Me lo he propuesto y tengo
dos opciones, seguir o no seguir. Seguir es tedioso. No seguir es sencillo,
porque es suficiente con no seguir invirtiendo en este tipo de libros y como si
esto fuese poco no siguiendo se obtiene un rédito económico. Y entonces me
pregunto, ¿por qué sigo si no tengo un compromiso con un periódico culto ni con
un editor que me lo solicite? Y me respondo que es un objetivo que me he
impuesto y que el célebre escritor pringlense se lo merece. No digo que lo
merece todo porque eso es de obsecuente y no lo soy. Escribir sobre lo que él
escribió me entretiene; ese es un motivo.
Si bien es cierto que me
empobrezco crecientemente contribuyo con el negocio de los libreros en un
momento oscuro como el presente. Ese es otro motivo poderoso, empobrecerse uno
en beneficio de otro siempre es un modo noble de vivir, muy digno, silencioso y
humildemente heroico. Y por cierto tengo otros motivos puesto que he leído muchos
de sus libros y no fueron pocos los que me produjeron un enorme gusto. Solo dos
o tres de los que leí se me hicieron tediosos y en uno de ellos me demoré un
mes –¡un mes en leer un libro cortito como vuelo de perdiz!– porque después de
leer un folio siempre me venció el sueño. Pero incluso este, lo terminé.
No todo lo que reluce es
oro, dicen, y todo negro nimbo o cúmulo oscuro tiene siempre un reborde de oro.
No es cierto que el tiempo es oro; ese despropósito es un dicho inglés con el
que no comulgo. El tiempo es lo que uno consume y no tiene precio. Pero no es
de este tipo de estupideces que quiero escribir hoy. Lo precedente es un mero
ejercicio de los dedos y el cerebro, un prolegómeno de lo que quiero decir
respecto del libro cuyo título es Prins. ¿Por qué lo elegí? Porque en mi
procedimiento me fijé un presupuesto que no puede exceder el costo de cinco o
seis kilos de lomo por mes, que no compro ni consumo, en libros. En vez de
lomo, libros, que elijo por el lomo. Todo un signo de estos tiempos de
elecciones. Pero no quiero, hoy justo, extenderme en digresiones sobre
elecciones. El pueblo dijo lo suyo y el desconcierto es concreto.
De modo que por este
procedimiento escojo dos o tres nouvelles, esos libros cortitos que puedo leer
de un tirón, en el inodoro o en el comedor o tendido cómodo en mi lecho. Y ni
bien termino de leer estos breves libritos voy como un poseído y me compro uno
de los novelones menos escuetos como Prins. De este modo consigo el
justo equilibrio económico que me permite seguir con este delirio de escribir
un poco sobre los delirios de otro. Porque, empecemos y dejémonos de rodeos, Prins
en un delirio convertido en novelón. He visto que se lo reseñó en uno de los
medios serios donde le pusieron el dudoso rótulo de ‘experimento’: ‘Prins,
el último experimento del célebre escritor pringlense’. De todos modos
debo decir que este libro se publicó en 2018 y muy posiblemente no es el
último, hoy, septiembre de 2021.
El héroe en este novelón es
un escritor que decide no seguir escribiendo. Por lo que llevo leído de este
célebre vecino mío, noto que el juego de opuestos es un leitmotiv recurrente,
por consiguiente no es imprevisible que el libro verse sobre un escritor que
decide no seguir escribiendo en beneficio de los lectores que no pueden leerlo
porque son lectores poco leídos. Porque los muchos libros que escribió el héroe
de Prins, cien como mínimo, fueron novelones góticos que lo convirtieron
en un hombre rico, con millones de (supongo) pesos y sobre todo euros en
efectivo de los que dispone de un modo inconcebiblemente estúpido. Pero estos
libros no fueron escritos por él sino por un grupo de sirvientes escribidores,
a quienes por supuesto el héroe despidió. Todos los escritores quieren concluir
lo que escriben con el propósito de, en lo sucesivo, escribir bien…
Entonces, si no escribe,
¿cómo vivir? El héroe nos dice que fue un lector precoz y que lo leyó todo.
