En el primero de los Cuentos
de exilio
, “Extremadura”, un hombre camina por la ciudad de Plasencia. Hambriento
y solitario, tal vez sea un extranjero en un país desconocido. Consigue trabajo
rápidamente, se siente bien recibido, come de manera abundante y le dan tres
horas libres. Sale entonces a caminar, con ganas de agradecer lo que considera
un don recibido, sin saber a dónde ni a quién. En el azar del paseo, se
encuentra con una puerta que dice “Llamar”. Es un palacio y lo hacen pasar sin
preguntarle nada, probablemente se trate de un museo. Después oye campanadas, y
mientras la dama que le estaba mostrando el palacio se recoge en oración, sale
en busca del origen del sonido y encuentra una iglesia. El cura habla de San
Francisco, previsiblemente haciendo el elogio de la pobreza del santo. Los
pocos fieles se van mientras el párroco se ubica en el confesionario. Entonces,
el hombre se acerca. El cura le pregunta quién es y de dónde viene. El hombre
da la lacónica respuesta de Aballay: “Soy un pobre”. El padre le pregunta cómo
se llama: “Francisco”, dice el hombre, con lo que el cura parece fastidiarse.
La coincidencia puede ser, desde el punto de vista del otro, un mal chiste o
una burla.

Cuando
el hombre se encuentra con el cartel en el palacio, dice el relato: “Él es un
ser que hace tiempo cesó de imaginar que un día podría darse a boca de jarro
con una advertencia mágica, de modo que se deja convocar por esa palabra
imperiosa, pero descree de los beneficios, en caso que obedecer le
reportara una consecuencia”. Al entrar a un salón lleno de animales
embalsamados, la posible magia del encuentro se arruina por la explicación
banal de la caza y el trofeo. Pues el hombre está buscando el origen de ese
encantamiento que le concede hospitalidad en un lugar extraño repentinamente
vuelto hogar. Y así como el cartel lo convocaba, así también las campanadas se
vuelven llamado: en la coincidencia del sermón (tal vez se trate de una orden
franciscana) y la de su propio nombre, el protagonista accede a su modesta
magia, tan precaria que ni siquiera parece poder usarse la palabra (y en
efecto el relato, que ya la había utilizado dos veces, aquí, en el desenlace,
no la pronuncia).

Muchos
rasgos permiten vincular la imaginación de Antonio Di Benedetto con la de
Borges. El laconismo, la elipsis, el método clásico, la postulación de la
realidad, el uso heterodoxo del fantástico, el pudor (en especial en cuanto a
la sexualidad), la interpolación filosófica, la forma breve. Incluso las
novelas de Di Benedetto serían las únicas toleradas por los límites de la
destilación borgiana del argumento: un relato que se extienda hasta cubrir esa
forma larga se ejecuta siguiendo las consecuencias de un solo elemento.
En la transparencia de su trilogía principal, ese elemento mero se nombra directamente:
la espera, el ruido, la muerte. Nitidez que sin embargo no termina de aclarar
nunca un misterio que parece darse en la misma superficie del relato. Al no
ocultar nada, el misterio se apodera de todo.

Como
el protagonista de “Extremadura”, las criaturas del universo dibenedettiano
apuestan, con lucidez, a una magia que saben no les rendirá ningún fruto,
ninguna eficacia, ningún don. Zama, el silenciero, Aballay, Santiago (el protagonista
de El pentágono), Emanuel D’aosta (el de Sombras, nada más…).
Seres que deambulan en un mundo des-hechizado, herido por el escamoteo de su
sortilegio, como un cuento de hadas en el que un brujo positivista hubiera
reducido el encantamiento a la sordidez de lo real. Si César Aira escribe, como
ha dicho alguna vez, cuentos de hadas dadaístas, Di Benedetto no ha hecho otra
cosa que escribir cuentos de hadas realistas, relatos maravillosos de los que
las hadas, junto con sus poderes, han sido expulsadas. La huella de esa
ausencia, su marca, baña, como un nacarado, la luz de sus espacios sombríos, en
el que los fantasmas se sospechan interiores, pero vagan sueltos, en el Afuera,
allende el Ser, como en la casa derruida de la segunda parte de Zama.

