Traducción de Guillermina Torres

 

Una
vez soñé con Harold Bloom. En el sueño él vive en un teatro abandonado –
que es también una biblioteca
y una iglesia

y me recibe para una conversación.

Es incómodo
estar ahí, balbuceo: como no leí ninguno de sus libros, siento que no tengo
nada que decir. Bloom me mira con una risita malévola.
Tu ropa es inadecuada para este santuario”,
dice, pero me quedo con la duda de si no habrá querido decir cementerio.
Es verdad que estoy descalzo y tengo los pies hundidos en el cemento fresco.
Aun así, me conmuevo con la lectura que hace, para los asientos vacíos, de un
poema que memoricé para el colegio.
Solo
el dolor ennoblece y es grande y es puro”, dice un verso, y es como si
Bloom usase un restito de aliento para estirar la palabra
puro”.

Anoté
el sueño y me volví a dormir –
eso
fue en octubre de 2019, Bloom había muerto menos de dos semanas antes. Los
sueños son como frutas y mariscos de carne delicada, que al ser retirados de su
medio natural enseguida se oscurecen, se oxidan. Por eso me gusta archivarlos
todavía frescos, en un esfuerzo por conservar el frágil tejido onírico. Rara
vez sale bien: a veces sucede que releo lo que escribí y no me viene ninguna
escena, sensación, nada. Pero ahora, hace poco (hoy es 4 de marzo de 2021 y
acabo de abrir el resultado de un examen de covid, dio negativo) sucedió algo
insólito: el sueño con Bloom emergió en un flash, se soltó del barro del olvido
para venir a boyar en la superficie de mis ondas cerebrales.

 

Dos
rasgos me definen como lector: la voracidad y el sentido del déficit. Leo
rápido y leo mucho (la ansiedad es soberana de mis días), pero no me importa
salvar mis faltas: la biblioteca de lagunas es más seductora que una pared
cubierta por libros leídos.

            Sospecho que las lagunas son lo más
valioso que existe en la composición química de un lector. Ellas nos
individualizan tanto o más que aquello que absorbemos –las escenas, frases,
tonos y ritmos de los libros que amamos y que nos formaron. Lagunas como
ventanas, vías de acceso a lo que no siempre comprendemos con claridad sobre
nuestras elecciones literarias. Por ejemplo, los libros que retiramos del
estante para apilar sobre la mesa de luz y pasan meses o una vida juntando
polvo. Lagunas también como rastros, vestigios: revelan antipatías,
deserciones, intereses, caprichos, utopías. Los lectores están hechos de
espacios vacíos en la misma proporción en que gran parte de la Tierra es aire,
y la superficie en la que se apoya es puro vacío, o nada.

            Llevamos a todos lados la biblioteca
de lagunas –es portátil. Tanto las listas de títulos que nos vemos impelidos a
ir tachando (las lagunas formativas) como las lecturas que guardamos
para el
momento
adecuado” por creer que nos traerán alegría (las lagunas amorosas) nos
sirven de recordatorio: darse forma a uno mismo es un trabajo de Sísifo.

 

En
1780, a los treinta y un años, Goethe se refirió a una
tarea diaria” que exigía su plena
presencia, en la vigilia y en los sueños”: la formación, aquello que los
alemanes llamaban, no sé si aún llaman, Bildung. El propósito de esos
rigores era
levantar
lo más alto posible la pirámide” de la propia existencia. Creo que esa analogía
es espléndida y, al mismo tiempo, apabullante. Erguir una pirámide en el medio
del desierto, sin ayuda de nadie, cargando bloques de piedra que sirven de
materia prima para la edificación de nosotros mismos (los libros que leemos y
sobre todo los que nos faltan leer): la Bildung es tarea imposible.

        De ahí el afán por comenzar, por
haber comenzado temprano. En Trance, pequeño glosario sobre el
vicio
gratuito, benéfico, generoso” que es la lectura, Alan Pauls sugiere que
no hay
lector verdadero que no haya sido un lector precoz”. Si es así, estoy perdido,
pensé cuando leí esa frase. Me veo como lo opuesto a lo precoz: soy un
retardatario, alguien que entró atrasado en la carrera y sabe que es imposible
recuperar el tiempo que perdió. Un lector sin cualidades: me faltan la memoria
vigorosa, la concentración férrea, la sólida base cultural, la dieta omnívora.
Como lector, doy más hedonista que disciplinado. En cuanto a los rigores de la
formación, mejor dejarlo para mañana.

