Para Laura Soledad Romero,

ella, como yo, porteña en el exilio

 

 

            A los diez años descubrí que los
objetos encerraban el pasado, el tiempo ajeno, un decurso secreto de sensaciones,
sucesos y avatares por develar e interpretar que, en su condensación enigmática
que nos hace partícipes y vulnerables, nos dice al fin quiénes somos. Como no sabía
muy bien de qué trataba todo eso seguí siendo el niño que fui; sin embargo,
algo se modificó para siempre y permaneció oculto en mí hasta
escribir esto. Tal experiencia se la debo al descubrimiento de un disco de
Leopoldo Federico, que perteneciera a mi abuelo, y que comencé a escuchar
raptado por vaya uno a saber qué efecto poderoso en la música que ahí se encerraba;
aunque también, ese disco, abandonado y solitario por más de veinte años,
encerraba otras cosas.

Todavía
recuerdo el día que lo descubrí, una siesta de verano en la que el aburrimiento
me llevó a investigar en un viejo mueble al que mi abuela no me dejaba acercar.
Mención aparte merece la casa de mi abuela, un mundo extraño y fascinante para
el niño que fui; al menos por dos motivos: la soledad que la envolvía y los
tesoros que prodigara a mi curiosidad. En ella supe lo que era el mundo de una
persona anciana; supe también de un patio extenso con piso de ladrillo y parra,
un árbol de paraíso al fondo, la frescura de ciertas habitaciones sombrías, y
el orden que, como tal, se sustrajera al tiempo al ignorar las distracciones y
los extravíos humanos y solo atender, en juicioso silencio, a los rituales de
una circularidad marcada: levantarse muy temprano, poblar con los reiterados ruidos
de radio y televisión los sucesivos días vacíos, y esperar, sobre todo en las
noches, el paso de la madrugada que tal vez, sigilosamente, desplazara la
permanencia tórrida de las horas con el ritmo de grillos y el redoble de demás
insectos al golpear en la pálida luz del hall donde, mi abuela y yo, nos sentáramos;
ella, por supuesto, reticente a contar cualquier cosa; yo, desde ya, insistente
y preguntón respecto a los secretos de esa casa.

Debo
entonces al verano, el aburrimiento y mi curiosidad el rapto futuro del tango;
y tal vez, al tango, el extrañamiento de lo familiar, esa especie de reconocimiento
e invención que proponemos para nosotros mismos en todo lo que hacemos. Como
por caso ahora, que diviso el viejo mueble, suerte de combinado ‒radio
tocadiscos‒ G. Marconi Estereofónico de
alta fidelidad
, el cual en su compartimiento inferior, guardara entre los discos
que pertenecieran a mi abuelo uno que ganó mi atención: Tango puro, el que por las palabras de Julio Sosa que lo acompañan
en la contracara, debe haber salido a comienzos de los años sesenta ‒aunque
también, la selección de temas denota la procedencia; de Nostálgico, Tango al cielo y La
bordona
, a Tango del ángel y Adiós Nonino, mis preferencias eran
claras por los primeros ignorando que, los últimos, habían significado el
presunto testamento del género en los años más difíciles que le tocara, cuando
el mismo Federico ya desde el año 48 compartiera esa música con Piazzolla
dividiendo agua.

Sin
embargo, antes que la escucha el descubrimiento al que me refiero raptó el
sinsentido de un niñito que, tiempo después, sabría que lo anecdótico y lo anacrónico
se volvería un método y una debilidad. Junto a mi abuela, previo a nuestra
salida nocturna a la vereda, veíamos Grandes
valores del tango
. Como ella era esquiva a las emociones, en la escucha del
clásico programa creo recordar más su entrega a ciertas alegrías que de seguro
serían de antaño ‒lo que se dice, la transparencia velada en una añoranza de
tiempo feliz que se dejaba leer en su rostro‒ que la programación vetusta de
las sucesivas ediciones con las que ese programa, su programa, nos entretenía a finales de los años ochenta. Tal vez por
eso, de esas noches recuerdo su sonrisa nostálgica iluminada por la luz del
aparato en blanco y negro, no la ejecución, el lirismo, o la soltura de la
música que vendría después, sino eso, justamente eso: el ser distante en lo
pasado que la abducía por ahínco de su intimidad secreta y presente. Lo señalo
porque el descubrimiento del disco de Federico trajo también un detalle que me
perturbó. En la tapa éste aparece con el bandoneón en su regazo; traje gris,
camisa blanca y corbata roja enmarcan su mirada hacia abajo, la que deja leer
en su rostro a un hombre que aún no llega a los cuarenta años, pero también, la
que deja leer el rictus de una melancolía atemperada porque en esa mirada Federico
es y no es una persona de su edad. La perturbación a la que me refiero tiene
que ver con que, en esa tapa, el autor de Milonguero
de hoy
presenta una prominente pelada
que, para mí, era simplemente imposible, ya que, en las noches de Grandes valores, éste lucía un copioso
pelo. Cuando uní los dos Federicos, el que primero vi sin prestar mucha
atención junto a mi abuela con su cadencia al dejarse llevar hacia adelante en
la ejecución de su instrumento, y éste, que irrumpiera desde el pasado en una
fotografía, estático y meditabundo, me animé a llevarle el mencionado disco y
preguntarle cómo era posible la ausencia y la presencia de cabello en una misma
persona. No recuerdo qué me contestó, pero su respuesta de seguro se mofaba en
lo payasesco del conductor Soldán, dejando así de lado a Federico que, intuyo,
como lo fue para mi abuelo, sería todo su pasado. Sí recuerdo su enojo desmedido
al verme con ese disco entre mis manos; con furia y rencor me dijo que no
volviera a andar “curioseando por ahí”, y que había cosas que era mejor no
volver a sacar de su lugar, no volver a escuchar. Esa noche preferí obviar el
reto, sabía del carácter irascible de mi abuela, el cual justificaba por su
edad y su ordenamiento solitario para todo; preferí aferrarme al enigma del
cabello, pensar en él y aventurar una teoría que ya no recuerdo o tal vez sí,
pero solo en su ingenuo estado hipotético. ¿Cómo era entonces posible que en el pasado del disco Leopoldo Federico
fuera un joven viejo y en la incandescente televisión
de mi presente, alguien que al
envejecer rejuvenecía? ¿Era eso el tango, contraseña de los anacrónicos?

