serlo. Todo se funda sobre esa creencia. La duda no puede ser
más que permanente pues la literatura, actividad cualitativa, hace que el “ser”
del escritor deba ser “bueno”. ¿Y quién puede decir que somos buenos
escritores? Solo nuestra fe. Incluso ganando el Nobel, ningún escritor alcanza
la certeza.
B.B.: En Saint-Nazaire, solo en el departamento de
la Casa de Escritores, como el monje en su celda, ha vivido dos meses intensos.
¿Qué disciplina adoptó?
C.A.: Sí, me la he pasado aquí como un monje. En mi
departamento en Buenos Aires, el ruido que hacen mis hijos me impide escribir.
Voy entonces a un café donde los ruidos anónimos no me conciernen. En
Saint-Nazaire estoy sin hijos, pero igual emprendo la fuga, por hábito.
Frecuenté los cafés, particularmente el de la Loire, el Petit Maroc, donde
escribí mucho por las mañanas, entre pescadores que bebían su vino blanco. Me
gustan los cafés abiertos, luminosos, un poco vacíos. También escribí en el
departamento, más bien en el living que en el escritorio. Si el sofá fuera más
pequeño lo metería en mi valija. Pues fue en el sofá, sentado o acostado, que
escribí tanto, mucho más de lo que he podido escribir durante el mismo lapso en
Buenos Aires: un relato, una obra de teatro (mi primera obra de teatro) y una
novelita. Como en Buenos Aires, yo escribo por la mañana, de 10 a 12 –es la
mejor hora–; después del almuerzo, escribo una o dos horas más. Escribir no es
un trabajo: es un placer.
B.B.: ¿Ese placer responde a una necesidad
compulsiva?
C.A.: Hay algo compulsivo en la escritura, pero
ligero. No es grave, como dicen ustedes todo el tiempo, a propósito de
cualquier cosa, acá en Francia. Con frecuencia, tengo ganas de escribir sin
saber qué escribir. Pero escribo sin angustia. Escribir con la mente en blanco
es agradable y da la sensación de un momento intenso. De ahí sale lo mejor de
nuestra tarea.