            Hablando de precocidad y de tiempo
recuperado, Proust –
En
busca del tiempo perdido
es una de mis lagunas más
opresivas

se refiere a sus lecturas de pequeño de un modo conmovedor:
quizá no hubo días en nuestra infancia más plenamente vividos
que aquellos que creímos dejar sin vivirlos, aquellos que pasamos con un libro
favorito
”. No me acuerdo de días así cuando era joven,
a pesar de haber convivido desde siempre con lindas colecciones de Julio Verne
(escritor por el que mi papá tenía aprecio) y Monteiro Lobato (mi mamá lo
devoró en la infancia). Lagunas irrecuperables. Eran ediciones lindas, de tapa
dura y, aun así, el niño que fui solo recurría a ellas para levantar
fortificaciones apaches en el living.
Tal vez por eso la consciencia
de los vacíos me aflija: siento que desperdicié los mejores años de lector. En
el colegio fue igual. Me copiaba en las evaluaciones de libros y memorizaba sin
entender poemas de Manuel Bandeira. Poemas que, treinta años después, volverían
para atormentarme en la voz de un crítico norteamericano sombrío, que nunca
leí, o que me gusta decir que nunca leí:
el mundo no tiene piedad y hasta se reiría
de tu inconsolable amargura”.

        Pero esta historia tiene otro lado.
Tengo la impresión de que el desconsuelo por las lecturas que no hice –
y posiblemente nunca haré – es un modo de exteriorizar
la revuelta contra la muerte. Si hubiese
tiempo y mundo suficientes” para recorrer
los libros que deseamos, o no deseamos, pero suponemos que nos harían lectores
más afilados, no precisaríamos recrear, diariamente, la decisión de Sophie
sobre qué leer ahora y qué dejar para la semana que viene, para nunca. Adquirir
consciencia de las lagunas –
y
martirizarse por ellas

es una etapa esencial en la autoconstrucción de un lector.
Por vastas que puedan ser las lecturas `de
formación´ de un individuo”, reconoce Ítalo Calvino en Por qué leer a los
clásicos
,
siempre queda un número enorme de
obras fundamentales que uno no ha leído
”.
Hasta Harold Bloom, en El canon occidental, aparentemente a disgusto,
admite que
el que lee debe elegir, puesto
que literalmente no hay tiempo suficiente de leerlo todo,
aun cuando uno no hiciera otra cosa que leer todo el día
”.

 

        Las
lagunas formativas son como rajaduras. Primero agrietan la pared del cuarto,
después amenazan con tragar la casa entera. No pasa un día sin que se nos
presenten demandas de nuevos saberes y que cánones alternativos se unan a los
viejos (es bueno que así sea). Las lagunas no trabajan con la lógica del
o”, y
sí de la adición, del
y”.
En 1957, Witold Gombrowicz reconoció en su diario que el sentido de desfasaje
es inherente a la compleja experiencia cultural moderna: es como si la vida
adulta fuese la constante actualización de la pesadilla en que nos vemos sin
ropa en un aula de la escuela o en el medio de la calle.
Interiormente no somos capaces de estar al
nivel de nuestra cultura: es un hecho que hasta ahora no ha sido
suficientemente tenido en cuenta y que sin embargo es decisivo para la
tonalidad de nuestra `vida cultural´. En el fondo somos unos eternos mocosos”.

            Me interesan los diarios como el de
Gombrowicz. Algo que me mueve en esas lecturas es observar cómo escritores y
escritoras que admiro se las arreglaban con sus lagunas. El 18 de febrero de
1922, a los 40 años, Virginia Woolf anotó lo siguiente:
Quiero leer las cartas de Byron, pero
tengo que seguir con La Princesse de Cléves. Esta obra maestra lleva
mucho tiempo sobre mi conciencia. ¡Mira que hablar de novela y no haber leído
este clásico! Leer a los clásicos es generalmente una tarea dura”. Se trata de
un conflicto que los lectores vacilantes enfrentan con frecuencia: el
compromiso con las lagunas formativas (las que evocan un sentido del deber)
versus la atracción irresistible por lo que deseamos ahora, no mañana. Lagunas
amorosas que hablan del ímpetu, de la bondad, del instante –las cartas de
Byron, en el caso de Woolf.

