Entrada

En su ensayo “Vida y
obra. Roland Barthes y la escritura del Diario” Alberto Giordano describe una
serie de momentos en los que la obra de Barthes podría, si no clasificarse, sí
colocarse en los aires de su época. El último de estos momentos consistiría en
“el del giro autobiográfico en clave nietzscheana: la literatura deviene el
Otro, el interlocutor eminente y desconocido, de los ejercicios éticos que ejecuta
el crítico cuando ensaya la microfísica de su estupidez” (91). Como enseguida
aclara, estas pseudo-periodizaciones suponen un sujeto que se mantiene idéntico
a sí mismo mientras atraviesa esos momentos, por lo que prefiere pensar la obra
barthesiana  “en términos de recomienzo e
inactualidad” (91). En efecto, las perspectivas contextuales encubren “el
movimiento espiralado y discontinuo”, de imprevistos, de “insistencia y
afirmación de lo anacrónico y lo indeterminado”, “permanencias obsesivas” y
transformaciones “que caracteriza la errancia de cualquier búsqueda esencial”
(92).

En este ensayo Giordano
incursiona en las interrogaciones que cruzan casi cuatro décadas durante las
cuales Barthes delibera “sobre la conveniencia de llevar un diario de escritor”
(93). En efecto, la sugestiva casualidad de que el primero de los ensayos que
Barthes publicó, “Notas sobre André Gide y su Diario”, de 1942, y el último
ensayo-diario escrito en vida de 1979, “Deliberación”, traten sobre diarios
suscita interés, entusiasmo y deseos de volver a ese arco ambiguo movedizo y
errar como el mismo Barthes por esas problemáticas. Porque la duda y el deseo
de efectuar la escritura diarística insiste en Barthes entre afirmaciones,
negaciones, motivos, aflicciones que mientras tienen lugar también lo tiene la
escritura diarística.

Las entradas de diario
de Barthes dispersas en su obra publicada pueden ordenarse cronológicamente de
la siguiente manera: entre 1968 y 1969 escribió un diario que fue encontrado
entre sus papeles póstumos y que sus editores titularon Incidentes; en
1974 anotó las impresiones de su viaje por China; tres años más tarde publicó
el ensayo-diario “Deliberación”, que comienza en 1977 y se interrumpe con una
única entrada de 1979; “Veladas de París” fue escrito entre el 24 de agosto y
el 17 de septiembre de 1979, y fue titulado de esta manera por sus editores al
publicarlo junto a otros textos diarísticos: “La luz del Sudoeste” y “En el
Palace esta noche…” en el volumen Incidentes. Simultáneamente a estos
textos, Barthes escribía fichas armadas en pliegos de papel cortados con las
notas que luego se publicarían como Diario de duelo. 20 de octubre de 1977 –
15 de septiembre de 1979
.

 

La
ratonera, o del fragmento y lo prenatal que retorna

La primera impresión de
las lecturas del Diario de duelo fue el impacto de una exageración, de
una desorientación en la intensidad extrema de esos fragmentos que contrastaban
con la imagen de su brevedad, con el gesto de dejar la mayor parte del papel en
blanco, como nota Éric Marty (141), su estilo entrecortado plagado de flechas,
paréntesis, corchetes, a veces paratácticos, que parecían dibujados, como
ilustraciones de estados que Barthes enumera abundantemente: gritos, llantos –,
“crisis violenta de lágrimas” (94)–, crujidos, palpitaciones, ahogos,
bocanadas, desgarramientos, desollamientos, figuras que se repiten en sus notas
fragmentarias. Había allí la experiencia de una desmesura que se confundía
entre lo escritural y lo vital. ¿Amar a una madre así? “Primera noche bodas.
Pero ¿primera noche de duelo?” (13), anota en su primera entrada del 26 de
octubre de 1977.

Cada una de las notas
no pasan, en promedio, de diez líneas. Son fragmentos que solo escriben sobre
Ella, o con Ella y sobre la escritura que ella propició y la que suscita ahora,
a partir de su muerte. Su insistente pregunta es cómo podrá vivir sin Ella
–muchas veces escrito en mayúsculas– , vivir solo –siempre vivieron juntos–, no
poder decirle cada cosa que le pasa a Ella, y termina estallando en sollozos.
Son estallidos que lo desuellan, lo hacen caer una y otra vez, lo fragmentan.
El “mundo” es un problema, un mundo que, ya ha caído en la cuenta, no
comprenderá aquel “todo” que solo pudo notar a partir de la fragmentación que
dividió lo anterior, estar en/con Ella, y lo que sigue, un mundo que se tendrá
que armar con un deseo nuevo, una escritura nueva que muestre, entre otras
cosas y fundamentalmente, lo que ella era, “lo que éramos” (60) y que aparecerá
en los libros y cursos realizados por Barthes mientras escribe la aflicción (el
duelo) en sus fichas.  En varias entradas
reza (literalmente): que salga bien el libro “Photo-Mamá” (149), la prisa que
tiene en “trabajar en el libro sobre la foto” (115); lo ineludible de ese libro
se debe a que es “necesario hacer reconocer a mamá” (146),  no le preocupa su posteridad, pero sí la de
su madre “porque ella no escribió y porque su recuerdo depende completamente de
mí” (147).