Magia parcial o magia modesta. Tanto Di Benedetto como Borges escribieron
en un mundo desencantado, un mundo secular que en cierto sentido sigue siendo
el nuestro, un mundo de incredulidad. Sin embargo, Di Benedetto parece cambiar
la tonalidad afectiva de esa magia parcial, parece cambiarle el signo, volver
la epifanía borgiana una antiepifanía o un anticlímax. Llamemos provisoriamente
a esa magia irrealidad. Encontramos que la eficacia de la magia borgiana
es tanto mayor cuanto más tenue es o, dicho de otro modo, que la irrealidad es
tanto más mágica cuanto más imperceptible, diminuta, discreta. Dice
entonces Borges: “En “Las ruinas circulares”, todo es irreal. En ‘Pierre Menard,
autor del Quijote’, lo es el destino que su protagonista se impone”. En el otro
prólogo del mismo libro, afirma que “El sur” tal vez sea su mejor cuento. Presentimos
que la irrealidad de “El sur” es más mágica que la de “Las ruinas circulares”
(así como es más mágica la aparición del jinete en “El fin” cuando Recabarren
toca el cencerro), porque es tan tenue que incluso puede pasar desapercibida. Su
transparencia se la debe a su condición epifánica, la que es posible a su vez por
cierta convencionalidad del relato que nos permite, incluso en Borges, hablar
de realismo: “A la realidad le gustan las simetrías y los leves anacronismos”. Los
límites del cuento permiten ir acentuando este carácter epifánico aun a costa
del verosímil: en “El Aleph”, la irrupción de la magia compromete directamente la
integridad del realismo de la historia.

El
itinerario de Di Benedetto parecer ir en sentido contrario. La magia se
compromete cada vez más y se somete a la larga prueba del realismo, que la
introduce en la novela, el género anti-borgiano. Plagiando la fórmula del
célebre prólogo: “En El pentágono, todo es irreal. En El silenciero,
lo es el destino que su protagonista se impone”. La magia no es epifánica
porque es lo que fracasa en la prueba de la realidad. Otro de los Cuentos de
exilio
, “La imposibilidad de dormir”, extrae consecuencias aciagas de la
famosa mariposa de Chuang Tzu o, tal vez, de “Las ruinas circulares”. Casi ni
puede decirse que sea un cuento, es una suerte de escena que alude con nitidez
al tiempo de cárcel que sufrió el escritor durante la dictadura. Cito: “El
hombre sueña que está soñando que el guardián no le concede reposo” (566). En
este sentido aciago, los relatos de Mundo animal no dejan de tener algo
de fábulas, pero les falta el optimismo inherente al género, por lo que se
terminan volviendo anti-fábulas o fábulas in-ejemplares. En todo caso,
reemplazan la moral por una ética: mientras la moral de la fábula se pretende
general, la ética de Mundo animal atañe al individuo solitario, aislado,
separado de cualquier colectivo social. La magia es derrotada, pero en esa
derrota se mantiene como tal: secreta, incomunicable, subjetiva. Como tener un
cuadro famoso robado y no poder mostrárselo a nadie. Ese secreto de la magia
asume la incredulidad: el hombre de “Extremadura” no espera resultados,
consecuencias benéficas, eficacia, pero de todos modos convierte la
contingencia en invocación, en promesa de hechizo.

Conjeturamos
que la realidad es para la obra de Di Benedetto la psicológica y eso debido a
esta perspectiva subjetiva por la cual la magia pugna por volverse irrealidad,
esto es, mundo. De ahí la posibilidad de patologizar esos narradores que se
empeñan en afirmar lo que la realidad, en la forma de valoraciones instituidas
y objetos conocidos, cada vez les niega. No obstante, de esos sujetos no
tenemos nunca algo así como una interioridad. Más bien son protagonistas de una
invasión del afuera. La inquietud de esta invasión, su amenaza, los despierta,
por decirlo de algún modo, a sí. Este a sí, o para sí, no
es nada previo a esta inquietud: es, más bien, esta inquietud misma.

En su
primera novela, Di Benedetto lo expuso en términos de neta geometría: yo no
soy (no es) más que el extremo de una figura, la que formo con los otros cuatro
que, constituidos de dos en dos, me excluyen y, en esa exclusión, me
constituyen (con lo cual, puede decirse, de algún modo me incluyen). Tal vez Glosa
de Juan José Saer, con su irrisión de la geometría, se inspire en El pentágono
(así como El entenado se inspira en Zama): las veintiuna cuadras
divididas en tres capítulos de siete cuadras, los dos personajes que no
asistieron al evento, exclusión que los incluye en la historia, la reducción de
un pentágono a un triángulo.  