 

        ¿Es
posible convivir de manera menos ansiosa con las lecturas que no hicimos, con
las lagunas que tenemos conciencia de que no vamos a llenar en el espacio de
una vida? En 2007, el ensayo Cómo hablar de los libros que no se han leído,
de Pierre Bayard, se volvió un best-seller. La obra investiga el papel
de la
no
lectura” en las interacciones de vida social y realiza una especie de elogio de
las lagunas.

       En su momento me reí con el libro – lo releí hace poco tiempo y
sentí que envejeció bien. Bayard sugiere que todos mienten, más de lo que están
dispuestos a admitir, sobre las propias lecturas (o no lecturas).
Frecuentemente nos pronunciamos, hasta con elocuencia –
en rondas de conversación o en
el aula
–,
sobre libros que como máximo hojeamos. Bayard defiende que no debemos sentirnos
culpables por eso, al contrario.
Es
perfectamente posible sostener una conversación apasionante sobre un libro que
uno no ha leído, incluso, y quizás sobre todo, con alguien que tampoco lo ha
leído”.

         Es que la lógica de la formación
literaria se fundamenta en la acumulación, en el cumplimiento de requisitos –
y eso es lo que nos tiene a
las corridas. En la página 2 nos olvidamos de lo que vimos en la página 1. ¿Qué
decir, entonces, de obras que recorrimos quince o veinte años atrás? Difícil
imaginar que
la
lectura” quedó conservada en naftalina en los cajones de la mente, y permanece
allí, intacta, para cuando la precisamos. Para Bayard, la noción de
libro
leído” debe ser repensada: con frecuencia son apenas títulos que tachamos en
listas de obligaciones, listas que, afortunadamente, estamos siempre
reescribiendo en función de la dinámica cultural. ¿Cuántas veces me espanté con
los subrayados y las anotaciones con lápiz en un libro, pruebas contundentes de
que estuve allí, incluso aunque no lo recuerde? Lecturas que no se grabaron,
que borré de la memoria: apenas llego a darme cuenta de que ellas también son
lagunas.

         ¿Es el lado jocoso un punto a favor
de Cómo hablar de los libros que no se han leído?: no reniego de lo que
me hace reír. Pero el abordaje sofista suele conducir a la paradoja. La apuesta
de Bayard es proponer que la no lectura es
una verdadera actividad, que consistente
en organizarse en relación con la inmensidad de los libros, con el fin de no
dejarse sumergir por ellos”. Pero da la impresión de que solo los vacíos de
formación le interesan, así como las tácticas retóricas para revertir las
lagunas a nuestro favor (hablar con elocuencia de los libros que no hemos
leído): es lo que los antiguos llamaban redescripción paradiastólica, o sea,
argumentar en favor del vicio para volverlo virtud. Además, Bayard apenas palpa
aquello que, en uno de sus ensayos más notables, Roland Barthes llamó de
texto
de placer” o
texto
de goce”. Nada sustituye los júbilos e incomodidades –
inclusive físicos – de la lectura. A veces un
libro se instala por años en un rincón de la mente para un día salir a la luz y
acorralarnos en una emboscada –más o menos como me sucedió a mí en el sueño que
tuve con Harold Bloom.

 

En
los diarios de Susan Sontag, el afán por llenar lagunas muchas veces toma la
forma de listas de libros, películas, listas de todo –
títulos que la diarista va
tachando a medida que cumple los encargos que ella misma, nadie más, se impone.
Leer
Memorias póstumas de Brás Cubas”, señala de modo imperativo el 20 de
diciembre de 1960, a los 27 años (décadas más tarde escribiría un ensayo que
transformaría la recepción de Machado de Assis en Estados Unidos). En una
lectura rápida, el diario de Sontag tal vez sirva de ejemplo de lo que Alan
Pauls, en Trance, llama de
precoz
prodigio”: alguien que
no
sabe que no sabe” y,
empujado
por una inclinación natural, madrugadora, se limita a lanzarse sobre su objeto,
como un depredador”. Antes de cumplir los 19 años, Sontag había devorado los
diarios de Gide, La montaña mágica de Thomas Mann, y se había embarcado
no en la lectura, sino en la relectura del De rerum natura, de Lucrecio.
Aun así, su diario está marcado desde la adolescencia por la percepción
angustiante de los hiatos –
lo
que remite al segundo tipo de precocidad a la que Pauls refiere,
la
relación fallida, desequilibrada, fuera de escala, entre un sujeto y un objeto
a cuya altura no está del todo”.