Es una entrada del 29
de octubre de 1977 la que reúne, abigarradamente, lo que estas notas quisieran
explorar. Ese día escribe:

 

Idea
-que causa estupor pero no desolación- que ella no ha sido “todo” para mí. Si
no, yo no habría escrito obra. Desde que la cuidé, desde hace seis meses,
efectivamente, ella era “todo” para mí, y olvidé completamente que había escrito.
Yo era perdidamente para ella. Antes, ella se hacía transparente para que yo
pudiese escribir. (26)

 

Marty también repara en
esta entrada que considera una “revelación (159). Dice: “La ‘transparencia’ de
la Madre es su amor por el que ella se hace “no todo” para el hijo”, para que
la obra pueda preservarse (160). En efecto, ella, al transparentarse, al
correrse de escena, fragmentó el todo y dio lugar a su escritura, sin ese
corte, esa separación no habría habido Obra. Por unos meses volvió de alguna manera
a ese todo y la escritura no tuvo lugar. Pero ¿qué es, de que se trata ese
“todo” no escriturario y el “no todo” que sí escribía?

A medida que las notas
corren, se afianza una repetición, que es un grito para Barthes, así lo
denomina: “¡Quiero regresar!”, pero inmediatamente se pregunta “¿dónde?
ya que ella no está en ningún lado y era ahí adonde podría regresar) Busco mi
lugar. Sitio” (188).

Sufre terriblemente
cuando está “en el exterior”, que significa “lejos de ‘ella’” (129). El duelo
debe ser interiorizado, de una “interioridad absoluta” (167), cuando se aleja
de esa interioridad lo asalta el “miedo atroz” de su muerte, “el miedo de lo
que ya ha tenido lugar” (170). Por eso, lo único que soporta es habitar su
aflicción (185), habitarla en ese seno ideal, en ese regreso a un lugar
imposible. “–Cómo amaba a mamá: no resistía nunca ir a su encuentro, me hacía
una fiesta de volverla a ver” (190). Cómo volver a ir a ese encuentro es que lo
desgarra al diarista en cada línea del Diario de duelo, lo que le corta el
aliento (192). ¿Qué encuentro podría ser ese? A veces insinúa, siguiendo a
Marcel Proust –que es uno de los pocos autores citados en el Diario– mientras
apela a su “identificación” con él, señalada en “Mucho tiempo he estado
acostándome temprano” (Barthes 327), que en su propia muerte podría darse ese
reencuentro. En algunas entradas lo vincula con un encuentro religioso, por
ejemplo: “Páginas desgarradoras sobre la separación de Proust y de su madre (…)
y ‘Dije: siempre. Pero en la noche (…) las almas son inmortales y un día se
reunirán…’” (Diario 197). O como sugiere en otra entrada: “(fantasma
bienhechor del: reunirme con ella) (216). Y vuelven las preguntas: “¿Por qué
quiero todo el tiempo, como un niño perdido, ‘volver a mi casa’ –donde sin embargo
mamá ya no está?” (202); y allí permanece, colocando flores donde su madre
murió y quedándose para cuidarlas, flores que repone cada vez para que no se
marchiten (203). Es en la casa entra en una “suerte de prolongación de mi vida
con ella” (205).

Este deseo de regreso a
un estar con ella, que solo parece rozarse cuando está en la casa, va
encontrando en el recogimiento una forma de habitar donde ciertas imágenes
reaparecen como experiencias donde se juega lo vital, a veces es el agua, a
veces el aire, que tanto le cuesta manejar, las bocanadas, los ahogos señalan
esas fuerzas descontroladas que dominan su cuerpo de escribiente afligido. El
22 de diciembre de 1978 consigna:

 

Oh,
decir el profundo deseo de recogimiento, de retiro (…) que me viene directa, inflexiblemente,
de la aflicción como ‘eterna’ -recogimiento tan verdadero que las pequeñas
batallas inevitables, los juegos de imágenes, las heridas, todo lo que sucede
fatalmente a partir del momento en que sobreviene, no son sino una espuma
salada, amarga, en la superficie de un agua profunda… (230)

 

16 de noviembre [1977]

Hoy, es un país llano, gris -casi sin puntos de agua- e
irrisorio (64).