Entiendo que este exceso es del héroe –que por cierto no tiene nombre– y no del
escritor; uno no debe confundir uno con el otro. Y como un modo de eludir el
ocio hueco del vivir elije convertirse en un consumidor de un hipnótico
poderoso, obvio el opio. Inducido por el símil sorprendente entre los dos
términos, con todo el desprecio que siente por lo obvio, se decide por el opio.
Un extenso número de folios se consumen en resolver dos o tres cuestiones,
puesto que el opio, obvio, no es un producto de libre expendio y el comercio es
delito. Consumirlo es convertirse en delincuente. ¿Quién lo vende? ¿Dónde se
vende? Etc.
El Quién y el Dónde, o mejor
dicho, el Dónde, el héroe lo resuelve en el medio de un pensil público, en un
punto verosímilmente lejos de los límites si bien no en el centro geométrico
del predio, en pleno centro, obvio, de Flores. Un, se supone, individuo con el
mote de el Mustélido, quien todo lo que dice es esto: ‘El tipo que lo vende
vive en el Histórico, Hong Kong 1. Tómese el 126.’ Y el hombre sigue
durmiendo en el piso. De modo que nuestro héroe, el escritor podrido de
escribir novelones góticos (recordemos que estos novelones fueron escritos no
por él sino por sus sirvientes escribidores) emprende un periplo en el
colectivo 126 donde todo lo sorprende, los hombres y mujeres vencidos por el
sueño, sin proyectos, yendo y viniendo como insectos en esos colectivos
menesterosos. Pero sorprendentemente, puesto que todo periplo en este mundo es
un periplo por el tiempo en direcciones impredecibles, en ese colectivo se
produce un reencuentro con quien fue presumiblemente su loco querer de
juventud. Mucho después el héroe nos refiere los pormenores de estos episodios
de precoces desencuentros y tortuosos torneos de sexo en su fortín; pero
esperemos un poco.
Desciende por fin en Hong
Kong 1. Lo recibe un tipo diciéndole que su nombre es Ujier. El hombre dispone
del opio requerido pero el inconveniente es que lo tiene en un solo bloque
sólido y enorme como si fuese un freezer. Flor de inconveniente. El flete es un
serio impedimento que se resuelve con un viejo Jeep de los 50, todo roto, con
el motor fundido y cubierto de óxido. Entre los dos meten el bloque níveo en el
Jeep y como el Ujier no tiene dónde ir después de vender el último bloque de
opio, decide vivir en el fuerte del héroe y convertirse en su sirviente. Lo del
Histórico me dejó perplejo, lo mismo que sucedió con el héroe quien confesó que
el estudio de los sucesos históricos remotos siempre se le hicieron imposibles
de comprender por el recorrido inverso del tiempo, ¿cómo comprender que primero
viene el LXX y después el LX. Es inconcebible y comprensible.
Y después viene lo difícil
de conseguir que el Ujier, hombre silencioso y tosco, cuente su propio cuento.
Todo lo referido por él son bloques inconexos que el héroe debe recomponer. El
Ujier solo emite opiniones de filósofo plebeyo. Pero no tiene ingenio. Folios y
folios sobre el Ujier. De repente descubrimos que en el fuerte del héroe vive
su mujer pero siendo un fuerte enorme no es posible que su mujer se encuentre
ni con el Ujier ni con su sirviente/meretriz/loco querer de juventud que vive
en un recoveco del último piso y con quien sostiene encuentros de sexo
desmedidos, poseído por los efectos del opio.
Como no quiero que el lector
que como yo compre este libro termine descubriendo el misterio inexistente y se
decepcione en virtud de mi indiscreción, no seguiré describiendo el resto de
este novelón tedioso como pocos. Si el propósito del escritor fue producir
desconcierto en el lector, creo que lo consigue. Si esto le divierte es
suficiente y lo considero legítimo. En mi registro lo pongo entre los libros
que hubiese preferido no leer. Pero todo sirve. Porque de todos modos ejercito
el vicio de leer y me entretengo escribiendo estos textos que no son críticos
ni serios sino simples reflexiones sobre opiniones y gustos.