        El 12 de junio de 1975, a los 42
años, Sontag se muestra exultante al leer por primera vez Frankestein,
de Mary Shelley. Es una de esas situaciones, tal vez raras, en que la laguna
formativa y la laguna amorosa se tocan, son la misma cosa. Para Ítalo Calvino,
el encuentro tardío con un clásico es una de las alegrías supremas a las que un
lector puede ambicionar:
leer
por primera vez un gran libro en la edad madura es un placer extraordinario”.
Esto quiere decir que las lagunas amorosas pueden ser cultivadas
deliberadamente, como estrategias dilatorias de lectores hedonistas.

     Para los lectores disciplinados, la
pregunta “¿Qué leer?” puede sonar ofensiva: para ellos, la única variable es el
tiempo.
Debemos
leer lo que nos cae en las manos, solo necesitamos definir el orden y elegir el
momento justo: llegar a un clásico temprano o demasiado tarde puede crear una
fisura peligrosa en la pirámide de la propia existencia. En octubre de 1967, a
los 38 años, Julio Ramón Ribeyro escribió en sus diarios acerca de lo que suelo
llamar glotonería literaria: el anhelo por probar un poco de cada género, que
suele venir acompañado por el remordimiento de los que comen demasiado rápido y
enseguida se culpan.
Yo
leo prácticamente todo, quizás porque no puedo aún librarme de una concepción
caduca de la cultura: la del hombre universal, aquel que debe saber todo. Como
en esta época es imposible saber todo, lo único que logro es no saber nada bien
y saber todo mal”.

 

¿Por
qué no leí los libros que decidí no leer? Con autoridad de lector retardatario
y sobre todo disperso, digo que los hedonistas literarios se deleitan con los
placeres del aplazamiento. ¿Por qué prefiero posponer el contacto con libros
que me atraen cuando leo sobre ellos en un diario, en un ensayo, cuando son
mencionados en una conversación de bar o en un coloquio académico? 

     En el último año, tal vez como
pasatiempo pandémico o modo del escapismo en relación a los males cotidianos,
enumeré una serie de explicaciones –un tanto vagas– a mi compulsivo y frecuente
acto de esquivar obras que en algún momento me conquistaron, incluso, antes de
establecer contacto con ellas. Armé una tipología ligera de esas lagunas
amorosas:

 

            La
laguna interesada
– Por todo lo que me relataron, por lo que leí al
respecto, tengo curiosidad, deseo, siento que puede ser el libro de mi vida.
Pero lo pospongo porque la lógica utilitarista no me mueve, no en la lectura:
soy inmediatista, pienso antes en los deleites que puedo tener aquí y ahora.
Apenas comencé mi carrera universitaria, leí un ensayo muy conocido de James
Clifford sobre Joseph Conrad. Pero, a excepción de El corazón de las
tinieblas
, no leí a Conrad. Aun así, fui acumulando lecturas sobre
él: un libro de Edward Said, una biografía de mil páginas, siempre preparándome
para el contacto, que imagino fulminante, con la
cosa real”. Pero es que el exceso de
entusiasmo termina convirtiéndose en bloqueo, en barrera. Y sigo postergando.

            La laguna como regalo que nos
damos
– Me acuerdo del verano, no hace mucho tiempo, en que finalmente
me ocupé de La guerra y la paz: fue lo más sorprendente que me sucedió
en materia de vida en aquellos meses que pasé encerrado en casa, con el aire
acondicionado al máximo. Leí casi todo Tolstoi tempranamente (relativamente
temprano, temprano para los padrones de lector retardatario de veinte y tantos años).
Pero La guerra y la paz lo dejaba para después, como un mimo que me
ofrecería a mí mismo. Fui acumulando ediciones, primero la de Itatiaia, de
letras pequeñas, después la de Cosac, lindísima. Vivía regalándome esa laguna.
Hasta que un día agarré el libro en un impulso y me hizo tan feliz como imaginé
que sucedería. Son los placeres que damos por hecho, y que tal vez por eso nos
inclinamos por dejar suspendidos, siempre a la espera de las condiciones
propicias que, sin embargo, nunca van a llegar, no de la manera en que las
fantaseamos: un fin de semana largo, un mes de vacaciones, un año sabático, la
recuperación de una enfermedad que no es seria pero que nos obliga a pasar
muchas horas en la cama.