 

23 de noviembre [1977]

Ya no tengo refugio (75)

 

Hay algo del orden de
una anterioridad que trasciende la idea de un regresar al pasado, a los días en
que su madre vivía y estaban juntos. La escritura de la aflicción toma la forma
de aquella búsqueda esencial, a la que se refería Giordano (92), poniendo en
movimiento algo que ha ocurrido y la escritura del Diario abre cuando expone en
ese grito repetido, ahogado “¡Quiero regresar!”.

Para Marty el gran
axioma de la Modernidad, al cual suscribe Barthes según el autor, es que no es
posible decirlo todo sino a condición de renunciar a la totalidad (141);
principio que se expone materialmente en el diario en aquel gesto de la
“subutilización de la superficie en blanco”, resaltando ese “no decirlo todo”
(143). Marty apela, así, a las figuras de Orfeo y Eurídice y vincula el Diario
con el canto a su Madre, como llama a La cámara lúcida (147) en el cual
Barthes resucitaría a la niña al traerla, como Orfeo, “de vuelta desde el reino
del Hades gracias a una fotografía, la del Jardín de Invierno” que sería la
imagen de una Eurídice que lo hace sobrevivir a él como Orfeo (147).

Quisiera proponer que
en ambas escrituras Barthes no parece remitir al canto órfico ni a la
resurrección de su madre. Antes que traerla del reino del Hades Barthes vuelve
con ella a un momento que podría denominar de prenatalidad y, luego, a la
salida del mismo, la caída de aquella totalidad prenatal en la fragmentación.
Por ello, las figuras de Orfeo y Eurídice pueden ser reemplazadas o repensadas
a partir de otra que expone cómo el diarista se convierte en alguien que quiere
retornar a un “sitio”, a aquel “todo” sin fragmentación, donde la indistinción
entre un yo afligido y una madre muerta no tenía lugar, como tampoco la
escritura de una Obra. El diarista, entonces, se va transformando más que en un
Orfeo en aquel bebé que, en El origen de la danza, Pascal Quignard se
detiene a pensar a partir de un “grabado terrible” (176) de Claude Mellan
titulado La ratonera, de 1654. Allí un bebé vuelve “hacia el lugar de
donde proviene” (176).



Esta imagen fascinante
sugiere, tal vez, con la misma intensidad enfática y desorbitada de la
escritura de Barthes, ese regresar deseado. El
“¡Quiero regresar!”,
reiterado, esa “vuelta a casa” se ilumina a partir de lo que Quignard, en sus
diversas obras, llama lo anterior, el primer reino, la vida prenatal.
 

“La dependencia del
origen, la inherencia al cuerpo continente de la madre de pronto, con un golpe
de cadera, se rompe. Así es el instante natal” (37), dice Quignard en El
origen de la danza
. La escritura diarística del duelo, de la aflicción es
ese movimiento retroactivo, un movimiento deseado de reencontrarse en esa unión
originaria, siempre perdida, antes de que ocurra la “danza expulsiva” cuando el
agua donde se habitaba se disipa y tiene lugar la danza intrusiva, cuando entra
violentamente el aire al cuerpo, y se cae al suelo (37). Esta experiencia se
acerca a ese fondo que envuelve al diarista que escribe con balbuceos una
rememoración desconocida. La palabra derrumbarse, sigue Quignard  ̶  tan
anotada en el Diario de duelo  ̶ ,
escribe admirablemente esa experiencia que rige “hasta en el espíritu
lingüístico de los hombres. La fragmentación deriva de ella” (71): “No dejo de
meditar que la primera imagen humana cae. Tanto nacimiento como muerte, es el
punto de nacimiento-muerte (74). Barthes diarista toca en su escritura ese
punto, lo construye y lo descubre, lo padece y lo activa:

 

1 de
noviembre [1977]

(…)

Por
momentos cuando ya no se puede más y se cae destrozado (39)

 

23 de
diciembre de 1978

(…)

Que
ahora estoy orillado sin escapatoria a iniciarme en el mundo -dura iniciación.
Miserias de un nacimiento (231).