Las
criaturas del universo dibenedettiano son excluidos o invadidos y a menudo son
las dos cosas al mismo tiempo. En Mundo animal, la exclusión de la razón
que define lo humano es correlativa de la invasión de los irracionales, esto
es, los animales: mariposas, pájaros, piaras, jaurías, polillas, ratas,
hormigas. Ahora bien, la exclusión tiene su ambivalencia: el excluido la sufre
pero también se afirma en ella, como en “Nido en los huesos”, el niño loco (o autista
o enfermo de cáncer cerebral o migrañoso) que sufre la exclusión familiar, pero
que también elige la fuga de la opresión paterna (la Razón, el Logos) en la
forma de la hospitalidad al múltiple no humano, que en estos relatos es animal,
pero que puede revestir otras formas en otros textos.  

Pero
esta perspectiva subjetiva (que es dominante, y que se apoya en, o explica, la
predominancia de la primera persona) no es excluyente. Entonces la realidad
deja de ser psicológica y se vuelve social, como en esos relatos directos que
son “El juicio de Dios” y “Aballay”. Rara vez se plantea el problema de la fe
como interior a un protagonista. Los trabajadores ferroviarios, hombres de
progreso, que se enfrentan con los campesinos, son el realismo de la razón en
su sentido más pragmático, aunque también puedan encarnar la civilización,
clave simbólica desganada, que pierde brillo frente a la plasticidad casi
cinematográfica del relato. Para los civilizados, aquello que los campesinos
esperan de Dios implica no tanto fe como superstición. Lo religioso está
separado de su carácter institucional, es una relación heterodoxa con la
divinidad, con protocolos que parecen más propios de las religiones antiguas. La
única magia es la que concede el azar, pero ¿cómo corroborar que lo que
llamamos azar no es en verdad magia? ¿Por qué para nosotros, modernos o
posmodernos incrédulos, la casualidad siempre tiene algo de mágico?

Cuando
la suerte decide el juicio de Dios, cada lado, el civilizado y el bárbaro,
corrobora su punto de vista, permaneciendo inconmensurables. El final
anticlimático, en el que se evidencia la confusión inicial, hace del objeto que
causó todos los malentendidos (la gorra del jefe de estación por el que la nena
lo confundió con su papá) un talismán o piedra encantada: “El fogonero no se
mueve. Lleva la mirada hacia arriba, como si le hubieran puesto en la cabeza un
objeto mágico, que no se puede tocar, que si se cae hace daño”.

El
gaucho Aballay, en cambio, es un místico ateo, una criatura que habría
interesado a Georges Bataille. Su penitencia resulta, para los otros, un
enigma, una leyenda, incluso por error: lo confunden con un santo. En los dos relatos,
se trata cada vez del malentendido, y de lo trágico sus consecuencias. El
programa de la transformación interior del gaucho lo lleva a una metamorfosis
exterior, una separación de la humanidad que lo hace un dios antiguo, una
criatura mitológica como el centauro, una divinidad animal. La pampa del XIX se
vuelve espacio sagrado, naturaleza espiritualizada, lugar arcaico donde moran
dioses antiguos, paganos.

 No es casual que el cuento “Falta de vocación”
forme parte de ese libro que es una reflexión sobre el realismo, Cuentos
claros
(igual que “El juicio de Dios”). Relatos humorísticos, aunque
tragicómicos, de una risa a veces amarga. Para Borges, el objeto mágico, en un
mundo secular, es el libro, la biblioteca. La lámpara borgiana es de la Las
mil y una noches
(el libro es la lámpara, que Dahlman lleva consigo en “El
sur”), pero también la sofisticada biblioteca occidental que se lee desde
Buenos Aires, ciudad para la que inventa una mitología. En “Falta de vocación”,
Di Benedetto propone un seudo Borges de vejez, una especie de Borges-Cage, sin
el genio de la infancia y más bien con la invención tardía del artista de
vanguardia tal como lo entiende Aira. Don Pascual encuentra la literatura al
final de su vida y sin ser un literato: encuentra la magia en el repentino
desvío de lo más pedestre y cotidiano. Es la ignorancia del género la que lo
hace escribir fantásticos netos. Aquí la derrota de la magia es la derrota de
la literatura. El anticlímax o la antiepifanía implican la transformación de lo
fantástico en aterrador, amenazante, ominoso. Pero este cambio de signo tiene
algo de ridículo, de grotesco (Cuentos claros se había titulado, en su
primera edición, justamente Grot). La imaginación de Don Pascual no
puede ser controlada, su sueño no puede ser dirigido. El genio de la literatura
sale solo de la lámpara de Buenos Aires y en el paisaje cuyano el hombre de provincia
no tiene más que ceder ante la realidad de la vida ya hecha, la racionalidad
práctica del jubilado que corre riesgo de pasar por loco, por viejo maniático.