            La promesa del tedio
  ¿Cómo alguien que estudia las formas
de la escritura íntima, un lector de diarios, memorias, cartas, biografías y
autoficciones, puede no haber leído En busca del tiempo perdido? Roza la
ofensa (pero, ¿quién es aquí el ofendido?). En mi existencia de lector, mucho
converge en Proust, pero aquellos siete volúmenes en prosa lenta, las frases
largas, las tías y tíos, las comidas interminables, todo eso me hace sentir por
anticipado las planicies del aburrimiento. Algunos libros que adoro, y releí
algunas veces, prometen el tedio de modo aún más firme que Proust: El enigma
de la llegada
, de Naipaul, Austerlitz de Sebald. Es posible que la
promesa del tedio, aquí, venga acompañada de algo más.

            La laguna supersticiosa
– Todas las veces que empecé En busca del tiempo perdido, algo me interrumpió,
intromisiones de la
realidad
objetiva”, algo que venía de afuera. Perdí el libro en el subte (me pregunto a
quién se le ocurre leer a Proust en el subte…), tuve un desentendimiento
conyugal, quehaceres repentinos me hicieron interrumpir la lectura. Cuando eso
sucede el libro se torna un talismán a la inversa, y hasta su presencia en el
estante parece un augurio, marca de lo imponderable siempre al acecho. Un día
voy a tener que regalarme a Proust, del mismo modo en que lo hice con La
guerra y la paz
.

            La evasión de lo difícil
– Encontré los diarios de Virginia Woolf en un sitio web de libros usados, y
como el local quedaba cerca del edificio donde doy clases, en el centro de Río
de Janeiro, llamé y pedí que me guardasen el ejemplar.
Una vez intenté leer un libro de ella, Al
faro
, pero no pasé de la página dos”, me confesó el librero.
Pero
es tan lindo”, le dije, sin recordar que todo lo que sé al respecto es lo que
leí en Mímesis, la obra canónica de Erich Auerbach. Al final di por
leído el clásico de Woolf.

            Las aversiones imprescindibles
– Sucede que nos sentimos atraídos por la poética de una escritora o un
escritor, o por lo que fantaseamos sobre esa poética. Pero al mismo tiempo
podemos aborrecer a su séquito, a sus seguidores, que parecen adeptos de un
culto más que lectores de percepción aguda. Es lo que siento en relación con
David Foster Wallace: leí sus ensayos y me parecieron brillantes, me gustó
algún que otro cuento, pero al recordar las conversaciones con sus apóstoles,
las certezas que tenían sobre cómo La broma infinita cambiaría mi
percepción del mundo, preferí posponerlo (casi escribo odiarlo).[1]

            La llegada tardía – En
el último viaje que hice, en plena pandemia, encontré en una casa en el medio
del mato una colección de Julio Verne en tapa dura, similar a la que usaba de
ladrillo en las fortificaciones de mi infancia. Le saqué una foto y se la mandé
a un amigo. Fue enfático: leé Miguel Strogroff, fui feliz a los 15 en
compañía de ese libro. Pero a los 43, entendí que el plazo de validez de
aquella lectura ya se había vencido. Sucedió algo semejante cuando, en un
impulso, compré Trópico de cáncer en un canasto de saldos: leí cinco o
seis páginas y me sentí pasado, rancio, viejo para aquel libro. Hemingway
también entra aquí. Sin embargo, ¿cómo dejar de leer a Hemingway si es el
escritor preferido de algunos de mis escritores preferidos?

 

Hasta
para escribir este ensayo siento que necesitaría haber leído más. Sucede que
cuanto más leo, más me doy cuenta de todo lo que me falta leer: escribir sobre
las lagunas es una manera de desprenderme de ellas, de no transformarlas en
fetiches. El repertorio de vacíos es elástico, infinito –si todos leyéramos las
mismas cosas, y de la misma manera, solo habría un único lector, un Archilector,
materialización de una cultura cerrada en sí misma, estática, muerta. Leer es
una elección. Dejar para después, también.

 







 

[El texto fue publicado originalmente
en el número 175 de la revista piauí]

 

 

[1] En portugués se percibe la cercanía significante entre “adiar”
(“posponer”) y “odiar”. (N. de la T).