 

Esa miseria de
nacimiento, que podrían ser palabras del mismo Quignard, enfatizan el deseo de
regreso, el regreso a ese no estar separado, fragmentado, deseo de integración
en aquel todo, de “volver a sumergirse allí” (El origen 110). Esta
preocupación es la que impulsa La cámara lúcida: “Foto de mamá niña, a
lo lejos –ante mí sobre mi mesa. Me bastaba mirarla, captar lo tal de su ser
(que me debato para describir) para estar reinvestido por, sumergido en,
invadido por su bondad” (239).

Por esto, en los
gritos, sollozos, llantos desconsolados, la escritura del Diario danza en ese
movimiento de deseo de retorno. No puede significar. Esa vuelta a casa es una
vuelta a esa fusión indistinguible. Un volver al antes de la fragmentación, de
la caída. Por ello los lamentos como aullidos, gestos de insignificancia
lingüística, pero de exposición de esa ausencia de lenguaje antes de la
fragmentación. Escribe el 25 de octubre de 1978: “[Oh, la paradoja: yo tan
‘intelectual’, al menos acusado de serlo, yo hasta tal punto tejido de un
metalenguaje incesante (que defiendo), ella me dice soberanamente el
no-lenguaje]” (221).

Sin embargo, aquella
transparencia en la que ella se sumergía para que el diarista pudiera escribir
su obra cobra otra índole cuando, ya avanzada la escritura de las fichas, la
lectura y la escritura resurjan, renazcan desde un lugar nuevo. Ahora será por
Ella, para ella, para estar con ella de alguna manera, que no es la de la
resurrección órfica, que la obra otra –porque todo es diferente a partir de la
separación por su muerte– se irá abriendo paso. Es como si Barthes, del puro
grito del “querer regresar”, pasara a otra fase donde al morir su madre él
“naciera” de nuevo. El diarista se convierte 
̶ luego de la experiencia insignificante, carente de comprensión, de
desear lo anterior, de padecer la caída, el ahogo del aire, la falta de
totalidad ̶ en un naciente nietzscheano:

 

6 de
octubre de 1978

Liquidar de tajo lo que me impide, me separa de
escribir el texto sobre mamá: la salida activa de la Aflicción: la ascensión de
la Aflicción a lo Activo.

[Texto
que debería terminar sobre esta ficha, sobre esta abertura (alumbramiento,
defección del miedo]. (216)

 

La escritura diarística
fue poco a poco enseñándole a levantarse de la caída natal, de la fragmentación
materna, el Diario es la escritura –fragmentaria– del (re)nacimiento, y el
retorno deseado comienza a aparecer como un eterno retorno del deseo
transformado: escribir.

 

Escribir–danzar
o la obra entre lo anterior y lo porvenir

Hacia finales de 1978,
a partir de los meses de octubre y noviembre, Barthes comienza a escribir en el
Diario de duelo sobre la escritura. Por una parte, sobre la escritura de
los diarios, en principio “Deliberación”, que relee una vez y en el cual había
afirmado que era la lectura, no la escritura la que lo desanimaba a escribir un
diario.  Sin embargo, en esta lectura
que, a pesar de cautivarlo, vuelve a considerarse irrisoria, anota que si no se
agarra de la escritura vendrá la “Depresión” (73). Ese “agarrarse” se reúne en
una constelación de términos como ahogamiento, derrumbe, separación que
componen, ahora, una fusión nueva entre el renacer y el escribir. Esta fusión
actuará como un movimiento danzante del regreso prenatal anhelado que solo será
posible en el porvenir fragmentado de la escritura, como una danza inversa.

 

21 de
noviembre [1977]

Angustia,
desherencia, apatía: sola, a bocanadas, la imagen de la escritura como “cosa
que da ganas”, “refugio”, “salvación”, proyecto, breve “amor”, alegría. Supongo
que la devota sincera tiene los mismos sentimientos hacia su Dios. (70)

 

Como una danza inversa,
el bebé retorna al refugio, pero escribiéndolo en una exterioridad del ya
caído, del separado. El Diario de duelo constituye los primeros pasos en
esa composición nueva. A pesar de que va y viene, recae, como hacen los
diaristas cuando se proponen planes y sucumben cada vez, Barthes registra el 16
de enero de 1978: “Ya no muchas notas –sino desgracia (…) No se escribe el
malestar. Todo me desuella. Una nada levanta en mí el abandono” (114). No
obstante, vuelve, el 23 de marzo del mismo año a consignar: “Creencia y, al
parecer, verificación de que la escritura transforma en mí los ‘estasis’ del
afecto, dialectiza las crisis.  ̶ La
lucha: escrito, ya no es necesario ver más” (115).