A
partir de ahí para mí el pasado estaba hecho de engaños y fabulaciones; y
pronto sería lo contemporáneo de una compañía que antes que una interpelación se
volvería la distancia misma del presente. Sin embargo, a la perturbación del
implante capilar que descubriera como método para burlar la fatalidad del paso
del tiempo, acaso como brusco fin de la infancia y la inocencia que mi abuela
decretara al explicármelo al otro día; le siguió una fascinación inmóvil, sin
comentario alguno a no ser la atención puesta a la música cuando ésta es
prereflexiva y, por supuesto, cuando toda experiencia se da en soledad, casi
vuelta sobre sí misma y ahondándose en nosotros, más si se tienen solo diez años.
Ni bien mi abuela se acostaba a dormir la siesta, desobedeciendo ponía ese
disco incansables veces. Una y otra vez iba de Milongueando en el 40 a Margarita
Gauthier,
sin saber por supuesto que, veinte años después, encontraría del
primero la versión de Troilo, síntesis perfecta de lo que con él se inauguraba:
la aurea década a la que hace mención; y de seguro, una década feliz para mis abuelos,
que ya se conocían. Claro que tal descubrimiento no tenía otra
recompensa más que entretenerme; aunque también, me traía la presencia ausente
de mi abuelo, a quien no conocí; diez años antes de que yo naciera él ya no
estaría, así como lo digo me resulta siempre de extraño este hecho. No sé si
fue ahí mismo o tiempo después cuando me percaté de que ese disco que había
recortado entre tantos otros tal vez había sido el último que él escuchara; mi
abuelo, un empleado ferroviario ejemplar y muy querido en una ciudad de la
llanura, moriría un 23 de diciembre de 1969 en un accidente de tránsito; había
ido a buscar a un amigo convaleciente para no dejarlo solo en las fiestas, lo
que se dice, un verdadero gesto gaucho. Su bonhomía y generosidad era tal que, doce
años después de su muerte, cuando la mayor de sus nueras volviera del infierno
de la dictadura, sus compañeros de trabajo salieron a recibirla en el andén del
Ferrocarril Belgrano Norte que la traía de Buenos Aires, luego de que pasara cuatro
años lejos de su casa y su familia en el centro de detención clandestino Campo
de la Rivera y la cárcel de Devoto. De alguna manera, ese gesto asumido por ellos
era un modo de hacerlo estar a él presente en su ausencia. De ser así, ya que
todo lo que hoy escribo viene de ahí, lo que había descubierto en ese disco era
su última escucha, lo que ese disco encerraba para mí era esa misma y final audición.
Pero eso lo supe después y ahora, cuando cada vez que escucho a Federico vuelve
el enigma de lo que en él escuchara mi abuelo. ¿Qué sería lo que le atraía? ¿La
impronta orquestal que se desliza en un equilibrio justo entre lo típico y lo
sinfónico, por caso, en ese ir canyengue de La
movediza
hacia el punto más alto de lo sentimental en Concertante? ¿Le habrá atraído el arranque impetuoso de Actual que se replica en Ojos negros, pero al ejecutarlo allá, a
lo lejos y hace tiempo, en Japón por el año 1996? ¿Acaso le conmoviera el solo
lleno de carácter que se deja oír en Sideral,
momentos antes de que el bandoneón le deje paso al juguete más preciado de
Federico: la orquesta, como a mí me conmueve el solo de Caminito, que comienza con su voz ‒cansada pero firme‒ diciendo
“listo, me largo”, y entrega así un arreglo conmovedor que tal vez corone el
arte mayor de su instrumento? ¿O habrá escuchado en el final de B.B. lo que definía a Federico cuando
este decía «soy eso que llaman un bandoneón cadenero que, con un gesto o
una mirada, termina uniendo a todos los instrumentos para llevarlos consigo a
través del bandoneón»? Intuyo que he tenido y tengo toda la vida para
buscar esa respuesta; por eso mi vagabundeo es un estilo en el que nunca nada
debe apurarse. Así como la música, las cosas suceden y se resuelven para sí en
un lenguaje llegado de su revés silencioso.

