Norah Lange tenía muchos pasatiempos y
preferencias. Le gustaban los dedos, las palabras recortadas, los trazos en la
arena, las mujeres enfermas, introducirse dentro de los perfiles de las
personas e intentar moverlas a su antojo, gritar en los techos y también le
gustaba espiar; espiar, entre otras cosas, las ventanas.


La ventana de su padre, que no era su
preferida, se iluminaba de pronto y Lange dice que le parece que tiene la
tristeza de los encabezamientos de cartas interrumpidas que uno deja en un
cajón. Esta es otra de sus preferencias elementales, y mi favorita: asemejar
los objetos, situaciones, sentimientos con la materialidad de la escritura. Quizás,
como piensa Agamben, porque cada vez que irrumpe la infancia es una experiencia
de lenguaje, y la escritura -como materia: pura disponibilidad- es una potencia
que puede decir lo aún no dicho ni vivido, o vivido de nuevo, como novedad. Así
ocurre con la ventana, como con la muerte de su padre, cuya noticia se agrandó
como si el ruido de la puerta “se hubiera levantado en una interjección final y
triste”.


En la misma atmósfera de materialidad e
insignificancia escrituraria, entre las intensas y fascinantes actividades de
Norah sobresale su pasatiempo predilecto que denominaba “solitario
tipográfico”. “Con una tijera recortaba palabras de los periódicos locales y
extranjeros, y las iba apilando en montoncitos. La mayor parte de las veces
desconocía su significado, pero esto no me preocupaba en lo más mínimo. Sólo me
atraía su aspecto tipográfico, la parte tupida o rala de las letras”. Las
mayúsculas le producían gran entusiasmo, las letras enmarañadas, los palotes
tiesos de las eles y de las tes, y así en ese “solitario tipográfico” creyó en
la palabra en sí, en que su belleza alcanza su plenitud dentro de ella misma.


Entonces ocurre que dos preferencias se unen:
dedos y escritura, cuando sabemos de su costumbre de contar con los dedos las
sílabas mientras alguien hablaba con ella, perdiendo el significado de la
conversación. Esta manía necesitaba alcanzar las diez sílabas para
tranquilizarse, y aún de tiempo en tiempo, los dedos de la escritora recorren
las diez sílabas de una frase pero ya habiendo logrado escucharla.


Del mismo modo se repite esa reunión en el insistente
furor por espiar, mirar todo ya que una de las cosas que capta su contemplación
igualmente se asemeja a un material escriturario. Los dedos, esos entes que le
fascinan, los suyos propios o los de otras personas, experimentan casos
peculiares. Uno de ellos es el de una de sus hermanas. Los dedos y las manos de
su hermana eran lacerados por un hábito inquietante: “se arrancaba con las uñas
todo el pellejo de las manos”. “Siempre recordaré sus manos -dice. Con todo el
pellejo levantado, se parecían a las hojas de un libro que se ha leído muchas
veces y que tienen los bordes curvados hacia atrás. Ignoro cómo soportaba el
contacto con las cosas, el roce de la ropa, de su propia carne.”


Giorgina, otra de sus hermanas, también sufrió
una experiencia traumática con un dedo al introducir su mano en la máquina de
lavar. Cuando Norah decide por fin aproximarse a ella para ver la herida,
repara en su dedo, chato, un dedito “acaso separado de la mano”. Giorgina, quien
también le provoca la imagen de la escritura. Su figura pulcra y reposada es
comparada con esos niños esmerados que tienen buena letra y que forran sus
libros con papel madera antes de leerlos.


Y su propio dedo. Su dedo que aún muestra una
marca blanca y que se electriza cuando roza algún objeto es el que sufre el más
encantador de los dramas. Su dedo fue cortado por un cuchillo afilado en un
forcejeo con sus hermanas. Después de llevarlo atado varias semanas, cuando le
quitaron las vendas la cicatriz “parecía más viva que nunca”. Y una noche,
después de beber un poco de champagne que les habían permitido, cuando todo
parecía olvidado, su dedo le habló. Un cosquilleo levantó su dedo herido y ese cosquilleo
se traducía en una palabra “Itilínkili”, el dedo la miraba, y repetía
“Itilínkili”. Le pareció que esa palabra era un reproche porque ya no lo
vigilaba todos los días. “Itilínkili, Itilínkili… lo oía repetir, hasta que me
dormí con la sensación de que el dedito permanecía de pie, toda la noche,
diciéndome su tristeza”. Cada vez que bebía, el dedo se incorporaba y le
hablaba su palabra. “Ahora ya no lo oigo más. Itilínkili, Itilínkili…”.

 

Episodios inquietantes se reiteran. La espía
Norah acompañada de una de sus hermanas se asoman en puntas de pie al
dormitorio de su hermano menor, Eduardito, intrigadas porque su llanto había cesado
y su otra hermana, que había acudido a atenderlo, no retornaba a su habitación.
Así ven cómo Irene, de trece años, imitaba el amamantamiento de su madre con su
hermano. Resentidas, disgustadas se retiran de la escena sintiendo que su
hermana ya era grande.