Por otra parte, la
escritura se entremezcla de citas y referencias a las obras de Barthes, las
obras que nacen, con el diarista, de un deseo nuevo, de un mundo sin todo, de
un mundo fragmentado, sin ella. En la parte que titula “CONTINUACIÓN DEL
DIARIO. 24 de junio de 1978 → 25 de octubre de 1978”, estas anotaciones se
refuerzan e incorporan citas múltiples de Proust y de los libros que está
preparando, aquellos separados de la otra obra que se correspondía íntimamente
con su madre viva. A partir de estas notas, la identificación con Proust se prolonga
en parafraseos y extractos de A la recherche du temps perdu vinculados
al autor y su madre muerta. También anota con frecuencia referencias al libro
de la foto de su madre, La cámara lúcida) el que más lo agobia en el Diario,
a su proyecto Vita Nova y apunta notas en torno a Lo neutro,
curso que está dictando.

Si bien en una entrada
del 21 de agosto de 1979 afirma “No hablo sino de mí. No puedo hablar de ella”
(207), de principio a fin, ninguna de estas notas deja de nombrarla. Pero sí es
notable el deslizamiento hacia el deseo de que su aflicción se refugie y
transforme en algo activo en las nuevas escrituras, como cuando afirma que “el
texto sobre mamá” será la “salida activa”, el pasaje, la “ascensión” de la
aflicción a lo activo (215), que, por sobre todas las cosas la pondrían a
resguardo de un olvido que él teme.

En la “[NUEVA
CONTINUACIÓN DEL DIARIO] 25 de octubre de 1978 → 15” de septiembre de 1979 su
primera anotación, común a las escrituras diarísticas de escritores, expone la
imposibilidad de seguir con esas notas, a pesar del título, a pesar de que
seguirá escribiéndolas: “Estas notas de duelo se enrarecen. Enrarecimiento.
¿Qué, el devenir inexorable, el olvido? (“enfermedad” que pasa?) Y sin embargo…
Pleamar de aflicción –abandonadas las riveras, nada a la vista. La escritura ya
no es posible” (225). Unas entradas después anota que cada vez escribe menos su
aflicción, porque ésta pasó a un “rango de lo eterno” desde que no la escribe”
(228). Estas impresiones de Barthes según las cuales no escribe más su
aflicción son inquietantes, porque tampoco deja pasar una ficha sin escribirla.
¿Algo se le presenta como un no escribir que escapa a las notas? ¿Tal vez
atento a la escritura de sus libros supone que en sus notas se ausenta la
escritura de su aflicción? De hecho, en la entrada inmediatamente posterior
apunta: “Escribo mi curso y llego a escribir Mon Roman [Mi Novela]”. La
entrada culmina “[Sin duda estaré mal mientras no haya escrito algo a partir de
ella (Foto, u otra cosa).]”

El sufrimiento que le
produce comenzar ese libro, que será La cámara lúcida, es otro de los
intolerables momentos en que su escritura se lee como sollozo y grito, cuando
retoma esa intensidad cuyo punto más alto encuentro en aquel “¡Quiero
regresar!” que nunca deja de anhelar.

 

29 de diciembre de 1978

Luego
de haber recibido ayer la foto que había hecho reproducir de mamá [de] niña en
el Jardín de Invierno de Chennevières, intento ponerla ante mí, en mi mesa de
trabajo. Pero es demasiado, me es intolerable, me hace sufrir demasiado. Esta
imagen entra en conflicto con todos los pequeños vanos combates, sin nobleza,
de mi vida. La imagen es verdaderamente una medida, un juez (ahora entiendo
cómo una foto puede ser santificada, guiar → no la identidad que es recordada,
es, en esa identidad, una expresión rara, una ‘virtud’. (233)

 

El punctum expone esa
experiencia. La foto de su madre niña lo punza, como señala en La cámara
lúcida
; algo de la fotografía sale hasta el diarista “como una flecha”
(Barthes La cámara 58) y lo hiere como un “instrumento puntiagudo” (58).
En ese corte que es también un azar, la fotografía lo despunta y a la vez lo
lastima (59). La cámara lúcida expande cada entrada del Diario
que registra y padece la visión de su madre como tal, luego de su muerte. En
esa palabra latina encuentra cómo, por fin, escribir el libro sobre ella y, de
algún modo, el “regresar”. Regresar a aquello anterior que no es pasado, que
planteaba Quignard, a esa danza prenatal, a ese mundo indistinguible,
indeterminado. El regreso a ese habitar que el diarista desea con desesperación
se le descubre como un “volver hasta la conciencia amorosa y asustada” que es
la “carta misma del Tiempo: movimiento propiamente revulsivo, que trastoca el
curso de la cosa y que yo llamaré, para acabar, éxtasis fotográfico” (178).