Hace
unos años un amigo me llamó un fin de semana y me dijo, “Venite a casa, seguro
se arma milonga”. Al llegar me encontré nada más ni nada menos que con Nicolás
Ledesma, el último pianista de Leopoldo Federico. Como la timidez me gana
cuando ya la emoción de mí se adueña, no dije nada y casi no crucé palabras con
él; asaltarlo a preguntas sobre su paso por la orquesta que acompañó a Federico
hubiera sido ciertamente desagradable; es más, nadie le pidió recuerdos o
anécdotas ya que la muerte del maestro era reciente. Sentado al piano, Ledesma
tocó con los hijos de mi amigo y se sorprendió ante el pequeño bandoneonista
que tras sus pecas ya despuntaba el vicio de la ejecución con carácter. En dos
o tres momentos vi a Nicolás indicar pausas y arremetidas para que éste se
luzca; y recordé de inmediato lo que Federico hiciera con él al indicarle que,
en determinado compás, la orquesta entera iba con él. Ahí, en ese gesto, me vi
de nuevo dándole vueltas a algo que jamás concluye: la emoción de cierta
intimidad que me anula y me desborda. De ambos músicos tengo entonces la complicidad,
el entendimiento mutuo más aún teniendo en cuenta los arreglos escritos por
Federico que solo el piano de Ledesma magnifican de modo conducente; quien
preste atención a las grabaciones en vivo que circulan, comprenderá que este último
se transformó con el tiempo en el apoyo expresivo del sonido buscado hasta en
las piezas más simples y complejas. Cuando recuerdo todas esas contraseñas
dispersas y perdidas en el tiempo, olvidadas y atentas a mi distracción y mi
hallazgo, siempre me digo lo mismo: la generosidad, a través de determinadas
personas, se hace escuela, estilo: Leopoldo, mi Abuelo, mi Abuelo, Leopoldo, aun
en sus diferencias.

Me
gusta así pensar que la última imagen que tengo de Federico es la de una
ejecución excelente del clásico de Jesús Fernández Blanco y Luis Bernstein, El abrojito, en la que lo acompañan el
mismo Ledesma y Horacio Cabarcos en el contrabajo. En ella intuyo que ante nosotros
pasa toda su experiencia como músico; desde los arranques explosivos, o la sutil
conducción, hasta la cadencia íntima, la respiración y el balanceo que logra
hacer de los momentos graves precisos aciertos de emoción; por supuesto, todo
eso vuelve intacto a través de la fuerza expresiva que Piazzolla le recomendara
no abandonar jamás cuando le decía “gordo, vos tocas de adentro para afuera y
sin miedo a equivocarte, sos el único que tiene esta música”. Creo por eso que toda
audición acaso sea el mismo rapto de mi niñez que una y otra vez vuelve; en ese
rapto me recuerdo también balanceándome levemente y cerrando los ojos, pero
para llevar la atención de afuera hacia adentro, acaso el único movimiento y lugar
donde todo puede entenderse: ¿quiénes somos?, ¿qué nos falta? Pero esto lo supe
mucho tiempo después y hace poco, cuando al ver y escuchar esa versión, mi hijo
Alessio se quedara inmóvil frente a la pantalla del televisor, agitando sus
manitos de afuera hacia adentro siguiendo el fraseo del bandoneón, y también, moviéndolas
de arriba hacia abajo como si tocara un piano invisible junto a Ledesma. “Ay
hijito, ¿qué tiene para todos nosotros este tango?”, pensé en silencio y
comprobé una vez más que, no hay vez que al escucharlo, no deba contenerme para
no romper en llanto. Me gusta pensar entonces que la primera imagen de mis
abuelos falte para siempre, como falta aunque esté ahí, en cualquiera de esas notas,
la audición final de mi abuelo; y como de seguro, a mi hijo, le faltará alguna
distracción de su padre; sin embargo, me gusta también fabula que al cerrar los
ojos y dejarme llevar como la primera vez que escuché a Leopoldo Federico, logro
reconstruir todo lo que nos falta; por caso en carnaval mis abuelos, en un club
de barrio, bailan El abrojito en
versión de Pugliese y Morán; y en el futuro, cuando mi vida se pierda en las
faltas que he podido dejar, por caso aun siga escuchando lo que falta de los
otros; y, por supuesto, agradeciendo a Federico, el grande, Leopoldo, el
emperador del tango, que se haya adueñado de todo nuestro pobre y hermoso pasado.






















 

Link
para escuchar “El abrojito”: https://www.youtube.com/watch?v=Y7OyoEkh_Bs