En El
silenciero
, la magia ya es definitivamente negra, un conjuro lanzado contra
el protagonista, una especie de maldición, como lo es la de Los suicidas.
Es, también, la novela que más perentoriamente nos coloca el anzuelo
psicológico, la tentación de patologizar a su narrador. No obstante, la
experiencia martirizante del silenciero podría ser la de cualquier
desnaturalización. Casi podría decirse que es un experimento mental puesto en
acto o en ficción. El silenciero no es muy diferente de Aballay: para los
demás, es un rarito, un freak. Él tiene el problema, no el mundo. Sin
embargo, a veces, cada uno de nosotros está tentado de pensar que es uno el que
tiene razón o el que lleva verdad, y que el equivocado es el mundo. El objeto o
la cosa o el tema no importan demasiado. Di Benedetto podría haber hecho con Aballay,
en vez de un místico, un gaucho vegetariano. Imaginemos ese cuento, un gaucho
en la pampa del XIX que no quiere comer carne. Sus aventuras habrían sido
otras, pero el mecanismo sería el mismo: las consecuencias de la
desnaturalización, la irrealidad de las convenciones sociales que llamamos
realidad.

Bastaría
con que el silenciero desnaturalice otro avatar del mundo humano para que la
novela cambie de rumbo, pero su sentido sería el mismo. El misterioso Besarión
(extraño porque casi no existen los amigos en el universo dibenedettiano)
también ha desnaturalizado algo, pero no sabemos qué. No sabemos cuál es su
organización. Tal vez sea un anarquista o un comunista. Si así fuera, ha
desnaturalizado las desigualdades sociales del mundo. Pero como esa
desnaturalización ha sido a su vez naturalizada no llama la atención de nadie. El
silenciero, en cambio, tiene una experiencia del mundo que no puede ser
compartida. Incluso le niega a su amigo el martirio que sufre. Esa negación es
comprensible y al mismo tiempo misteriosa. Comprensible porque coloca a
Besarión junto con la totalidad de la sociedad que no lo comprende. Misteriosa
porque Besarión podría ser la única oportunidad que tiene de acceder a su
comunidad. Podría, por ejemplo, fundar una organización revolucionaria que
destruyera el mundo y erigiera el silencio como norma. Pero Besarión, como
amigo, debe permanecer a distancia. No sabemos si se suicida o lo matan o tiene
un accidente. Tampoco sabemos si el silenciero realmente incendió el taller
mecánico que lo atormentaba. La coincidencia, es decir la magia más pobre,
superpone la muerte y el atentado, y no sabemos qué pasó a uno y a otro, pero
la maldición termina por alcanzar a su maldecido.

Alberto
Giordano se pregunta cómo habría sido una novela de Di Benedetto sobre el insomnio.
Yo creo que la imposibilidad de dormir, es decir, la imposibilidad de soñar,
tiñe todo el universo dibenedettiano. Ese ruido constante y torturante impide
el sueño, el ensueño, el abandono, lo que Zama llama lasitud. Como en
ese cuento de Mundo animal, “Reducido”, en el que el protagonista le
pide a su perrito onírico irse a vivir con él a los sueños. Como el mismo gato
gris de la infancia del silenciero, que lo visita, tal vez en su insomnio, tal
vez en un breve sueño del que los ruidos lo despiertan. El mundo es dudoso para
las criaturas de este universo, pero no por fantasmal, sino más bien por una
aridez dañina, una rugosidad en la que no se encuentra asiento, en la que no se
puede morar, en la que no hay casa que acoja. Los sueños, último reducto del
pensamiento mágico en nuestro fenecido siglo XX, serían la fuga perfecta para
la atormentada criatura, pero la banalidad de la realidad secular y racional
siempre la despiertan. La obra de Di Benedetto es una prolongada reflexión
sobre la atroz vigilia, sobre el espantoso ejercicio de mantenernos despiertos
al que nos somete una realidad que hemos logrado volver inhabitable.