En efecto, este
movimiento, esta danza revulsiva, se afianza cuando se detiene en la fotografía
Alhambra, de Charles Clifford, de 1854. Se trata de la imagen de una
casa, en sombras. Lo que lo impresiona es que le provoca ganas de vivir allí
(74). Para Barthes las fotografías de paisajes deben ser “habitables” (74).
Vuelve, otra vez, el regreso en toda su intensidad:

 

Este
deseo de habitación, si lo observo a fondo en mí mismo, no es ni onírico (…),
ni empírico (…); es fantasmático, deriva de una especie de videncia que parece
impulsarme hacia adelante, hacia un tiempo utópico, o volverme hacia atrás, no
se adónde de mí mismo (…). Ante estos paisajes predilectos, todo sucede como si
yo estuviese seguro de haber estado en ellos o de tener que ir. Freud dice del
cuerpo materno que ‘no hay ningún otro lugar del que se pueda decir con tanta
certidumbre que se ha estado ya en él’. Tal, sería entonces la escencia del
paisaje (elegido por el deseo): heimlich, despertando en mí la Madre (en modo
alguno inquietante). (74-76)

 

La
cámara lúcida
se escribió. Los cursos se dictaron. El
diarista parece hacer equilibrio entre dos bordes mortales, prenatales y
natales. Esa escritura del fragmento materno, de su separación, compone un
entre lo anterior, el mundo que Quignard llama primero, el acuático, mudo, de
lágrimas y lágrimas en la figuración de Barthes, y lo porvenir de la caída al
mundo sin ella, donde habita la obra nueva que prosigue en su ausencia. Ese
agarre, como Barthes se refiere a la escritura, es una especie de cordón
umbilical que se corta y se cose en el Diario y da lugar a la Obra, al
erguirse desde la caída de la muerte – (re)nacimiento del escritor.

Señala Quignard en Sobre
lo anterior
“La palabra latina página significa la morada más vasta donde
el alma puede moverse, viajar, comparar, volver. Es el pagus, el país”
(13). Esas páginas cortadas en cuatro que Barthes preparaba como fichas fueron
el espacio perdido de aquel país (64), de aquel “sitio” (188) que anhelaba
habitar en su deseo de regreso, videncia de un tiempo utópico que lleva
adelante y atrás, a no sabe adónde de sí mismo.

 

La
danza inversa o de la vida y la escritura

Existe un “último”
desgarro en las fichas de Barthes que quisiera señalar. Fue enfatizado por
Giordano en el curso “Barthes y la escritura del duelo”, que dictó en marzo de
2021. Es enigmático y de la misma intensidad que su deseo de regreso y de
escritura renaciente. Si bien cruza el diario de principio a fin, la penúltima
y última páginas lo resaltan en sus cuatro repeticiones con leves variantes.
Son las palabras que su madre pronunció en su agonía.  Se encuentran dispersas en varios momentos y,
hacia el final, cobran una relevancia determinante. “¡‘Mi R’ –‘Aquí estoy’-
‘Estás mal sentado’”, es la primera formulación del 9 de noviembre de 1977.
Luego agrega: “- Cada vez menos cosas que escribir, qué decir sino eso (pero no
lo puedo decir a nadie)”. Eso, son esas últimas palabras.

El 20 de noviembre
vuelve a él: “mamá desde el fondo de su conciencia debilitada, no pensando ya
en su sufrimiento, me dice: ‘Estás mal, estás mal sentado’ (porque la abanico
sentado en un banco)” (77).

El 24 de julio de 1978
repite: “Y no obstante -o más que nunca, en un aire puro, me pongo a llorar
pensando en la palabra de mamá que me quema y me devasta siempre: ¡Mi R! ¡mi R!
(No se lo he podido decir a nadie)” (178).

El 15 de diciembre de
1978: “(…) 2) Escribo mi curso y llego a escribir Mon Roman [Mi novela]. Pienso
entonces con desgarramiento en una de las últimas palabras de mamá: ¡Mi Roland!
¡Mi Roland! Me dan ganas de llorar” (229).

El 1 de septiembre de
1979, en una de las fichas finales: “Siempre tan vivo pero mudo, el dolor, la
aflicción (‘Mi R., mi R.’)” (253).