Otra vez en calidad de fisgona se indigna ante
un incidente que protagoniza su hermana Marta. Se trata de un juego que
practicaba. Norah se acerca al corral donde se encontraban las chivas y
descubre a Marta levantando sus colas para introducirles una ramita.


Las hermanas no escaseaban en originalidades siniestras.


Una de las más sugestivas admiraciones turbias que
Norah experimentaba se debía a las mujeres enfermizas, débiles, capaces de
desmayarse en cualquier momento. Mujeres así eran para ella perfectas. Su gusto
por la enfermedad, por el estado de convalecencia también constituía una de sus
etapas predilectas “siempre me gustó estar enferma”. Lo que la conducía a
molestarse ante los enfermos malhumorados que necesitaban alborotarlo todo
“como si un estado febril no fuese una de las sensaciones más agradables y la
convalecencia no se hallara rodeada de un encanto transitorio e indefinido”. Por
esto, lo nuevo que le propone la infancia durante la escritura de los Cuadernos es pensar que muy pocas
personas merecen transitar ese estado febril que conduce a un mundo extraño de
somnolencia y sueños cortos.


Muy contrapuesta a esta imagen parece ser la de
la niña que gustaba de gritar desaforadamente y reírse trepada al techo de la
casa, envuelta en un poncho con un chambergo de hombre, mientras arrojaba
ladrillos sobre las chapas de los vecinos para atraer su atención y escucharan
su disparatado discurso. Vociferaba palabras en distintos idiomas, improperios,
insultos, llamaba a los vecinos por sus nombres, recitaba versos y estallaba en
carcajadas estridentes. El lenguaje oral muestra otra faceta suya, similar a la
de los aprendizajes de los proverbios. Antes de enviar a sus hijas a la Escuela
Normal su madre contrata a una maestra particular, la señora López. Ella tenía
un impar sistema pedagógico para enseñar los proverbios. Consistía en
representarlos antes de enseñarlos, entre estas representaciones todas las
hermanas se unían para mover el piano pesado y así exponer “la unión hace la
fuerza”.

 

Si bien están presente en los Cuadernos de infancia experiencias
apuntadas en escritos que pueden considerarse similares, como Infancia en Berlín hacia 1900, de Walter
Benjamin, entre otras, un modo de vinculación con las cosas, y de percepciones
de lo existente que no ve en ellos instrumentos para propósitos propios sino
seres que nos convocan o nos escapan -como por ejemplo un afán, que Norah
confiesa, porque las cosas, los objetos nunca estén solos. Incluso al
proponerse hacer una lista de sus manías, comienza por anotar su “Impulso obsesivo
de procurarle un bienestar a cualquier objeto y, si fuese posible, que se
hallase en contacto con otro similar. Los lápices de colores, las palabras
recortadas, los juguetes, no conocieron ninguna soledad, pues siempre se
encontraban situados uno al lado del otro, como si hablasen en secreto”- no
obstante, es la reunión de sus preferencias por las marcas escritas, las
letras, entidades que tienen que ver con la materialidad de las palabras y por
los dedos supervivientes las que conducen a Lange a ese presente que escudriña
una experiencia que la atrapa aún, como la vida de nuevo, como lo nuevo de la
vida.


Dos momentos exponen la potencia de la infancia
que, sin dejar de pasar, no hay saber que alcance cuándo pasó. Uno de ellos es
otra de las costumbres de las hermanas: escribir en la tierra sus nombres, en
la casa de Mendoza. Luego descubrían que eran borrados por parejas de novios
que realizaban la misma práctica. Sobre esto reacciona Norah: “Cuando pienso en
la casa de Mendoza, más que árboles, más que el paisaje, vienen a mi encuentro
esos pedazos de tierra colocados sobre el camino, como grandes hojas inmóviles
que el viento no consigue arrastrar, el recuerdo los apila, otra vez, al lado
de algún banco, detrás de un árbol, para que su dureza no perjudique la caligrafía
más desgarrada y dulce”.


Y su infancia se agiganta hacia párrafo final
por unos dedos que le señalan un movimiento hacia lo desconocido y, a la vez, a
una nueva vitalidad.


Luego de visitar la peluquería por primera vez
para dar otra forma a sus cabellos pelirrojos, se encontraron con su jardinero,
quien siempre las saludaba con un brusco empujón con sus dedos gigantes. Sin
embargo, esta vez, se detuvo ante ella, como si no la conociera tanto y solo la
señaló: “ese dedo, dice Lange, me señalaba algo desconocido en que iría me internando,
paso a paso; algo que, al ofrecerme otras emociones y otros riesgos, me
apartaría, paulatinamente, de todas las pequeñas incidencias, de todos los
pequeños miedos, de todas las manías… de toda la ternura que recorrió mi
infancia”.


Los Cuadernos,
así, maravillosos, se alejan sin cesar de toda narración clausurada del pasado.
Por el contrario, es lo nuevo de la infancia abriéndose desde una presente
potencia de vivir lo que anima su lectura; como una mano, estropeada y dichosa,
preparada ante una hoja en blanco.