¿Qué hay en esas
palabras que tanto lo derrumban y que no ha podido decir a nadie? Puede
rondarse esa pregunta a partir de su penúltima ficha del Diario, donde repite
tres veces, como un mantra desquiciado, lo que claramente lo obsesiona:

 

“Empezar:

Todo
el tiempo que viví con ella -toda mi vida- mi madre no me hizo nunca una
observación’.

 

Mamá
no me hizo jamás una observación. De ahí que no las soporte. (Ver la carta de
FW).

 

Mamá:
(toda la vida): espacio sin agresión, sin mezquindad -Nunca ella me hizo una
observación (el horror que tengo de esa palabra y de la cosa). (270)

 

Marty se detiene en el eso
y concluye lo siguiente:

 

Si
eso
Barthes no se lo puede decir a los vivos, a sus contemporáneos, es
porque las palabras se dirigen solamente a él, porque lo han elegido como
destinatario exclusivo y lo han condenado, por eso mismo, a guardárselas para
sí. “Mi R, mi R.” Pero quizás haya algo más que vuelva realmente
intransmisibles esas palabras, petrificando al destinatario en el hogar
abstracto e infernal del dolor; y es que las palabras de quien está a punto de
morir son palabras de piedad por él, hacia su persona.

“Mi R,
mi R.” Y el “Estás mal sentado” que contradice la respuesta de Barthes,
respuesta de la presencia esencial (“Aquí estoy”). Al “Aquí estoy” del vivo, la
que va a morir responde que tiene piedad de él. He aquí el eso que constituye
el “cada vez menos” que agosta la escritura. Ese eso que regresa como
una obsesión a lo largo de todo el Diario de duelo (149).

 

Sin embargo, es posible
otra lectura. Las últimas palabras de su madre, que lo llaman, le hacen una
observación: “estás mal sentado”. Todo lo que Barthes diarista construyó sobre
ella, y que señaló como punto distintivo y amoroso que hacían tal a su madre en
La cámara lúcida, su bondad, cuya mayor expresión se encontraba en el
hecho de que “en toda nueva vida en común, nunca me hizo una sola
‘observación’” (111) se derrumba con estas notas mudas (nunca las pudo decir a
nadie). Al término de lo que fueron juntos, de su vida de amor inseparable,
Barthes sostiene la ausencia de esas palabras, no las menciona, son las que la
anulaban en el último momento juntos, en su sí misma para él. Ella era la que
nunca le había hecho una observación. El horror que eso le causa quizás puede
resolverlo –palabra que utiliza en La cámara lúcida– evitando su
escritura en la obra; si lo hubiese hecho, ella se habría encontrado abierta a
un Otro atroz, tal vez más insoportable que la aflicción misma. La escritura
del Diario le permitió a Barthes no cerrar la identidad de Bien Soberano
(143) que atribuyó a su madre y poder abrir un resquicio para sí mismo,
secreto, que le quitara las mayúsculas a Ella y, así, soportar esa
indeterminación, ese resto de expulsión que toda madre realiza al lanzarnos
desde sí hacia el afuera del mundo, separados, fragmentados.

Elige escribir en La
cámara lúcida
que ella constituía su “Ley interior, yo la vivía para acabar
como si fuese mi niña. Resolvía así, a mi manera, la Muerte (…) yo que no había
procreado, había engendrado en su misma enfermedad a mi madre” (115). Ese
engendro que el diarista y el escritor construyen y descubren revuelve la
herida del punctum, la mantienen abierta como una sorpresa y un horror
ante una madre que se torna ambigua.

Tal vez por eso lo
impresiona la fotografía de cuando era niña y pertenecía a la Historia,
justamente lo que separa a Barthes de las imágenes, las que muestran un “tiempo
en que no habíamos nacido” (104). ¿Encuentra en su propia ausencia natal una
suave y triste revancha al horror impensado por aquella observación
destructiva? No obstante, ese horror y su mudez queda escrito de alguna manera,
también, en su obra. Allí los lectores del Diario pueden encontrar un
hilo con el silencio en la obra y la imposibilidad de dejar de escribir aquel
silencio en sus fichas.

 

El
horror consiste en esto: no tengo nada que decir de la muerte de quien más amo,
nada de su foto, que contemplo sin jamás poder profundizarla, transformarla. El
único ‘pensamiento’ que puedo tener es el de que en la extremidad de esta
primera muerte mi propia muerte se halla escrita; entre ambas, nada más, tan
solo la espera; no me queda otro recurso que esta ironía: hablar del ‘nada que
decir’.(143)

 

Tal vez por esto no
expuso la fotografía del Invernadero. En su exploración de la foto de Robert
Mapplethorpe “Muchacho del brazo extendido” (90), que Barthes considera una
imagen erótica y no pornográfica, nota que ésta puede perfectamente no mostrar
el sexo como objeto central. En efecto, la imagen muestra un rostro no
completo, parte de la mitad de su torso y el brazo extendido. La foto conduce
al espectador “fuera del marco” (99) y es así como Barthes anima la foto y ella
lo anima a él. Allí el punctum es “una especie de sutil
más-allá-del-campo, como si la imagen lanzase el deseo más allá de lo que ella
misma muestra” (99). Debajo de la foto Barthes escribe: “…la mano en su grado
óptimo de abertura, en su densidad de abandono” (98).

La niña del
invernadero, que no está, o está completamente fuera de campo –fuera de escena,
fragmentada hasta una transparencia que, ahora, Barthes parece producir– es la
madre antes de que el hijo existiera, una separación que posibilita a Barthes
mostrar eso que no puede decir a nadie, aquellas palabras que rompieron de
alguna manera lo que ellos eran juntos. Quizás el horror de la madre
descubierta en sus últimas palabras lo haya expulsado de aquello “anterior” tan
deseado como vuelta y lo haya arrojado a un abandono que, sin embargo, lo sigue
impulsando a agarrarse de otra madre, la escritura, para seguir.

De hecho, ese dolor
desgarrador de la observación no detiene todas las danzas, ni las natales, ni
las del renacer, ni las del porvenir. Barthes cuenta en las últimas páginas de La
cámara lúcida
que la noche de uno de esos días en los que miraba las fotos
de su madre asistió con unos amigos a ver Casanova, de Federico Fellini.
Estaba triste y la película lo aburría “…pero cuando Casanova se puso a bailar
con la joven autónoma, mis ojos fueron impresionados por una especie de agudeza
atroz y deliciosa” (173), se sentía drogado, saboreaba cada detalle y se sintió
transformado. Comprendió que existía un vínculo entre “la Fotografía, la Locura
y algo cuyo nombre yo desconocía. Empecé llamándolo sufrimiento de amor” (173).
Pero enseguida Barthes aclara que se trataba de algo más amplio, una ola en una
música que se hacía oír y cuyo nombre era “Piedad”. En un último pensamiento el
ensayista reúne las imágenes que lo habían “punzado”, es decir, padecido del punctum
y, a través de cada una de ellas:

 

entraba
demencialmente en el espectáculo, en la imagen, rodeando con los brazos lo que
está muerto, lo que va a morir, tal como hizo Nietzsche cuando, el 3 de enero
de 1889, se echó al cuello de un caballo martirizado: se había vuelto loco por
Piedad. (174)

 

Piedad por su madre,
piedad de sí, como sea, no puedo dejar de evocar en esta última, una de las
últimas danzas escritas por Barthes, aquella que sin abandonar el deseo de
regreso se ve revuelta en una alegría: “la alegría  ̶  leemos
en Sobre lo anterior  ̶  de hacer resurgir a milenios o a siglos de
distancia lo perdido en sí mismo, la sensación de reencuentros con lo perdido
en persona, la nostalgia por lo que dejó de ser, la epifanía de lo anterior”
(61)


 

Bibliografía

Barthes, Roland. Diario
de duelo
. 26 de octubre de 1977 – 15 de septiembre de 1979. Buenos Aires:
Siglo XXI, 2009.

—. La cámara
lúcida. Nota sobre la fotografía
. Barcelona: Paidós, 2006.

—. “Mucho tiempo he
estado acostándome temprano” en El susurro del lenguaje. Más allá de la
palabra y de la escritura.
Buenos Aires: Paidós, 1978.

—. Incidentes.
Buenos Aires: La marca, 2016.

—. “Deliberación” en Lo
obvio y lo obtuso. Imágenes, gestos y voces
. Barcelona: Paidós, 2009.

Giordano, Alberto.
“Vida y obra. Roland Barthes y la escritura del diario” en La contraseña de
los solitarios. Diarios de escritores
. Rosario: Beatriz Viterbo, 2011.

Marty, Éric. “Roland
Barthes, la literatura y el derecho a la muerte” en Boletín/20 del
Centro de Estudios de Teoría y Crítica Literaria. Rosario: Universidad Nacional
de Rosario, 2020.

Quignard, Pascal. Sobre
lo anterior. Último reino II
. Buenos Aires: El cuenco de plata, 2016.

—. El origen de la
danza
. Buenos Aires: Interzona, 2017.